THE MOUSE THAT ROARED! 1959. 82´. Color.
Dirección: Jack Arnold; Guión: Roger Mac Dougall y Stanley Mann, basado en la novela de Leonard Wibberley; Dirección de fotografía: John Wilcox; Montaje: Raymond Poulton; Música: Edwin Astley; Dirección artística: Geoffrey Drake; Producción: Walter Shenson, para Highroad Productions (Gran Bretaña).
Intérpretes: Peter Sellers (Tully Bascombe/ Primer Ministro /Gran Duquesa Gloriana); Jean Seberg (Helen Kokintz); William Hartnell (Will Buckley); David Kossoff (Dr. Kokintz); Leo McKern (Benter); MacDonald Parke (General Snippet); Austin Willis (Secretario de Defensa); Tinothy Bateson (Roger); Monty Landis, Alan Gifford, Colin Gordon, Harold Kasket.
Sinopsis: Ante la crisis que se avecina a causa del hundimiento de sus exportaciones, un minúsculo país europeo decide declara la guerra a los Estados Unidos. Para ello, envía un ejército de veinte hombres armados con arcos y flechas.
Conocido por sus afortunadas incursiones en el cine fantástico de serie B, el estadounidense Jack Arnold cruzó el charco para conseguir su mejor obra en el terreno de la comedia con Un golpe de gracia, adaptación de una novela del irlandés Leonard Wibberley que satirizaba el nuevo orden mundial surgido de la Guerra Fría. Artesano camaleónico, Arnold supo ponerse el disfraz de director de comedias de la Ealing y facturar un producto divertido e ingenioso cuyo éxito dio origen a una secuela, Un ratón en la Luna, dirigida por Richard Lester.
Como ya he mencionado, Un golpe de gracia es una heredera directa, por su ingenio, aparente sencillez y sentido de la ironía, de las comedias facturadas en la primera posguerra por la productora Ealing, sello señero del humor británico de la época. Al igual que la principal estrella de muchas de las películas de la compañía, Alec Guinness, el protagonista de este simpático film, un Peter Sellers que halló aquí el vehículo perfecto en su carrera hacia el estrellato, interpreta tres de los principales papeles de una obra deliciosa con un trasfondo bastante cáustico. La acción se sitúa en un imaginario, y bastante ridículo, Gran Ducado europeo con no pocas reminiscencias de Liechtenstein, un lugar ajeno a la Historia que permanece anclado en el Medievo. Grand Fendwick, que así se llama el microestado, vive en la prosperidad gracias a sus exportaciones de vinos, cuyo principal cliente son los Estados Unidos. Pero como los yanquis no pueden estarse quietos, les da por plantar vides en California y elaborar un caldo casi idéntico al que les llega de Europa, y que además puede venderse a mejor precio. Ante el inminente terremoto que afronta la economía de Grand Fendwick, el intrigante Primer Ministro, con la connivencia del líder de la oposición y el respaldo de la pusilánime Gran Duquesa (si hoy se hiciera un remake de la película, este sería sin duda un personaje fuerte y a la vez sensible y bondadoso, pero en 1959 la progresía aún no se había lanzado a los brazos de la imbecilidad y sólo los fachas le impedían a uno crear tranquilo), traza un plan infalible: declarar la guerra a los Estados Unidos, ya que a los países derrotados en el campo de batalla por los norteamericanos les llovía el dinero a espuertas. Que el país no tenga ejército, que no conozca otras armas que el arco y las flechas, que apenas sea capaz de reclutar a unas pocas docenas de hombres y que su caudillo militar sea un cobarde con vértigo y escasa presencia de ánimo no son ningún obstáculo, porque el plan es perder la guerra en el plazo de un día. Los veinte bravos soldados de Grand Fendwick zarpan hacia Nueva York desde el puerto de Marsella con la intención de llegar a la Gran Manzana y rendirse de inmediato, pero se encuentran con una ciudad desierta a causa de un simulacro y van a parar al lugar en el que un científico, que vive en compañía de su hija, ultima los preparativos de una bomba que convierte a la de hidrógeno en un petardo de fiesta mayor. A partir de ahí, el mundo jamás volverá a ser el mismo.
Hay que decir que estamos ante una película francamente divertida ya desde su mismo inicio, en el que la dama de la antorcha que simboliza a Columbia Pictures, distribuidora del film, huye de su pedestal a causa de un minúsculo roedor que ha tenido a bien darse un paseo por allí. Los personajes, cuyo parecido con la realidad es mera coincidencia, están definidos con gracia, los diálogos son ingeniosos y las situaciones, a caballo entre lo ingenuo y lo delirante, confirman que ni el fin del mundo es algo que debamos tomarnos demasiado en serio. Arnold se limita a poner oficio y a no estropear un conjunto muy logrado con veleidades seudoartísticas, lo que es una virtud en sí misma. Conviene dejar claro que, bajo su apariencia amable, incluso un punto naïf, la película puede considerarse un modesto preludio de la inmejorable Teléfono rojo, ¿Volamos hacia Moscú?, con la que Stanley Kubrick elaboró un grandioso monumento a la estupidez humana, característica que, por aquellos años, puso al planeta al borde de una destrucción total que, en un inciso revelador, anuncia la película antes de lanzarse a su clímax. Un golpe de gracia, como quien no quiere la cosa, denuncia la escalada bélica, satiriza a estadounidenses, británicos y a todo aquel que pasa por allí, y no se abstiene de enfatizar la obscena millonada que los Estados Unidos regalaron al país culpable de la más sangrienta guerra que haya conocido la Humanidad a cambio de dominar Europa. Y todo ello sin perder la sonrisa, salvo en el mencionado inciso. La ironía lo cubre todo, incluso con la utilización del tema de amor del Romeo y Julieta de Tchaikovsky en distintos momentos del metraje. A veces el humor es más fino, en otras, como en la escena en la que distintos personajes van pasándose la bomba como si fuese un balón de fútbol americano, es directamente jocoso, pero nunca deja de funcionar.
Una de las claves del excelente resultado de la película está en su protagonista, un Peter Sellers empeñado en emular a su ídolo y maestro, Alec Guinness, utilizando para ello todo su arsenal cómico e intepretando a tres personajes, siendo el principal de ellos, el bondadoso pero patán Tully Bascombe, un ilustre precedente del Jacques Clouseau que años más tarde le llevó a la cima. Con sus muchos gestos y sus muchas voces, Sellers demuestra ser un comediante único, a cuyos lomos la película puede hacer realidad lo que propone. Le acompañan una joven y bellísima Jean Seberg, brillante en su tercera película y a punto de interpretar un papelito irrelevante a las órdenes de Jean-Luc Godard. Entre los secundarios destacan, además de Peter Sellers, un chispeante Leo McKern como vendido líder de la oposición popular, y un sobrio Austin Willis como ministro yanqui superado por las circunstancias. No se queda atrás David Kossoff como un bondadoso científico capaz de crear el más eficaz artefacto destructor concebido por el hombre.
Creo que Un golpe de gracia es una comedia muy notable, que merece muchos elogios y que, me temo, gozaría de mayor predicamento de estar dirigida por alguien con más pedigrí que un Jack Arnold que, antes de dedicarse casi en exclusiva a la televisión, demostró su capacidad de hacer buen cine más allá del género fantástico.