TODOS SOMOS NECESARIOS. 1956. 82´. B/N.
Dirección: José Antonio Nieves Conde; Guión: Faustino González Aller y José Antonio Nieves Conde; Dirección de fotografía: Francisco Sempere; Montaje: Margarita de Ochoa; Música: Miguel Asíns Arbó; Decorados: Enrique Alarcón; Producción: Francisco Escobar, para Sagittario Film-Yago Films (España-Italia).
Intérpretes: Alberto Closas (Julián Martínez); Folco Lulli (Iniesta); Ferdinand Anton (Nicolás); Rolf Wanka (Alberola); Albert Hehn (Sacerdote); Lila Baarova (Laura); Josefin Kipper (Elena); Mirella Uberti (Alicia); José Marco Davó (Campesino); Rafael Durán (Ricardo Espinosa); Manuel de Juan (Jefe de estación); Rainer Penkert (Policía); José Sepúlveda, Manuel Alexandre, José Prada, Francisco Bernal, Leopoldo Trieste, Josefina Serratosa, Rafaela Aparicio, José Calvo, Roberto Camardiel.
Sinopsis: Tres hombres, recién salidos de la cárcel, toman un tren que se ve obligado a detenerse en mitad de su trayecto a causa de una intensa nevada.
Inmerso en su etapa más prolífica como cineasta, y poco después de rodar la que para muchos es la joya más desconocida del cine español, Los peces rojos, José Antonio Nieves Conde estrenó Todos somos necesarios, un drama sobre la redención que se centra en lo que sucede durante las primeras horas de libertad de un trío de ex-presidiarios. El film, una coproducción hispano-italiana con reparto y ambiciones internacionales, tuvo una buena acogida en España, con diversos premios en el festival de San Sebastián, e incrementó el prestigio de un director bastante olvidado en nuestros tiempos, pero que en la época era uno de los nombres importantes del cine español.
Nieves Conde era, en lo cinematográfico, mucho menos nacionalista español que en lo ideológico, y en su obra las huellas del cine negro estadounidense y del Neorrealismo italiano son profundas. Así ocurre también en Todos somos necesarios: su temática carcelaria y el escenario en el que tiene lugar casi toda la acción, un tren, remiten al drama criminal realizado al otro lado del Atlántico, mientras que otros factores, como el deseo de ofrecer un completo retrato social de la época, o el hecho de que ese tren fuera un vehículo real, proporcionado por RENFE, y no una reproducción construida expresamente para la película, entroncan con la voluntad naturalista propia del cine transalpino de posguerra. A partir de estas premisas, el director pretende elaborar una fábula moral sobre la dignidad humana escogiendo como protagonistas a tres hombres que abandonan la cárcel simultáneamente. Se trata de un cirujano condenado por una negligencia en el ejercicio de su profesión, de un funcionario que cometió una estafa para conseguir el dinero necesario para poder casarse con su esposa, y de un ladrón reincidente. Los tres cantan alegres el himno del penal mientras caminan a través del paisaje nevado que les lleva a la estación, donde esperan coger el tren que les llevará a la ciudad y también, con suerte, a dejar atrás lo vivido durante los años de condena. No tardan en comprobar, como ya sabe el miembro del trío que ya ha salido otras veces de la cárcel, que el estigma social que llevan consigo quienes han pasado por la prisión no se borra nunca. El jefe de estación ya les muestra su desprecio nada más verles, el reencuentro del antiguo funcionario con su esposa es más bien agrio, y los pasajeros del ferrocarril les colocan frente a lo que se van a encontrar a partir de ese momento, poniendo todo tipo de obstáculos para compartir vagón con esos apestados. El único refugio para hacer menos fastidioso el trayecto es el coche-restaurante, donde tampoco podrán librarse del escrutinio de los viajeros, pero pueden tener cerveza y coñac a discreción para combatirlo. Fuera, una intensa nevada amenaza con interrumpir el tráfico ferroviario, lo que al final sucede. Un niño enfermo, hijo de un hombre de negocios que ha ignorado la dolencia de su vástago para no alterar su plan de pasar los días siguientes en compañía de su secretaria y amante, empeora de tal modo que se hace imprescindible operarle en el mismo tren. Entonces, todos miran al antiguo cirujano, que se niega a hacer la intervención corroído por el rencor que siente hacia una sociedad que le negó todo apoyo cuando fue procesado.
En la película se hace un retrato más bien duro de la sociedad española de los años 50, a la que se presenta como hipócrita, prejuiciosa, corroída por el materialismo y muy dada a juzgar con severidad los pecados ajenos y a correr un tupido velo sobre los propios. En resumen, que este país ha cambiado mucho más su apariencia que su esencia a lo largo de todos estos años. Nieves Conde muestra una mayor simpatía hacia los condenados, ninguno de los cuales es un miserable, que respecto a muchos de los viajeros, que se visten con el traje de la moral para disimular sus miserias y cambian de opinión como de calcetines. El contraste entre los caracteres del cirujano y el empresario muestra que hasta para ser un despojo moral hay que tener aptitudes. Para el director, que coescribió el libreto junto a Faustino González Aller, el problema no son tanto quienes están entre rejas, sino la sociedad que han construido los que están en libertad, algunos de los cuales, en justicia, deberían estar también encerrados. En la línea de Surcos, se percibe un desencanto con la evolución del régimen al que tanto se apoyó. Desconozco si la intención de Nieves Conde era que uno de los presos lo fuese por motivos políticos, porque de lo que va la cosa es de redención y, por ende, de reconciliación, pero estoy seguro de que, en tal caso, la película no habría llegado a hacerse. Eso sí, la benevolencia con la que se dibuja el perfil del sacerdote fue, a buen seguro, muy del agrado de la censura eclesiástica.
Curtido en el oficio a las órdenes de Rafael Gil, que lo conocía muy bien, Nieves Conde se muestra muy solvente tras la cámara, moviéndola con mucha soltura en el estrecho margen que otorga un ferrocarril atestado de personajes. A destacar la excelente fotografía en blanco y negro de Francisco Sempere, presente en algunas de las mejores películas del cine español, que se luce especialmente en las secuencias del viaje de Iniesta entre la tormenta de nieve. Es cierto que el uso ocasional de maquetas desluce un tanto el resultado visual del conjunto, pero también que el director muestra tener muy claro lo que quería hacer (la puesta en escena se caracteriza por su concisión, y la cámara nunca parece un aparatoso estorbo, sino que se mueve a través de vagones y pasillos con la agilidad de cualquier pasajero, lo cual es sin duda producto de una buena planificación), y poseer la capacidad para llevarlo a cabo con medios ajustados que pocas veces lo parecen. La música no pasa de correcta, pero acompaña la acción sin chirriar ni pretender un protagonismo excesivo.
En el reparto, internacional, sorprende la importante presencia de intérpretes centroeuropeos tratándose de una coproducción entre países latinos. Sobresalen, eso sí, un español medio argentino, y un italiano. Alberto Closas, que acababa de mostrar todas sus cualidades en la magnífica Muerte de un ciclista, aporta su elegancia natural y, a la vez, logra comunicar el intenso resentimiento que mueve, o mejor dicho paraliza, a su personaje. Folco Lulli está intenso y conmovedor en la piel del ladrón reincidente, un tipo bonachón y alcohólico para el que no existe otra forma de vida que el robo, pero que es capaz de sacrificarse por el bien común de un modo, como todo él, excesivo. Ferdinand Anton es, con diferencia, el eslabón más flojo del trío protagonista. Mejor está Rolf Wanka en un rol, el de mercader sin escrúpulos, que sirve al director para volcar en él su diatriba contra el materialismo. Albert Helm, como beatífico sacerdote, y Lila Baarova, como mujer abnegada, cumplen en un reparto en el que brillan José Sepúlveda, que interpreta al maquinista, Rafael Durán y un Manuel Alexandre que borda la única secuencia en la que interviene. La presencia de Rafaela Aparicio es, en cambio, testimonial.
Notable película de un director con diversas obras a recuperar, Todos somos necesarios es un poderoso drama sobre la hipocresía social y las segundas oportunidades que puede contarse entre los trabajos más distinguidos de un José Antonio Nieves Conde en su mejor época creativa.