DINER. 1982. 108´. Color.
Dirección: Barry Levinson; Guión: Barry Levinson; Director de fotografía: Peter Sova; Montaje: Stu Linder; Música: Bruce Brody e Ivan Kral; Dirección artística: Leon Harris; Producción: Jerry Weintraub, para SLM Production Group-Metro Goldwyn Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: Steve Guttenberg (Eddie); Daniel Stern (Shrevie); Mickey Rourke (Boogie); Kevin Bacon (Fenwick); Tim Daly (Billy); Ellen Barkin (Beth); Paul Reiser (Modell); Kathryn Dowling (Barbara); Michael Tucker (Bagel); Jessica James, Colette Blonigan, Kelle Kipp, John Aquino, Richard Pierson, Claudia Cron.
Sinopsis: En Baltimore, a finales de los años 50, un grupo de amigos se reúne con motivo de la boda de uno de ellos.
Antes de que su carrera como director, que vino precedida de una exitosa trayectoria como guionista, transitara por derroteros mucho menos personales, Barry Levinson se estrenó como realizador de largometrajes con Diner, película de corte auutobiográfico en la que el cineasta rememora sus años de juventud en Baltimore. El film, que obtuvo una nominación al Óscar por su guión original, mantiene una nutrida legión de seguidores y continúa siendo una de las películas mejor valoradas de un cineasta de carrera harto irregular.
Uno puede estrenarse como director de cine de muchas maneras, pero una de las más frecuentes consiste en volver la vista atrás. Levinson lo hace bajo una mirada llena de nostalgia, en la que se subraya la amistad entre un grupo de jóvenes de caracteres muy distintos, pero unidos por esa clase de lazos que hay que entender antes que explicar. El inminente matrimonio de uno de ellos, fanático del fútbol americano, es el punto en el que Levinson sitúa el eje central de una narración que comienza en un baile de Navidad a ritmo de rock & roll. En el sótano, el más joven del grupo, un individuo nihilista y autodestructivo, se dedica a romper los cristales hasta que uno de los mayores le devuelve a la fiesta, que todos abandonan horas después para dirigirse a la cafetería en la que pasan la mayor parte de su tiempo. Esos jóvenes son: Eddie, el próximo en casarse, un tipo de maneras primarias y buen corazón; Shrevie, un fanático de la música casado con una mujer con la apenas tiene nada en común; Boogie, un tipo tranquilo y seductor que sufre ludopatía; Modell, un ser locuaz pero de temperamento indefinido, y Fenwick, el joven con comportamientos propios del James Dean de Al este del Edén. La inminente boda de Eddie supone el regreso de Billy, el último miembro del grupo, que junto a Boogie componen la sección universitaria del sexteto. Cada cual a su manera, todos ellos buscan superar los límites que les han sido impuestos, mientras ven que, poco a poco, las servidumbres de la vida adulta les van atrapando. Se diría que lo que esos jóvenes quieren ser en la vida es, lo sepan o no, exactamente lo que son cuando la nostálgica cámara de Barry Levinson se detiene en sus andanzas. Algo, por definición, imposible.
La película transcurre durante unos pocos días del invierno de 1959, cuando la presidencia de Eisenhower tocaba a su fin y todo se disponía a cambiar para siempre. El tema de fondo es un canto a la amistad masculina, y también a la juventud. Naturalmente, las siempre complicadas relaciones con el otro sexo ocupan un lugar central en la narración, armada no tanto como una sucesión de anécdotas sino como un bien hilvanado fresco de una época y un lugar que Levinson refleja, a mi juicio, de un modo muy honesto, sin grandes aspavientos pero dotando al relato de una ternura, no exenta de ironía, que produce un efecto similar al que uno experimenta cuando escucha canciones que marcaron su juventud y a las que el tiempo había destinado al baúl de los recuerdos. Se suceden cosas tan curiosas como que la futura novia deba aprobar un cuestionario sobre fútbol americano para que la boda llegue a celebrarse, que varios de los protagonistas acaben detenidos una noche en la que las ganas de Fenwick de romper cosas se ceban en un pesebre navideño o que, en un mundo en el que las mujeres eran las que ansiaban contraer matrimonio, Billy se encuentre con una joven de comportamiento radicalmente distinto al habitual. El propio Billy protagoniza, en compañía de Eddie, uno de los momentos más gozosos de la película, cuando muestra sus habilidades pianísticas sobre el escenario de un club de striptease.
En lo visual, la película, sin ser nada del otro mundo, se muestra solvente, con predominio de los tonos grises, propios del invierno, que sólo ceden frente a la luminosidad en las contadas escenas ecuestres. Levinson utiliza de forma prolija los planos cortos y medios en los que ve a los personajes en grupo, para acentuar el espíritu de clan que subyace en toda la película y que, salvando las distancias conceptuales y temáticas, remite a American Graffiti y a El cazador. En las conversaciones a dúo, pocas veces se prescinde del esquema plano-contraplano, eso sí. Por otra parte, el eficaz montaje contribuye a aumentar la sensación de unidad narrativa. La música, que ocupa un lugar importante, se nutre de clásicos del rhythm & blues y del primigenio rock % roll. Es cierto que la película, al igual que sus personajes, a ratos avanza con lentitud, pero también que a diferencia de ellos, sí va a alguna parte. Como dije, empieza en una fiesta y acaba en una boda, lo que equivale a decir que se trata de un final trágico, pero opino que los últimos segundos de la película son poesía pura, y se cuentan entre lo mejor que haya rodado un Levinson que hace también uso de un buen número de referentes audiovisuales de la época.
Encabeza el reparto Steve Guttenberg, un actor mediocre que por entonces vivía su momento más álgido en cuanto a popularidad se refiere. Aquí no desentona, que ya es mucho. Daniel Stern, el melómano que lidia con un matrimonio sin mucho sentido, hace una buena interpretación, pero quien supera con creces al resto del elenco es Mickey Rourke, que ya apuntaba a la superestrella que pronto iba a ser y que él mismo se dedicó a destruir con un empeño digno de mejor causa, como escribí años atrás. Boogie, su personaje, tiene carisma, y el actor lo aprovecha al máximo. De hecho, las escenas que Rourke comparte con Ellen Barkin, que interpreta a la confundida esposa de Shrevie, están entre lo mejor de la película a nivel interpretativo. Kevin Bacon, que da vida a un tipo que sólo encuentra placer yendo más allá de los límites, es de lo mejor de un reparto en el que Paul Reiser cumple, y Tim Daly desaprovecha algunas de las posibilidades de un personaje bastante rico.
Diner es una película para aquellos que todavía recuerdan al joven que un día fueron, una historia narrada con sensibilidad y, en efecto, una de las obras imprescindibles de Barry Levinson. En mi opinión, una pequeña joya de los 80 que merece ser reivindicada.