HOPSCOTCH. 1980. 104´. Color.
Dirección: Ronald Neame; Guión: Brian Garfield y Bryan Forbes, basado en la novela de Brian Garfield; Dirección de fotografía: Arthur Ibbetson; Montaje: Carl Kress; Música: Ian Fraser; Diseño de producción: William Creber; Dirección artística: Mark Nerini; Producción: Edie Landau y Ely Landau, para Edie & Ely Landau, Inc.-AVCO Embassy Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Walter Matthau (Miles Kendig); Glenda Jackson (Isobel Von Schonenberg); Sam Waterston (Joe Cutter); Ned Beatty (Myerson); Herbert Lom (Yaskov); David Matthau (Leonard Ross); Douglas Dirkson (Follett); George Baker, Ivor Roberts, Lucy Saroyan, Severn Darden, Jacquelyn Hyde, Allan Cuthbertson.
Sinopsis: Un espía estadounidense, postergado por sus superiores, decide publicar un libro para narrar su experiencia en los servicios secretos, lo que le convierte en objetivo de la CIA.
Ya en la recta final de su carrera, el británico Ronald Neame se hizo cargo de un proyecto en el que se mezclaban los dos géneros en los que cabe incluir la amplia mayoría de sus mejores trabajos: la comedia y el cine de espías. Hopscotch, cuyo título en español revela cierta pereza mental, se basa en una novela de Brian Garfield, que asimismo asumió la coescritura del guión cinematográfico, y aborda la Guerra Fría desde un punto de vista lúdico y desenfadado, lejos de la solemnidad asociada a ese conflicto que tantos incautos creyeron que había concluido. Pensar que una película de esta naturaleza fuese un gran éxito en unos Estados Unidos a punto de lanzarse a los brazos de Ronald Reagan era pensar mal, pero Hopscotch supuso una nominación al Globo de Oro para su protagonista principal, Walter Matthau, gustó a una facción nada marginal de la cinefilia y todavía es recordada con cariño por quienes la disfrutaron en su momento, o la han recuperado con posterioridad.
Harto de la estupidez y el sesgo ultraconservador de sus superiores, Miles Kendig, uno de los mejores agentes de la CIA, que ve cómo su hábito de ir por libre le relega a un puesto de oficina, decide abamdonar el barco de la contrainteligencia y partir a Europa para reencontrarse con la mujer que ama y, de paso, ponerse a escribir sus memorias, que se centrarán en contar su experiencia de varias décadas al servicio de la organización radicada en Virginia. Sabedor de que esas revelaciones son un torpedo contra la línea de flotación del contraespionaje, Kendig decide jugar con quienes le han postergado y envía el primer capítulo de su libro a las sedes centrales de los servicios secretos estadounidense, soviético, francés, chino y británico, lo que provocará que sus antiguos superiores le persigan, siempre en desventaja, en una travesía por medio mundo que, desde luego, es de todo menos aburrida.
Podría decirse que Hopscotch es una versión ligera de una novela de John Le Carré. Como Smiley, Kendig es un espía inteligente, con ideas propias y al que los años y la sabiduría adquirida han proporcionado una lujosa suite en la mansión del escepticismo. Hombre de acción, la sola idea de pudrirse en un despacho le da pie a iniciar un desafío que no sólo es peligroso para sus antiguos empleadores, sino también para sus aliados e, incluso, para sus enemigos, porque en un negocio tan estrechamente vinculado a la discreción nada molesta más que la accesibilidad de ese gran público tan patrióticamente manipulado a los peculiares métodos, pocas veces académicos, de las agencias de espionaje. La película bebe del profundo desencanto que el escándalo Watergate provocó respecto a la política, no sólo norteamericana, pero huye del dramatismo porque su otro pilar son esas deliciosas comedias de la Ealing que dieron el espaldarazo definitivo a la carrera cono director de Ronald Neame, con no pocos guiños a la comedia romántica clásica, pues la relación entre Kendig y la viuda del aristócrata Von Schonenberg es de una ausencia de dobleces e hipocresías muy del cine de otra época. La venganza del espía, que es en el fondo el centro de la trama, no es nunca despiadada, sino juguetona (de ahí el título), más centrada en subrayar la superioridad intelectual de quien la maquina frente a quienes la sufren, que en socavar los cimientos del sacrosanto orden mundial. Es cierto que en el tercio final se cae en tics bondianos y la verosimilitud salta por la ventana, pero como pieza de entretenimiento el film no deja de tener la misma precisión de la que hace gala su protagonista a la hora de despistar a sus perseguidores. Otro aspecto a tener en cuenta es la acusada renuncia a todo patrioterismo: aquí no se comete la torpeza de mostrar a los agentes de la KGB como unos seres robóticos al servicio de un sistema criminal, sino que, de hecho, Yaskov, el colega de Kendig también bregado en mil batallas, es presentado de modo positivo, como un equivalente del protagonista al otro lado del telón de acero.
Neame, que por algo fue un destacado cameraman antes de ponerse a dirigir, ofrece un despliegue visual más que solvente, con espectaculares planos cenitales, como los de la secuencia inicial en la Oktoberfest, y un sentido del ritmo que revela que el realizador conservaba la energía mostrada pocos años antes al frente de su más destacada obra en el género del espionaje, la más que notable Odessa. Eso sí, lo que se busca acentuar en todo momento es el desenfado, con una cámara que mima con descaro a los dos actores principales y muestra de un modo cariñoso la relación que les une, que no es otra que un amor incondicional, que sin embargo queda lejos de la visión adolescente que de este fenómeno suelen dar las películas, en especial las estadounidenses. El veterano Arthur Ibbetson, otro ilustre consagrado en los tiempos de la Ealing, ofrece una iluminación fresca y alegre, que contribuye a alejar el conjunto de la tenebrosidad característica de las cintas de espías. De igual forma, la música de Ian Fraser busca y consigue subrayar que lo que vemos es, ante todo, una comedia.
Y qué mejor para una buena comedia que contar con una de las grandes estrellas del género, como es Walter Matthau. Los años de mayor popularidad de este carismático intérprete ya habían quedado atrás, pero su talento no se resintió en absoluto de ello. Nadie mejor que él para dar vida a ese espía lúcido, socarrón y, en el fondo, tremendamente desencantado con la política y con su modo de vida. El amplísimo abanico de recursos de este soberbio comediante sale a relucir de modo espléndido en esta película, ya sea en sus aceradas réplicas o en lo elocuente, y divertido, de sus gestos (véase esa cara de perro arrepentido cuando su pareja le abronca). A Glenda Jackson la asociamos menos con la comedia, aunque su experiencia en el género no era escasa, y lo cierto es que se muestra encantadora en el papel de una mujer que estará muy enamorada, pero no es, ni de lejos, pasiva o estúpida. Ella es quien devuelve a la tierra a ese hombre que, por momentos, está cerca de estropear su obra maestra por quererse demasiado a sí mismo. Sam Waterston, otro actor de mucho nivel, acierta a la hora de mostrar a un personaje del que se percibe con claridad que, pasado el tiempo, será un nuevo Miles Kendig. Por su parte, Herbert Lom aprovecha la humanidad que el guión concede a su personaje de agente de la KGB para dar muestras de sus dotes interpretativas a partir de una gestualidad necesariamente contenida. Ned Beatty, como el jefe de la CIA patán y reaccionario, se muestra tan ridículo como debe, y Douglas Dirkson hace otro tanto en la piel de un lacayo bastante torpe. David Matthau, el hijo de la estrella, completa un reparto brillante en su conjunto, y muy bien dirigido.
Hopscotch es un film delicioso, que se disfruta en todo momento pese a que su parte final es más tópica de lo que debiera. Visto que, por una razón que no alcanzo a entender, lo de pasar un rato agradable se asocia a filmes sin sustancia, como si la vida real fuera toda diversión, diré que estamos ante un entretenimiento de primera fila.