PHANTOM THREAD. 2017. 127´. Color.
Dirección: Paul Thomas Anderson; Guión: Paul Thomas Anderson; Dirección de fotografía: Paul Thomas Anderson; Montaje: Dylan Tichenor; Música: Jonny Greenwood; Diseño de producción: Mark Tildesley; Dirección artística: Dennis Schnegg (Supervisión); Diseño de vestuario: Mark Bridges; Producción: JoAnne Sellar, , Megan Ellison, Daniel Lupi y Paul Thomas Anderson, para Ghoulardi Film Company-Annapurna Pictures- JoAnne Sellar Productions-Focus Features (EE.UU.).
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Reynolds Woodcock); Vicky Krieps (Alma); Lesley Manville (Cyril); Brian Gleeson (Dr. Hardy); Harriet Leitch (Pippa); Camilla Rutherford (Johanna); Gina McKee (Henrietta Harding); Harriet Sansom Harris (Barbara Rose); Jane Perry (Sra. Vaughan); Joan Brown, Silas Carson, Lujza Richter, Emma Clandon, Julia Davis.
Sinopsis: En el Londres de posguerra, un obsesivo y exitoso diseñador conoce a una joven camarera, a la que convertirá en su musa y amante.
Dedicado a la realización de videoclips y documentales musicales desde el estreno de Puro vicio, Paul Thomas Anderson regresó al largometraje con una película que supuso un giro respecto a su trayectoria anterior: por segunda vez, su cine viaja hasta una época que no vivió, tal como hizo en su anterior colaboración con Daniel Day-Lewis, Pozos de ambición; lo más relevante es, sin embargo, que, además de esa circunstancia, Anderson ubica el relato fuera de su país natal, hecho sin precedentes en su carrera. He leído por ahí, y lo comparto, que El hilo invisible es una película demasiado buena, demasiado profunda y demasiado personal para estos tiempos de prisas, superficialidad y búsqueda de la satisfacción inmediata. Eso sí, el film produjo beneficios, fue declarado el tercero mejor del año según Cahiers du Cinéma y ganó numerosos premios, aunque en la ceremonia de los Óscar debió conformarse con el galardón al mejor vestuario, sin que dieran fruto las otras cinco nominaciones recibidas. Con todo, lo que encuentro casi delictivo es que El hilo invisible no figurara entre las candidatas a mejor guión original.
Fácilmente etiquetable a primera vista como drama romántico, el film es mucho menos ambas cosas de lo que parece. Hay demasiada ironía, y también demasiado cinismo, para que podamos clasificar sin error esta obra dentro del género al que en principio pertenece. A Anderson siempre le ha interesado lo que hay más allá de las apariencias, y posiblemente por ello sitúa el relato en un mundo tan escenificado como el de la alta sociedad británica. No escoge, eso sí, como protagonista de su obra a un miembro de esa clase, sino a un profesional a su servicio, Reynolds Woodcock, un modisto, ya en edad madura, que viste a la aristocracia londinense e incluso recibe encargos de la realeza europea. Soltero empedernido, Woodcock vive completamente dedicado a su trabajo, rodeado por su hermana, figura omnipresente que gobierna la casa mientras el genio crea, y por su grupo de modelos y asistentas. Es importante señalar que este hombre no se relaciona con personas de su mismo sexo, sino que su microcosmos se compone en exclusiva de mujeres. Esto es así desde la infancia, marcada por la figura del padre ausente y la ubicua presencia de una madre tiránica, que fue de quien Woodcock aprendió todo sobre su oficio. El modisto es un ser frío y metódico que responde a la perfección al prototipo del genio caprichoso. En ese universo, estricto hasta el más mínimo detalle, aparece Alma, una camarera de cuyo pasado nada sabremos. Ella llama desde el principio la atención de Reynolds, para quien acaba ejerciendo el triple papel de sirvienta, musa y amante. Vemos cómo el modisto aprecia en ella sus formas, no especialmente ideales, su naturalidad y su buena memoria, antes de iniciar con ella una relación que en adelante habrá de marcar el resto de su existencia. En contra de lo que pueda parecer, la hermana de Woodcock no siente animadversión hacia la recién llegada, porque su papel es otro, y permanece intocable.
Ya desde las primeras escenas, Paul Thomas Anderson demuestra por qué es uno de los (pocos) grandes directores de nuestro tiempo: el modo en el que retrata la rutina de la casa-taller de Woodcock impresiona por su elegancia y detallismo, logrando momentos tan sublimes como el logrado en el travelling que sigue desde la planta baja el deambular de las asistentas por las escaleras y llega hasta el techo del edificio. Más allá de la forma, el director busca definir el perfil psicológico del obsesivo protagonista masculino, porque en él está la clave para comprender todo lo que va a suceder en cuanto Alma, de un modo al principio silencioso y siempre constante, emprenda la labor de alterarlo. A Anderson le importa mostrar cómo una relación de dependencia en una sola dirección se convierte en mutua necesidad: el modo que tiene Alma de conseguirlo denota el espíritu perverso de un director demasiado inteligente como para exhibir la naturaleza humana con caracteres simples. La joven empieza a ganarse a Woodcock de un modo en el que jamás lo ha hecho ninguna otra mujer ajena a su familia: empujando al modisto a rebelarse contra la vulgaridad de una de sus mecenas, Barbara Rose, una individua oronda y borracha a la que ambos despojan del vestido que con tanto esmero ha creado Reynolds para el día de su boda. Ahí, el hombre agradece a su musa que le empuje a hacerse valer frente a quienes le pagan, y muy bien. En adelante, sin embargo, los deseos renovadores de Alma chocarán con la rigidez de Woodcock, quien, como suele suceder con las personas en verdad inteligentes, es hombre reacio a los cambios. Alma sabe que la cuerda siempre ha de romperse por el lado más débil, así que encuentra la manera para que ese lado no sea, como indica la lógica, el suyo propio. Todo el mundo, incluso los seres más independientes, necesita a alguien: sólo es preciso que se den para ello las circunstancias precisas. Al final, Reynolds comprende, y asume, porque la vulnerabilidad nos devuelve a la infancia que él tanto añora.
Cineasta total, Anderson se encarga también de la fotografía, iluminando de manera preciosista un conjunto que brilla por su distinción, adoptando un tono más recargado en determinadas secuencias que buscan subrayar la ampulosa vacuidad de las clases altas, en especial la de la fiesta de Nochevieja a la que Alma acude sin Reynolds. La forma de retratar tanto el interior de la casa de campo del modisto como sus alrededores no desmerece a los camarógrafos más notables. Igualmente, la ejecución de la escena cumbre («kiss me, my girl, before I´m sick») es un prodigio de contar historias con la imagen, eso que solía llamarse cine. No se queda atrás la manera en la que se subraya la trascendencia de la aparición fantasmal (a veces, las películas se llaman como se llaman por algo) de la madre de Woodcock cuando el diseñador se halla enfermo. Nada da la impresión de estar hecho al azar, o por capricho. Cierto es que, en conjunto, la película resulta fría, y que al principio, más allá del virtuosismo visual desplegado por el director, le cueste arrancar en lo narrativo, pero lo que vemos después lo compensa con creces. Como un buen traje, El hilo invisible requiere tiempo y reflexión por parte del espectador, pero Anderson consigue ir tan más allá de la elegancia estética de su obra, otorgando a sus personajes una profundidad psicológica rara de ver en el cine de hoy, que la inversión es claramente beneficiosa. No me olvido de que el ya cincuentón (cómo pasa el tiempo) Jonny Greenwood realiza la banda sonora más clásica, y seguramente también la mejor, de cuantas ha compuesto para la gran pantalla. Por si esto fuera poco, aparece también el excelso piano de Oscar Peterson en algunas escenas muy bien seleccionadas, por lo que el aspecto musical está tan logrado como acostumbra en los films de un cineasta tan apasionado de este arte, aunque quizá de un modo más sereno que en sus trabajos precedentes. En cierto modo, El hilo invisible viene a ser La edad de la inocencia de Anderson, por lo que supone como ruptura en su trayectoria y por varias de sus claves, aunque es preciso subrayar que, a diferencia de lo que sucede con Scorsese, Paul Thomas Anderson trabaja sobre material literario original y que los efectos nocivos de los convencionalismos sociales, que en el film del director italoamericano eran el tema principal, quedan en segundo plano frente a la idea de que lo que pasa en una alcoba difícilmente puede ser comprendido por quienes se encuentran fuera de ella.
Otro nexo en común entre ambas películas es el protagonismo de Daniel Day-Lewis, actor tan obsesivo como el personaje que interpreta y que sólo concede importancia a la calidad de los proyectos que le ofrecen. El londinense, que esta vez no ganó el Óscar como sí lo hizo en su colaboración precedente con Anderson, no puede estar mejor en la piel de un personaje, al parecer inspirado en Cristóbal Balenciaga, detallista hasta el extremo. Day-Lewis muestra de un modo perfecto la progresiva zozobra de ese hombre de temperamento infantil frente a esos cambios que son vértigo y amenaza. La poco conocida actriz luxemburguesa Vicky Krieps fue la sorprendente elección de Anderson para el papel de Alma, y la verdad es que, más allá de uno hubiese querido ver ahí a Amy Adams o Rosamund Pike, lo cierto es que no resulta arrollada por el torrente interpretativo de su compañero, lo cual es decir bastante a su favor. Ello no obsta para añadir que creo que Krieps tampoco llega a la tremenda altura de Lesley Manville, que interpreta a esa hierática mujer que tanto recuerda a su madre y que da verdadero miedo cuando le explica a su hermano en la ficción que sucederá si decide enfrentarse a ella. La labor del resto del elenco está al nivel requerido, destacando Harriet Sansom Harris y Camilla Rutherford, si bien los roles secundarios son episódicos y de relevancia limitada, excepto en lo que se refiere a un muy correcto Brian Gleeson, que interpreta a un joven médico que se convierte en el confidente de Alma (tampoco es detalle baladí que ella necesite explicarle a alguien los detalles de su vida con Woodcock):
Tratándose de Paul Thomas Anderson, hay que decir que El hilo invisible es otro ejercicio de magisterio cinematográfico. Quizá no el mejor, pero sí uno muy arriesgado en el que, como suele, este soberbio director, cuyas obras sí pueden llamarse arte sin que nadie se sonroje, vuelve a caer de pie.