LA CABINA. 1972. 35´. Color.
Dirección: Antonio Mercero; Guión: Antonio Mercero y José Luis Garci, basado en un argumento de Antonio Mercero; Dirección de fotografía: Federico G. Larraya; Montaje: Javier Morán; Música: Miscelánea. Piezas de Carl Orff, etc.; Decorados: Francisco Sanz; Producción: José Salcedo, para Radio Televisión Española (España).
Intérpretes: José Luis López Vázquez (Hombre de la cabina); Agustín González (Hombre en la segunda cabina); Goyo Lebrero (Jefe de bomberos); Tito García (Señor corpulento); Carmen Martínez Sierra, Carmen Luján, María Vico, José Montijano, Felipe Martín Puerta, Blaki, Antonio Moreno, Brandy.
Sinopsis: Durante una mañana cualquiera en Madrid, un hombre se queda atrapado en una cabina telefónica que unos operarios acaban de instalar.
Director curtido en el mundo de la televisión, en el que logró sus mayores éxitos, Antonio Mercero logró un reconocimiento masivo gracias a La cabina, mediometraje que se convirtió en la primera, y todavía única, producción española en llevarse un Emmy. Con un guión coescrito junto a José Luis Garci, Mercero urdió una obra icónica, que permanece como símbolo del terror cotidiano. El film consigue llegar a la profundidad desde la sencillez, arrastrando al espectador hacia el drama a partir de un incidente en apariencia nimio, y por ello no sólo forma parte de la mitología audiovisual española, sino que fue reconocido, e imitado, en multitud de países.
Hoy en día no existen ya las cabinas telefónicas, pero es preciso recordar que, no hace tanto tiempo, la gente se encerraba en esos habitáculos para comunicarse a distancia con quien fuese menester. Estos símbolos del mobiliario urbano encierran multitud de historias, pero Mercero ha conseguido que ese objeto se asocie de forma indisoluble a la suya. Puedo confirmar que, muchos años después del estreno de esta película, seguía siendo habitual que las personas no cerraran del todo la cabina que iban a utilizar, no fuera a sucederles lo mismo que al protagonista de esta historia, un hombre cualquiera que, después de dejar a su hijo en el autocar que ha de llevarle a la escuela, entra en una cabina recién instalada para llamar por teléfono. Antes de eso, un plano cenital nos muestra cómo, en un parque madrileño desierto a primera hora de la mañana, unos operarios vestidos de verde instalan el artilugio, de un llamativo color rojo, dejando entreabierto el acceso. En cuanto el hombre entra a telefonear, la puerta se cierra. El protagonista comprueba, primero, que el teléfono no funciona y, acto seguido, que se ha quedado atrapado dentro. A partir de ese momento, no volveremos a escuchar la voz de ese hombre, a quien unos pocos intentan, sin éxito, ayudar a salir de su encierro, y que, muy a su pesar, sirve de diversión para una jocosa mayoría, que le observa desde el exterior como si fuese un mono de feria. Así, entre chanzas y vanas tentativas de liberación, va pasando la mañana, hasta que se persona en el lugar la autoridad, es decir, los tristemente célebres grises. Pese a sus aires de suficiencia chulesca, su actuación concluye con el mismo ridículo fracaso que los intentos precedentes. El prisionero, cada vez más desesperado, respira cuando llega al parque una cuadrilla de bomberos. Sin embargo, justo cuando uno de ellos se dispone a reventar el techo del habitáculo con un mazo, reaparecen los operarios que instalaron el aparato, que tras una breve conversación con el resto de uniformados, desmontan el artilugio y, con el incrédulo ciudadano en su interior, se lo llevan en su camioneta. Aquí se produce el giro clave de la película, que pasa de ser una comedia costumbrista a algo muy distinto. Se intuye cuando, con la camioneta detenida en un semáforo, el hombre hace un gesto de contrariedad cuando ve a una persona salir de una cabina idéntica a la que le tiene a él encerrado; se sabe al ver que, en otra momentánea parada, justo al lado se detiene otra furgoneta que transporta una cabina con otro hombre atrapado, y se padece cuando, la última vez que el vehículo interrumpe su largo trayecto, una compañía de cómicos observa al protagonista y, en lugar de reírse de él, como han hecho todos con anterioridad, le dirigen miradas compasivas. Entonces, el hombre mira la foto de su familia que guarda en la cartera, recuerda el momento en que se quedó encerrado, y afronta su destino, al que llegará después de atravesar un túnel.
Se han hecho muchas interpretaciones respecto a la simbología de la película. La más socorrida de ellas es que se trata de una metáfora de la dictadura franquista, por entonces en sus últimos y decadentes años, algo que Mercero negó en distintas ocasiones. No creo que La cabina necesite demasiadas segundas lecturas, pero creo que alude a un hecho, tan innegable como inquietante: que vivimos sin saber cuándo y de qué manera hemos de morir. Lo que de verdad aterra de esta obra es su manera de mostrar el miedo que se esconde detrás de lo cotidiano: cuando no nos toca a nosotros, reímos y seguimos adelante sin pensar en ello, pero cuando la rueda del azar saca nuestra carta, aparece la angustia. Mercero maneja a la perfección las estructuras del suspense: al principio, la cámara observa desde muy lejos la instalación de la cabina; después, su visión de esa soleada mañana se alterna entre la divertida curiosidad de quienes observan, el azoramiento del hombre al comprobar que se ha convertido en el hazmerreír del vecindario, y su progresiva inquietud a medida que ve cómo nadie encuentra la manera de sacarle de allí. Los planos generales del público asistente se mezclan con los que reflejan la opresión que siente el hombre atrapado. A partir del giro decisivo, esta mezcla de puntos de vista se decanta de forma clara hacia lo siniestro: más allá de esos jóvenes que se burlan del prisionero y le saludan desde su descapotable, nada divertido veremos ya. La tragedia asoma, la música (cuyo autor desconozco, salvo en lo que respecta a la obra de Carl Orff que ilustra la secuencia final) pasa igualmente de lo costumbrista a lo tenebroso, y el espectador se siente, por un lado, culpable por haber participado de las burlas, pero también asustado porque ese individuo encerrado podría ser él. Y, de hecho, un mal día lo será. Por la forma en que esto se muestra, sólo me cabe decir que el final es una verdadera maravilla, y por ello ha quedado instalado en la memoria colectiva.
Dicen que, al leer el guión, ese estajanovista que fue José Luis López Vázquez se ofreció a protagonizar La cabina incluso en el caso de que no hubiera un céntimo para pagarle. Él era la elección ideal, por su popularidad, porque representaba como nadie al español medio y porque era un actor superlativo que ya había demostrado que su magisterio se extendía también al drama a las órdenes de Carlos Saura o Pedro Olea. El hecho de que este personaje sea uno de los más recordados, si no el que más, de su larga y distinguida carrera, sólo hace que demostrar la excelencia de su trabajo, la fuerza de la película y, por supuesto, el poder de la televisión. López Vázquez se enfrentó a un personaje que debía decirlo todo con la cara y los gestos, y lo convirtió en mítico. El resto de actores ejerce el papel de coro, salvo en lo referente a otro peso pesado de la interpretación patria, Agustín González, que no aparece ni dos minutos en pantalla, pero cuya intervención es clave.
Pues eso, que una de las mejores películas españolas de todos los tiempos es un mediometraje en el que apenas hay diálogos. Todo lo explican la cámara, la música, el entorno y el genio de un actor formidable. Hoy, con los móviles, ya no se utilizan las cabinas (y la gente vive más aislada que nunca, dicho sea de paso), pero una de ellas será recordada para siempre.