HOT FUZZ. 2007. 121´. Color.
Dirección: Edgar Wright; Guión: Simon Pegg y Edgar Wright; Dirección de fotografía: Jess Hall; Montaje: Chris Dickens; Música: David Arnold; Diseño de producción: Marcus Rowland; Dirección artística: Dick Lunn; Producción: Eric Fellner, Nira Park y Tim Bevan, para Working Title- Studio Canal-Big Talk Productions-Universal Pictures (Reino Unido-Francia).
Intérpretes: Simon Pegg (Nicholas Angel); Nick Frost (Danny Butterman); Jim Broadbent (Inspector Butterman); Timothy Dalton (Simon Skinner); Paddy Considine (Andy Wainwright); Rafe Spall (Andy Cartwright); Edward Woodward (Tom Weaver); Olivia Colman (Doris Thatcher); Kevin Eldon (Sargento Fisher); Stuart Wilson (Dr. Hatcher); Billie Whitelaw, Karl Johnson, Anne Reid, Adam Buxton, Stephen Merchant, Tim Barlow, Lucy Punch, Peter Wight, Julia Deakin, Paul Freeman, Bill Baily, Lorraine Hilton, Martin Freeman, Steve Coogan, Bill Nighy, Thomas Law, Luke Bromley, Ron Cook.
Sinopsis: Un policía londinense, tan ejemplar que ensombrece al resto del cuerpo, es ascendido, y a la vez enviado a un pueblo de la campiña inglesa en el que nunca pasa nada.
Espoleada por el éxito de Zombies party, la cuadrilla responsable de esa película volvió a reunirse en Arma fatal, film en el que Edgar Wright y compañía lanzan sus dardos hacia las películas de acción policíaca, y también contra lo más rancio de la sociedad británica. De nuevo, el público otorgó sus favores a este espectáculo irreverente, en el que Wright se confirmó como el rey de la sátira posmoderna, recurriendo a todos los tics de un Guy Ritchie y retorciéndolos hasta llevarlos a otro nivel, consiguiendo que, para muchos de sus seguidores, Arma fatal sea la mejor del conjunto de obras que forman la llamada trilogía del Cornetto.
El guión, que de nuevo coescriben Wright y el principal protagonista de la película, Simon Pegg, se centra en un policía londinense modélico hasta el extremo: abnegado, ejemplar en la aplicación de los procedimientos y plusmarquista absoluto en lo que a detenciones se refiere, Nicholas Angel se convierte en un problema para sus superiores, puesto que sus cualidades hacen que los demás servidores de la ley parezcan rematadamente inútiles. La incapacidad para desconectar del trabajo, más allá de los cuidados que dispensa a su lirio japonés, hacen que la pareja de Nicholas, Janine, le abandone. Justo entonces, el policía perfecto recibe una doble noticia por parte de sus superiores: es ascendido a sargento, y a la vez destinado a Sanford, un pueblo del interior con una raquítica tasa de delitos y que ha ganado varias veces el certamen anual que escoge a la villa ideal para vivir. Nicholas se resiste al traslado, pero se topa no sólo con que la decisión es irrevocable, sino con que todos menos él están encantados con ella. Así pues, el desterrado parte hacia Sanford, y la noche antes de empezar el servicio activo ya detiene a varios menores, que están ilegalmente en el único pub del pueblo, y a un obeso borracho que se empeña en regresar a casa conduciendo. Ese tipo resulta ser miembro de la policía local, y no un miembro cualquiera, sino el hijo del jefe. El resto del elenco policial de Sanford no mejora mucho al susodicho, porque lo forman dos detectives con tendencia a hacerse los graciosos que se llaman Andy, un veterano agente al que no se entiende cuando habla, otro con inequívoca escasez de luces, y una agente que se ríe de sus propios chascarrillos y parece una réplica de la señora Roper. El hombre que ocupó con anterioridad el lugar de Nicholas abandonó Sanford tras sufrir una crisis nerviosa, pero en su caso, y al margen de la evidente hostilidad que despierta entre sus compañeros, y de la condescendencia con que le tratan las fuerzas vivas del lugar, reunidas en la Alianza de Convivencia Vecinal, si de algo puede morir el modélico policía en ese pueblo, es de aburrimiento. Hasta que empiezan a aparecer cadáveres y todos, excepto él, se empeñan en considerar los hechos como accidentales a pesar de los notorios indicios de que las víctimas han sido asesinadas.
A partir de esta premisa, Wright y Pegg desmenuzan todos los códigos, clichés y recursos típicos de las buddy movies, ya sean visuales o narrativos, para realizar un muy ingenioso ejercicio metacinematográfico que, de paso, orina sobre los cimientos ideológicos de esa Inglaterra que, años después, hizo realidad el Brexit. Como si tuviéramos delante una réplica de Arma letal (de ahí el título español del invento) pasada por el tamiz de los Monty Python, acción y sátira van de la mano de un modo más que brillante. He de confesar que, en lo que a la puesta en escena se refiere, tanta posmodernidad me abruma por momentos, pero como los artífices de la película no se toman en serio otra cosa que no sea la amistad entre seres antagónicos y su inalterable sentido de la guasa, pues uno se mete en la montaña rusa que le proponen sin hacerse demasiadas preguntas (tampoco es que el frenético ritmo narrativo las permita) y con los ojos muy abiertos. Nicholas es un doble bicho raro, porque a las razones que ya le hacían serlo en Londres hay que sumarle su condición de extranjero, por lo que es objeto del desprecio general, más evidente en el caso de sus compañeros, y mucho más barnizado de hipocresía en lo que se refiere a las autoridades locales. Sólo ese policía de pega, otro inadaptado que adora las películas de acción y se ha limitado a seguir, con más pena que gloria, los pasos de su padre, entenderá a Nicholas, y será su único apoyo cuando descubra lo que allí se cuece y compruebe que la mejor forma de resolver el asunto es parecerse al máximo a esos policías de las películas. Misteriosos encapuchados, muertes llenas de truculencia, una trama urbanística que salpica a los poderosos de Sanford y mucha mala uva son los ingredientes de Arma fatal, además de los tiroteos a cámara lenta y con una pistola en cada mano, los chistes malos en mitad del fregado, las adrenalínicas persecuciones, la capacidad del héroe para salir ileso de una ridícula ensalada de tiros, el montaje videoclipero exagerado hasta lo grotesco, los edificios ardiendo o volando por los aires, la música contundente, los guiños al spaghetti western (ese regreso a caballo de Nicholas, armado hasta los dientes, al lugar de autos). el masivo reparto de hostias y la condición mesiánica del protagonista, que aquí queda patente desde su mismo apellido. La película, que es profundamente inglesa, explota un tema tan universal como el del forastero en tierra hostil y, con ello, se hace de todo el mundo. De hecho, un servidor se imaginaba destinado en algún pueblo tractorista de la Carcaluña interior y se reía el doble, poniendo otros rostros a los policías ineptos, al cura aficionado a disparar, al venerable anciano que oculta un arsenal bajo el abrigo, al médico inmune al sufrimiento ajeno, al siniestro comerciante o a la cuarentona violenta y salidilla. La diferencia es que aquí, además de industria cinematográfica, tampoco tenemos a nadie con el talento y el sentido del humor de Edgar Wright y su troupe.
Una de las bazas de este homenaje-parodia-ajuste de cuentas es la complicidad entre sus artífices a ambos lados de la cámara. Simon Pegg está soberbio como policía perfecto y (no busquen una cosa sin la otra) saco de traumas. Impagable su cara al ver cómo reaccionan sus compañeros a su traslado, o su imitación telefónica de esa especia de monstruo de Frankenstein que tiene Skinner a su servicio. Nick Frost, otro elemento fundamental del grupo, ejerce de manera fantástica su rol de mindundi bobalicón que sale del huevo gracias al recién llegado. La diferente capacidad de uno y otro servidor de la ley para perseguir malhechores da pie a otro momento descacharrante. Los secundarios entran en el juego a la perfección, ya se llamen Timothy Dalton, en su papel de aristocrático malvado british, Jim Broadbent, como impasible jefe de policía, Stuart Wilson como médico sociópata o un Edward Woodward al que no le son ajenos los papeles de justiciero. La pareja que forman Paddy Considine, otro miembro de la troupe, y Rafe Spall no tiene desperdicio, y Olivia Colman ya aprovecha su espacio para mostrar lo formidable actriz que es. Gran actuación también de Anne Reid, y jugosas intervenciones episódicas de Steve Coogan y Martin Freeman en una película cuya calidad interpretativa es sobresaliente.
Maravilloso entretenimiento, Arma fatal abre interesantes elementos de debate, como por ejemplo si es lícito matar a quienes emplean su falta de talento en destrozar a Shakespeare con el pretexto de modernizarlo. Funciona como película de acción, como parodia del género y, desde luego, como carcajada en el rostro de esa Inglaterra que huele a naftalina. En este siglo, en el que la comedia cinematográfica necesita respiración asistida, esta película es una gloriosa excepción.