THE DEATH OF STALIN. 2017. 105´. Color.
Dirección: Armamdo Ianucci; Guión: Armando Ianucci, Ian Martin y David Schneider, basado en el cómic de Fabien Nury y Thierry Robin. Material adicional escrito por Peter Fellows; Dirección de fotografía: Zac Nicholson; Montaje: Peter Lambert; Música: Christopher Willis; Diseño de producción: Cristina Casali; Dirección artística: David Hindle (Supervisión); Producción: Kevin Loader, Nicolas Duval Adassovsky, Laurent Zeitoun y Yann Zenou, para Quad-Main Journey-Gaumont-France 3 Cinéma-La Compagnie Cinematographique-Panache Productions (Reino Unido-Francia-Bélgica).
Intérpretes: Steve Buscemi (Nikita Kruschev); Simon Russell Beale (Lavrenti Beria); Jeffrey Tambor (Georgi Malenkov); Jason Isaacs (Mariscal Zhukov); Paddy Considine (Andreev); Michael Palin (,Molotov); Olga Kurylenko (Maria Yudina); Andrea Riseborough (Svetlana Stalin); Dermot Crowley (Lazar Kaganovich); Paul Whiteside (Mikoyan); Paul Chahidi (Bulganin); Rupert Friend (Vassili); Diana Quick, Gerald Lepkowski, Tom Brooke, Adrian McLoughlin, Paul Ready, June Watson.
Sinopsis: En el año 1953, el dictador soviético Josif Stalin sufre una hemorragia cerebral y muere. Con ello se inicia una cruenta lucha sucesoria.
Si bien existe un consenso generalizado en cuanto a que la televisión es el medio en el que su talento ha dado lo mejor de sí, Armando Ianucci, escocés de notorio origen italiano, ha dirigido algunos largometrajes, el segundo de los cuales, La muerte de Stalin, incide en la sátira política constante en este director, pero trasladándola a la Unión Soviética de los primeros años de la Guerra Fría, marcados por la represión y el terror que imponía el régimen comunista. La película fue, en general, bien recibida, si exceptuamos lógicamente a Rusia, país particularmente reacio a reírse de sí mismo y al que, por otra parte, le asiste el derecho a cuestionarse si otras potencias, que también tienen lo suyo, deben caricaturizar episodios que segaron tantas vidas. Polémicas al margen, las críticas favorables superaron con amplitud a las adversas, y premiaron una película quizá poco valiente, pero ingeniosa y bien ejecutada.
El guión de La muerte de Stalin se basa en una novela gráfica obra de Fabien Nury y Thierry Robin. Desconozco cuánto hay del cómic en la película, y también cuanto hay de realidad en los hechos narrados, aun sabiendo que en la alta política, y más en un régimen tiránico, el día a día tiene bastante más de grotesco que de solemne, por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario. Sea en Rusia, en Inglaterra o en Finlandia (de España o Italia mejor no hablamos). La última fase de la dictadura estalinista se caracterizó por un aumento de la paranoia oficial que multiplicó las denuncias, los arrestos y las ejecuciones, que por otra parte siempre habían formado parte del paisaje habitual en la Unión Soviética liderada por el georgiano Josif Vissariónovich Dzhugashvili. Dado que la salud del líder se había deteriorado sobremanera a partir de 1950, su círculo más próximo se afanaba, por un lado, en sobrevivir al sanguinario dictador de cuya voluntad dependían sus vidas, y desde luego por colocarse en un buen lugar de cara a su sucesión, puesto para el que había sido designado Georgi Malenkov, pero al que aspiraban otras luminarias del régimen, empezando por la mano derecha de Stalin, el jefe de la policía política, y también georgiano de origen, Lavrenti Beria, uno de los más eficaces luchadores contra la explosión demográfica que el mundo haya conocido. Ianucci describe esa realidad acentuando al máximo su lado más estrambótico, aunque hay que decir que en otras obras ha exhibido mayor conocimiento de las interioridades políticas británicas o estadounidenses del que hace gala aquí de las rusas, y que aplica a su sátira un tono tan negro que corre el riesgo de que el público no reconozca el humor en absoluto. Se recoge, eso sí, la versión oficial del fallecimiento de Stalin, causado por un accidente cerebrovascular que no pudo ser correctamente atendido a causa de la purga de médicos judíos que el dictador había organizado poco antes a instancias de la doctora bielorrusa Lidia Timoshuk. Es importante subrayar que los adláteres del dictador, tan sumisos y serviles cuando este agarraba el bastón de mando con puño de acero, ni le admiran ni le respetan: sólo le temen, y para todos ellos la muerte del tirano supondría un alivio, además de una vía de acceso hacia la cúspide. De este círculo, Beria es el brazo ejecutor, que posee información comprometida de todo el mundo y controla las fuerzas de seguridad; Kruschev, un tipo enérgico que se maneja con habilidad en la ciénaga del poder y cuenta con la complicidad de Zhukov, el arrogante héroe de la Segunda Guerra Mundial; Molotov, una reliquia del pasado que ha perdido influencia y cuyo nombre, de hecho, figura en las listas de la siguiente purga, y Malenkov, el sucesor designado, un hombre débil y acomplejado. En mitad de este circo están los hijos de Stalin, Vassili, un oficial alcohólico, y Svetlana, una mujer lúcida cuya simpatía buscan todos debido a la ascendencia que tiene sobre su progenitor. Ianucci dibuja este cuadro con trazo grueso, acentuando lo absurdo incluso al reflejar la facilidad de unos y otros para llenar cementerios. Falta matiz, pero hay mucho ingenio, y no es descartable que la realidad del momento fuese tan prosaica como se describe en la película. Pueden verse rasgos de humor puro, casi todos relacionados con el personaje de Vassili (el mejor, el desfile aéreo que hace inaudible su discurso en memoria de su padre), pero prima lo negro en la descripción de los mecanismos del poder absoluto, patentes ya desde la introducción, que utiliza un episodio probablemente apócrifo, y en todo caso acaecido varios años antes de lo que aquí se nos muestra (la movilización que se organiza para que Stalin tenga la copia de un concierto ofrecido por la pianista Maria Yudina -a quien se atribuye una hostilidad al régimen que, al menos en público, jamás mostró, aunque sí sufrió represalias por la lealtad a su fe de cristiana conversa- que no había sido grabado) para enseñarnos lo mucho que el miedo puede hacer por la laboriosidad.
Formalmente, diría que la película es bastante televisiva, con pocas concesiones a la grandeza (estamos hablando, al fin y al cabo, de un imperio), al margen de la secuencia de los funerales en la Plaza Roja. La pomposidad de los palacios está ahí, aunque en versión proletaria, pero Ianucci se centra en una puesta en escena de espacios reducidos y muchos primeros planos, en la que muestra soltura pero que, para las audiencias exigentes, puede quedarse corta. La solemnidad, que aquí se utiliza para acentuar el contraste con lo grotesco del conjunto, la ponen las piezas de Mozart y Tchaikovski que acompañan unas escenas muy bien ensambladas, seguramente el aspecto técnico más sobresaliente de la película.
Muchas veces, donde no llega el guión, lo hacen los actores, siempre que estos sean de calidad. Es lo que sucede en La muerte de Stalin, en cuyo libreto faltan las dosis de ironía que sí son capaces de insuflarle algunos de los intérpretes, caso de Steve Buscemi, un Nikita Kruschev que nos convence de que, para llevarse el premio gordo, es necesaria una mezcla de diplomacia, energía, carácter despiadado y buena fortuna. Con todo, el mejor del reparto es un grande de la interpretación como Simon Russell Beale, que dota de humanidad a ese conspirador carnicero que fue Lavrenti Beria. Jeffrey Tambor, por entonces en un gran momento luego interrumpido por las antorchas del Me Too, también se luce en la piel del pusilánime Malenkov, mientras que Michael Palin interpreta a Michael Palin haciendo de Molotov. Por su parte, Olga Kurylenko cumple sin brillar como Maria Yudina, y Rupert Friend está ridículamente divertido como Vassili. Otro de los puntos fuertes del film a nivel interpretativo es la actuación de Andrea Riseborough en el papel de Svetlana. Por su parte, Jason Isaacs se resiente del hecho de que su personaje sea poco más que una caricatura.
A Armando Ianucci le hubiera venido bien, según creo, utilizar las virtudes de la ironía en vez de pergeñar una sátira tan cargada de tintas que muchas veces impide que el humor aflore. Esto lastra las numerosas virtudes de La muerte de Stalin, que creo que hubiese dado para una ópera bufa magistral, que el director desaprovecha en parte por una mezcla de géneros poco equilibrada. Ojo, hablamos de una buena película, brillante a ratos, pero que como drama puro o como decidido esperpento humorístico hubiese dado mejores resultados. Ah, y el maquillaje de Stalin tampoco es glorioso.