LA VIDA EN UN HILO. 1945. 91´. B/N.
Dirección: Edgar Neville; Guión: Edgar Neville; Dirección de fotografía: Enrique Barreyre González; Montaje: Mariano Pombo; Música: José Muñoz Molleda; Diseño de producción: José María García Briz; Producción: Edgar Neville, para Producciones Edgar Neville- Exclusivas Salete Jimeno (España)
Intérpretes: Conchita Montes (Mercedes); Guillermo Marín (Ramón); Rafael Durán (Miguel); Julia Lajos (Madame Dupont); María Bru (Doña Encarnación); Alicia Romay (Isabel); Eloísa Muro (Doña Purificación); Juanita Mansó (Escolástica); Julia Pachelo, Joaquina Maroto, María Saco, Joaquín Roa, Manuel París, Kurt Dogan.
Sinopsis: Una mujer que acaba de enviudar comparte vagón de tren con una artista circense, que tiene la capacidad de ver las vidas posibles de cada cual. Durante el viaje, ambas conversan sobre cómo podría haber sido la existencia de la primera de haberse casado con otro hombre, con el que coincidió por casualidad el mismo día en que conoció a su difunto marido.
En mitad de un panorama desolador, y por supuesto no me refiero sólo a la cinematografía, algunos artistas aportaron un toque de distinción a la miserable España de la posguerra. En el cine, ese honor le corresponde principalmente a Edgar Neville, quien, poco después del estreno de la magistral La torre de los siete jorobados, filmó la que tal vez sea su mejor comedia, La vida en un hilo, film emblemático, e imitado a más no poder, que con posterioridad fue convertido en pieza teatral por su propio creador. Sin duda, se trata de una película fundamental del cine español, que alberga las mejores cualidades de Neville como cineasta y que nadie, hasta el advenimiento de Berlanga, logró igualar en cuanto a gracia y calidad.
En un momento en el que la edad de oro de la comedia estadounidense empezaba a quedar atrás, Neville tuvo la virtud de rescatar, dentro de los límites que imponía la férrea censura de la época, lo mejor del género, hasta el punto de que La vida en un hilo se puede codear con lo que por entonces hacían Lubitsch o Preston Sturges. La premisa, de por sí muy atractiva, consiste en explorar una cuestión a la que creo que ningún ser humano es capaz de sustraerse, la de cómo hubiese sido su vida en caso de haber tomado algunas decisiones trascendentales de un modo distinto. Esto, que es un campo abonado a la autocompasión, lo convierte Neville en una defensa del lado más lúdico de la vida y de los placeres que en él se contienen. La protagonista es una joven viuda, Mercedes, que regresa a Madrid para recuperar su existencia anterior a un matrimonio plácido, pero que la hizo infeliz. En el ferrocarril, Mercedes coincide con Madame Dupont, una pintoresca artista que viaja con sus patos amaestrados y posee la capacidad, no de adivinar el porvenir, sino de ver cómo pudo haber sido la vida de los demás. En el caso de Mercedes, la conclusión es clara: la decisión más trascendental de su vida la tomó un día cualquiera, en una floristería a la que entró, de la misma forma en que podría haber pasado de largo, una tarde en la que llovía con intensidad sobre Madrid. En la tienda se hallaban dos hombres, que al salir se ofrecieron a llevar a la joven hasta su domicilio. Ella rechazó cortésmente la gentileza del primero, y más tarde aceptó la del segundo, que acabó convirtiéndose en su esposo. Ese matrimonio llevó a Mercedes a un doble destierro: el de su ciudad, pues tuvo que mudarse a una capital de provincias del norte, y el de su alegría, porque Ramón, su marido, era un hombre bueno y trabajador, pero aburrido en la conversación (y, podemos deducirlo, en la cama), que pocas veces va más allá de su trabajo como ingeniero o del chismorreo intrascendente, carente de gracia y sometido a las convenciones de una burguesía moralmente rígida a la que Neville satiriza a conciencia ya desde el principio, cuando una de esas damas de la alta sociedad ve pasar a Madame Dupont por el andén de la estación y comenta con desprecio: «Debe de ser una cómica». La peculiar vidente concluye que la vida de Mercedes hubiera sido mucho más feliz de haber aceptado la compañía del otro hombre, un escultor lleno de ingenio que sabe que a uno no van a enterrarle con el dinero que no fue capaz de disfrutar en vida. En lugar de una mustia existencia al lado de un hombre muy soso y rendido al poder de unas damas (sólo hay que leer sus nombres para comprobar que Neville sería un señor muy de derechas, pero al que le repugnaba esa moralina nacional-católica que halla el mal en todo asomo de goce ajeno) que son algo así como unas Proto-Súpertacañonas dedicadas a malhablar de todo el que no se ajusta a sus cánones y a imponer su voluntad incluso en los detalles más nimios, como la decoración del hogar conyugal de Ramón y Mercedes, esta mujer hubiera podido quedarse en Madrid y ser dichosa junto a un hombre que no sólo la quiere, sino que también la halaga (Ramón, en cambio, tenía el tacto de un hipopótamo) y la divierte. Pero la vida, ya se sabe, es como es.
La vida en un hilo es la película más femenina de Neville, porque en ella tienen cabida las frustraciones de las mujeres que, amén de lidiar con sus propias decisiones erróneas, deben hacerlo con el lugar social que se les ha asignado. Las Mercedes de entonces no eran libres, ni podían serlo: si, además, ligaban su existencia al marido equivocado, su desazón era doble, y no quedaba otra que soportarla con estoicismo. El tema principal, no obstante, es la enorme importancia del azar en nuestro deambular por el mundo, una cuestión decisiva en la vida y que, en el cine, han hecho objeto de sus filmes desde el mencionado Lubitsch hasta Woody Allen, por citar a dos comediantes excepcionales de distintas épocas. La película es, en muchos sentidos, un relato amargo, pero Neville se decanta al final por el optimismo y le da al libreto una forma de cuento en el que la vida real y la posible llegan a entrecruzarse con resultados más que brillantes, y desde luego más próximos a la sonrisa. Antes, eso sí, Mercedes debe liberarse, y lo hace en el tren, con la ayuda de Madame Dupont, arrojando por la ventana el horrendo reloj que le regalaron a su difunto marido sus compañeros de facultad, un objeto del que siempre quiso, y no pudo, deshacerse. Es a partir de ese momento cuando puede aparecer la magia y, lo que pudo haber sido, tal vez llegue a ocurrir.
Neville, que como de costumbre contó con un presupuesto limitado y que, de todas maneras, siempre dio prioridad al fondo frente a la forma, filma con agilidad y sin artificios, dejando siempre claro a qué personajes ama y a quiénes odia (de ahí el empeño en subrayar la zafiedad disfrazada de distinción de la vivienda conyugal de Ramón y Mercedes, y en general de la burguesía provinciana). Se rodea del mismo equipo que en su película anterior, y los resultados son igualmente notables. Lo importante es el guión, qué duda cabe, pero el montaje es perfecto a la hora de enmarcar una acción salpicada de saltos en el tiempo, en la que el mundo real y el posible caminan en paralelo hasta que, en cierto momento, llegan a converger.
Que Conchita Montes era más que la querida del jefe ya estaba claro con anterioridad, pero La vida en un hilo, su tercer trabajo como actriz a las órdenes de Edgar Neville, lo confirma. Ella no era una actriz de raza, pero poseía belleza, gracia y desparpajo, cualidades imprescindibles para abordar el personaje de Mercedes. Sólo su cara, mezcla de horror estético y hastío, cuando escucha en la fiesta a esos niños que creen cantar y sólo berrean, ya es digna de elogio. Guillermo Marín, que por entonces daba sus primeros pasos importantes en el cine, lidia con solvencia con el personaje masculino menos agradecido, mientras que Rafael Durán da con el tono adecuado, extrovertido y bohemio, de un rol con el que es evidente que Neville se identifica muchísimo. Por su parte, Julia Lajos, asidua en la obra del director, está francamente divertida. De las actrices que dan vida a las cacatúas de provincias, la mejor es, a mi juicio, la veterana Juanita Mansó, que ya aparecía en la versión, casi íntegramente perdida, que Neville rodó de El malvado Carabel antes de la Guerra Civil.
Una de las grandes comedias españolas, que se anticipó a su tiempo y figura entre lo mejor de un cineasta con estilo, que se encontraba en la mejor etapa de su carrera.