VIVIR EN SEVILLA. 1978. 106´. Color.
Dirección: Gonzalo García Pelayo; Guión: Gonzalo García Pelayo, con la colaboración de Javier García Pelayo, Miguel Ángel Iglesias y Adrián Vogel; Dirección de fotografía: José Enrique Izquierdo; Montaje: Gonzalo García Pelayo; Música: Azahar, Benito Moreno, Pablo Guerrero; Producción: Javier García Pelayo, para Za-Cine (España).
Intérpretes: Miguel Ángel Iglesias (Miguel); Ana Bernal (Ana); Lola Sordo (Teresa); Guillermo Méndez (Luis); José Miguel Campos, Benito Moreno, Beatriz Álvarez, El Niño del Taller, Farruco, Lola la del Agua, Laventa, Silvio, Toto Estirado.
Sinopsis: Durante una primavera en Sevilla, se se narra un cuarteto amoroso formado por un locutor radiofónico, una bailarina, un pintor que ha regresado del exilio y una recién llegada a la ciudad.
Siendo la música la rama de la cultura en la que la aportación de Gonzalo García Pelayo ha sido y es más destacable, este sevillano de adopción y de pasión ha hecho numerosas incursiones en el mundo del cine, las cuales se iniciaron, en cuanto al largometraje se refiere, una vez fallecido el dictador Francisco Franco. La segunda película de García Pelayo fue Vivir en Sevilla, obra inaugural de una trilogía que buscaba ofrecer al mundo un andalucismo moderno y desprejuiciado y a la que, en mi opinión, el tiempo ha tratado bastante mal.
El visionado de esta película, a día de hoy, me genera sentimientos contradictorios: por un lado, valoro el empeño de su director, su erudición musical y la visión de una ciudad, que en primavera es un espectáculo en sí misma, en una época en la que uno miraba el mundo con ojos de niño. Sin embargo, Vivir en Sevilla me parece una obra claramente fallida, tan de su tiempo (los vertiginosos y riquísimos inicios de la Transición en la entonces efervescente capital andaluza) que su fecha de caducidad era casi inmediata. Considero que Gonzalo García Pelayo mezcló, sin demasiado sentido, el deseo de retratar a la intelectualidad sevillana más moderna, las digresiones filosóficas, la desordenada liberación sexual que trajo consigo el final del poder omnímodo del nacional-catolicismo, la influencia del cine de vanguardia europeo y la visión de lo que sucedía en la calle desde una perspectiva progresista. Lo que queda de todo ello es un batiburrillo, claramente deudor de Godard, que en lo narrativo y en lo visual carece de la mínima coherencia. Lo que más aprecio, desde luego, es el valor documental y las imágenes de una ciudad que, siendo la misma, pertenece ya al recuerdo.
La mínima trama se articula siguiendo las relaciones amorosas que se establecen entre el principal protagonista, Miguel, un locutor de radio perteneciente a la progresía más rompedora de la ciudad,; Ana, una bailarina presa del vacío existencial; Luis, un pintor que ha regresado a Sevilla después de cuatro décadas de exilio en Londres, y Teresa, una bella visitante del norte de España que intima con Miguel después de la separación entre éste y Ana. A partir de ahí, aparecen distintos personajes, algunos auténticos y entrañables, de un modo harto anárquico, se hace hincapié en la muerte de un muchacho del barrio del Tardón por disparos de la policía, se mezclan sexualidad y trascendencia y uno tiene la sensación de que todo está compuesto de acuerdo a unos códigos privados que desconoce. Es decir, que la narrativa es innecesariamente confusa, y la mezcla entre realidad y ficción, bastante traída de los pelos.
En lo visual, reina el caos: montaje sincopado, voz en off, rótulos sobreimpresionados para ilustrar la historia o incluir pasajes literarios o letras de canciones, y una estructura en forma de diario (el film se inicia a mitad de abril, y tiene lugar durante jornadas sueltas de ese mes y y del siguiente) que, lejos de aportar orden, se revela como un hecho arbitrario más del conjunto. Al margen de esto, hay una evidente sobreexposición del sexo femenino que me lleva a pensar de que el director se deja llevar por lo lúdico más que por lo cinematográfico, porque los genitales podrán ser muy divertidos (o no, dependiendo de quién los posea), pero son muy poco fotogénicos. Lo mejor, el apasionado retrato que se hace de Sevilla, ya sea de la monumental o de la popular, y los interludios musicales protagonizados por Farruco y Laventa. Ahí, García Pelayo no se recrea en moderneces y va a la esencia.
Otra apuesta discutible es la de emplear actores no profesionales, porque la autenticidad que esto otorga se ve lastrada por un guión que en distintas ocasiones hace que los diálogos sobrepasen los límites de la pedantería. El hecho de que una de las declaraciones de amor más ñoñas que uno haya oído se muestre con el protagonista leyéndola directamente del libreto aporta ironía, pero no por ello se dignifica una secuencia que más hubiese valido eliminar. En general, los intérpretes muestran el típico envaramiento de quienes no poseen soltura ante las cámaras, y sólo en contadas ocasiones el elenco, o al menos algunos de sus miembros, parecen olvidarse de que están actuando y se expresan con naturalidad. Esto vale para Miguel Ángel Iglesias, Guillermo Méndez y Lola Sordo, porque Ana Bernal nunca logra desprender una veracidad que vemos en la forma en que El Niño del Taller explica el incidente que acabó con la muerte de su amigo Enrique, o en la gracia de la anciana a la que Miguel visita en compañía de Teresa. La aparición de Silvio, que podría haber sido impagable, queda bastante deslucida.
Creo que estamos ante un film valioso como documento, pero olvidable como obra cinematográfica, que muestra lo difícil (y a la postre, lo inútil) que es ser moderno, y el peligro de ponerse a imitar a Godard como si tal cosa.