LA BUENA ESTRELLA. 1997. 98´. Color.
Dirección: Ricardo Franco; Guión: Ricardo Franco y Ángeles González Sinde, basado en un argumento de Pedro Costa, Álvaro del Amo y Carlos Pérez Merinero; Dirección de fotografía: Tote Trenas; Montaje: Esperanza Cobos; Música: Eva Gancedo; Dirección artística: Juan Botella; Producción: Pedro Costa y Enrique Cerezo, para Pedro Costa Producciones Cinematográficas-Enrique Cerezo Producciones Cinematográficas-GA&A Productions-Mat Films (España-Francia-Italia).
Intérpretes: Antonio Resines (Rafael); Maribel Verdú (Marina, La Tuerta); Jordi Mollà (Daniel); Elvira Mínguez (Ana Mari); Ramón Barea (Paco); Clara Sanchís, Andrea Ramírez, Lola Franco, Sonia Cuéllar, Paco Marsó.
Sinopsis: Rafael, un carnicero estéril, recoge a la joven Marina cuando su pareja la está agrediendo en plena calle. Ella, embarazada del hombre que la pegaba, se instala en la casa de su salvador,
Luego de una carrera, a caballo entre el cine y la televisión, sólida pero sin excesivo brillo, Ricardo Franco alcanzó la gloria cuando su salud era ya muy precaria y gracias a La buena estrella, drama triangular, presuntamente basado en hechos reales, que arrasó en la ceremonia de los Goya y queda como una de las grandes películas de una década, la de los 90, que no fue de las mejores que haya vivido el cine español. Son pocos los films memorables que quedan de aquellos años, y todavía menos los que llegaron alto obviando los rasgos comunes del cine patrio, especializado en dramas de autores endiosados, comedias con más o menos gracia, o cine social, subgénero que suele estar más en uso cuando gobierna la derecha propiamente dicha. Incluso la presencia en la producción de Pedro Costa haría pensar en una película heredera de la emblemática serie La huella del crimen, pero lo cierto es que La buena estrella discurre por territorios muy exclusivos: los del desarraigo y el retrato profundo de unos personajes que podríamos encontrar en cualquier rincón de este complicado país nuestro, pero que al tiempo son únicos. Es decir, que a Ricardo Franco bien puede aplicársele eso de que más vale tarde que nunca, porque hizo una película redonda que bien podría, pese a sus virtudes, no haberlo sido.
La película se estructura en tres partes, cada una de ellas dedicada a uno de sus protagonistas, más un prólogo y un epílogo. Al inicio conocemos a Rafael, dueño de una carnicería y persona que sufre un drama, causado por un accidente de trabajo, que afecta a algo tan profundo en la naturaleza de cualquier persona de sexo masculino como es su virilidad. Este personaje ejemplifica eso de que lo que no cambia en lustros lo hace en un día, porque una jornada de tantas, cuando regresa del matadero conduciendo su furgoneta, Rafael ve cómo una mujer está siendo golpeada por un individuo de aspecto siniestro. Contra lo que haríamos casi todos, Rafael se detiene y socorre a la joven, lo que provoca que su agresor huya. Así, el hombre maduro y en buena posición económica, pero más solo que la una, acoge a una muchacha que no sólo tiene los dos pies metidos en el pozo de la marginalidad, sino que está embarazada de quien la maltrata. Juntos, estos dos personajes de los que el diario nunca habla alcanzan lo que les es imposible por separado, en un caso por impedimento físico y, en el otro, por miseria pura: formar una familia. Y es una familia feliz, porque no hay en ella pasión (la mujer sólo siente eso respecto al padre de su hija), pero sí amor. Y así se mantiene todo hasta que, unos años después, reaparece el tercer vértice del triángulo.
La primera parte se centra en la mujer, Marina, que perdió un ojo siendo niña y ha vivido entre orfanatos y barrios marginales. Gracias a Rafael, esta mujer puede tener una vida normal, que ella disfruta y agradece porque eso, que para tantas otras es el colmo de la monotonía, lo vislumbraba como un sueño inalcanzable hasta que entró en escena su salvador, y también porque Rafael es algo que ella no había visto nunca (y los demás, muy poco): un hombre bueno. Sin embargo, Marina mantiene unos lazos indisolubles con quien protagoniza la segunda parte de la historia (al margen de su hija, se entiende): los del amor salvaje y los del desamparo más absoluto, porque durante muchos años sólo se han tenido el uno al otro. Daniel es carne de cañón, alguien abandonado al nacer que ha vivido entre orfanatos, correccionales y cárceles. Bajo sus aires de quinqui criado en la calle, es un ser profundamente desvalido y lleno de heridas de las que nunca sanan del todo. Cuando ve la vida que Marina tiene junto a Rafael, quiere ocupar su sitio, pero lo hace a su modo: al contrario que ella, él no tiene ningún deseo de sentar la cabeza y llevar una existencia hogareña, se deduce que porque ya ha estado demasiado tiempo encerrado contra su voluntad. Sin embargo, Daniel es un hombre embrutecido, más que esencialmente malo, y eso hace que Rafael, más allá de verle como un intruso usurpador, acabe por tenerle cierta simpatía, tal vez porque la falta de testosterona le haga ver las cosas más claras.
Ricardo Franco filma con oficio un guión espléndido, que elabora un complejo retrato de personajes y que rezuma maestría no sólo en los diálogos, sino también en los silencios. La buena estrella es un cuento moral sin moralina, con momentos, concentrados en su tercio final, en verdad conmovedores y muy alejada del esquema del drama triangular al uso. La película posee la rara virtud de mostrar a sus protagonistas con sensibilidad, pero sin esa mirada condescendiente que acostumbran a tener los burgueses desclasados cuando observan el lumpen. En mi opinión, el film sólo se resiente de que su acabado técnico está resuelto con bastante más discreción que el aspecto narrativo, lo que hace que la puesta en escena se vea muy plana comparada con los aspectos puramente dramáticos de la obra. Sí reluce la música de Eva Gancedo, en la que es la mejor banda sonora de su carrera.
Si Ricardo Framco merece parabienes por su labor en esta película, muchos deberían venirle por su dirección de actores, porque ninguno de los miembros del trío protagonista ha estado mejor que en La buena estrella: Antonio Resines, quien por entonces había demostrado sus dotes para el drama más bien a cuentagotas, borda un papel de registro parco, pero emocionalmente intenso. Maribel Verdú, ejemplo de longevidad en un star system patrio del que forma parte casi desde su adolescencia, no es ni la femme fatale ni la masoquista que podría haber estropeado el conjunto, sino una mujer de carne y hueso que ni se resigna al sufrimiento, ni es capaz de renunciar a lo que siente. Pocas veces sus gestos han dicho tanto como en esta película. Por su parte, Jordi Mollà, actor que muchas veces me resulta poco creíble, hace el mejor papel de su carrera en el rol de perro apaleado, porque su personaje es más eso que el violento intruso que viene a enturbiar la paz familiar de sus coprotagonistas, que también. Elvira Mínguez sale poco, pero luce, y Ramón Barea aporta su solvencia característica.
Lo dicho, una de las (pocas) películas fundamentales del cine español de finales de siglo, y seguramente la más bien escrita de todas ellas. La buena estrella, cuyo título es una ironía en sí mismo, es una obra que empieza bien, que gana enteros conforme se desarrolla y que culmina en un final magnífico. Un detalle, para quienes juzgan que es antinatural que alguien acepte convivir con el amante de su mujer: ya hablé antes de la relevancia en esto de la falta de testosterona, pero añado que, aunque es Marina quien habla abiertamente del abandono, este es un término que engloba al trío protagonista en pleno. También, desde luego, a alguien que no vive solo por elección.