JEUX INTERDITS. 1952. 86´. B/N.
Dirección: René Clément; Guión: René Clément, Pierre Bost y Jean Aurenche, basado en la novela de François Boyer. Diálogos de Pierre Bost, Jean Aurenche y François Boyer; Dirección de fotografía: Robert Juillard; Montaje: Roger Dwyre; Música: Miscelánea. Piezas de Antonio Rubira, Jean-Philippe Rameau y Robert de Visée, adaptadas e interpretadas por Narciso Yepes; Dirección artística: Paul Bertrand; Producción: Robert Dorfmann, para Silver Films (Francia).
Intérpretes: Georges Poujouly (Michel Dollé); Brigitte Fossey (Paulette); Lucien Hubert (Sr. Dollé); Suzanne Courtal (Sra. Dollé); Jacques Marin (Georges Dollé); Laurence Badie (Berthe Dollé); Amédée (Francis Gouard); Pierre Mérovée (Raymond Dollé); Louis Saintève (Cura); André Wasley, Violette Monnier, Denise Perronne, Fernande Roy.
Sinopsis: Paulette, una niña francesa, pierde a sus padres durante un bombardeo alemán mientras huían de París. Más tarde, es acogida por una familia de campesinos.
René Clément ya era un cineasta consagrado cuando alcanzó la cúspide de su carrera gracias a Juegos prohibidos, adaptación de una novela que trata sobre las consecuencias de la guerra en los niños. El director, que ya había explorado desde distintos ángulos la Segunda Guerra Mundial, halló en el libro de François Boyer el vehículo para mostrar qué queda de la inocencia infantil en un mundo desquiciado, y logró una obra llena de sensibilidad que obtuvo un gran reconocimiento a escala mundial, con el León de Oro en el Festival de Venecia y el Óscar a la mejor película extranjera como galardones más destacados para un film que, a día de hoy, continúa siendo uno de los que ha analizado el universo infantil con mayor acierto.
El punto de partida de este melodrama se sitúa en el año 1940, cuando la ofensiva alemana estaba a punto de desencadenar una humillante derrota francesa, culminada con la ocupación de París y la instauración del régimen títere de Vichy. La gran historia, sin embargo, queda para otras películas, porque de lo que Clément y Boyer quieren hablarnos es de las víctimas civiles de las guerras, personificadas en una de las muchas familias que huyeron con lo puesto de la capital francesa antes de que las tropas nazis la ocuparan. Una huida hacia ninguna parte que se veía dificultada hasta el extremo por los continuos bombardeos que los aviones de la Luftwaffe lanzaban sobre esa desesperada caravana. En mitad de ese caótico panorama encontramos a una familia cualquiera, formada por los progenitores y por una niña, que ejerce de escudo protector del pequeño perro que le sirve de mascota. Como el coche se les ha calado en mitad de un puente que las bombas alemanas golpean con saña, la huida debe continuar a pie. El ensordecedor ruido de los explosivos hace que el perro, muy asustado, se escape, y en su afán por rescatarlo, la familia queda en una posición muy expuesta a las balas germanas. El resultado de ello es que la niña, Paulette, es la única superviviente del ataque, por lo que, convertida de un plumazo en huérfana, continúa su camino llevando a cuestas a su perro muerto. Mientras intenta hallar cobijo para el cadáver junto a un riachuelo, aparece Michel, el miembro de menor edad de una familia de campesinos que se decide a acoger a la niña.
Es importante señalar que, aunque las tierras de esa familia, humilde y enfrentada con los propietarios de la parcela colindante, se hallan a escasos kilómetros del campo de batalla, esas gentes viven una realidad en la que la guerra parece suceder mucho más lejos, en las noticias o a través del testimonio de alguno de los jóvenes del lugar que se han alistado en un ejército francés que afronta una situación a todas luces desastrosa. Allí, Paulette encuentra en el vivaz Michel a un maestro, a un compañero y a un amigo. Ambos campan en libertad por un paisaje bello, en el que sólo las tribulaciones de los adultos rompen la perfecta armonía que existe entre entre niños, naturaleza y animales. Hablando entre ellos, Paulette y Michel se dan cuenta de que, mientras a los humanos que fallecen se les da un entierro, aunque sea en las fosas comunes que tanto proliferan en situación de guerra, nadie se ocupa de los animales que pierden la vida. Ellos deciden hacerlo, pero de un modo que los adultos considerarán ofensivo y blasfemo (pero muy bella, y así nos lo hace ver la cámara de Clément). Es preciso subrayar que la narración adopta el punto de vista infantil y muestra su lógica (que, desde luego, no lo es menos que la que marcan las convenciones sociales) sin juzgarla, lo que hace que el espectador la comprenda con facilidad. Es más, si algo queda claro en el relato es que los adultos, casi todos cobardes y llenos de prejuicios, no son de fiar. Eso sí, a ellos también les alcanzan los desastres de la guerra de un modo indirecto, pues uno de los hijos de la familia fallece por falta de atención médica, ya que el único facultativo que ejerce en la zona ha sido reclutado para ayudar en el abarrotado hospital de campaña. Del mismo modo que Paulette, que no ha tenido ningún tipo de educación religiosa, vive la pérdida de sus padres a medio camino entre la incredulidad y la falta de comprensión de todo lo que ello supone, los campesinos, que sí andan puestos en los dogmas católicos, afrontan la desgracia con la resignación propia del rebaño, pero a la par son incapaces de actuar, de cara a sí mismos y al prójimo, siguiendo unos valores propiamente cristianos. El estúpido rencor entre la familia que acoge a Paulette, los Dollé, y sus vecinos, los Gouard, es un claro ejemplo de ello, y el hecho de que el hijo de estos, que regresa ileso del frente, y la joven Berthe Dollé estén liados, no hace más que recalcar el sinsentido del prejuicio humano. El universo infantil, en contraposición, es puro, no en el sentido de estar exento de maldad, que es lo que piensan los adultos cortitos, sino en el de que sus palabras y acciones no están todavía contaminadas por esos prejuicios. Más que inocentes, esos niños son libres, pero esa libertad dura lo que tardan los adultos en fulminarla… por su propio bien.
Clément, que no en vano se hizo cineasta a través de la realización de documentales, lo muestra todo de manera naturalista, mostrándose muy austero en la puesta en escena de una película que, en contraposición al dramatismo de la trama, es muy luminosa en lo visual. En el campo, por la noche se duerme, así que casi todo sucede de día, y se recalca el brillo del sol, por ejemplo sobre el cabello rubio de Paulette, y la belleza de unos paisajes en los que la acción destructora del hombre parece no haber hecho mella. En un film de marcado corte intimista, los planos generales se reservan para la tragedia: al principio, con la huida, los bombardeos y la muerte de todo lo que Paulette tenía en el mundo; con el cortejo fúnebre del hijo fallecido de los Dollé, y en el conmovedor final, en el que Paulette recorre un edificio atestado de gente gritando el nombre de quien lo es todo para ella. Fuera de esas tres secuencias, el relato es mucho más ligero, gracias a la manera de mostrar la cotidianidad rural y la comunión con la naturaleza, y a un ritmo narrativo para nada premioso. Conviene destacar la icónica música del film, que lo fue tanto que incluso llegó a trascenderlo en lo que se refiere a ese Romance, de autoría dudosa pero atribuido a Antonio Rubira, que suena maravilloso en las manos y la guitarra de Narciso Yepes.
Decía Hitchcock, que de cine sabía más que la inmensa mayoría, que lo mejor para un director era no trabajar ni con niños, ni con animales, ni con Charles Laughton. Aquí falta el genial actor inglés, pero opino que en pocas películas se ha extraído tan buen material de los otros dos elementos, empezando por la pareja de niños que protagoniza Juegos prohibidos. Georges Poujouly, que gracias a esta obra hizo carrera como actor infantil antes de refugiarse en la televisión en su edad adulta, hace una labor estupenda como el enérgico y leal Michel, luciendo una naturalidad muy poco común en los niños actores. Brigitte Fossey, que a diferencia de su compañero hizo sus mejores trabajos una vez convertida en mujer, brilla en la piel de la inocente, graciosa y testaruda Paulette, resultando muy conmovedora su expresión de desamparo en la escena final. De los adultos, sobresale un Lucien Hubert que también debe su carrera interpretativa a su convincente actuación en esta película, como campesino sólo en parte deudor del estereotipo de hombre rudo y de pocas luces. Que su personaje esté muy bien perfilado en el guión le es de gran ayuda, desde luego. Jacques Marin, otro a quien esta película le supuso un decisivo salto adelante, hace también un notable trabajo, lo mismo que Laurence Badie en el rol de la joven y enamorada, pero sin cursilerías innecesarias, Berthe. El reparto, que se nutre de actores desconocidos para dar mayor realismo a la narración, cumple en general con buena nota.
Juegos prohibidos es una de las joyas del cine europeo de la posguerra, por su realismo, por la sensibilidad con la que se retrata el mundo de la infancia, por su fabulosa música, y porque sigue siendo una película magistral de un director que aquí hizo un trabajo casi perfecto.