MONSIEUR VERDOUX. 1947. 124´. B/N.
Dirección: Charles Chaplin; Guión: Charles Chaplin, basado en una idea de Orson Welles; Dirección de fotografía: Roland Totheroh; Montaje: Willard Nico; Música: Charles Chaplin; Dirección artística: John Beckman; Producción: Charles Chaplin, para Charles Chaplin Productions-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: Charles Chaplin (Henri Verdoux); Martha Raye (Annabella Bonheur); Isobel Elsom (Marie Grosnay); Mady Correll (Mona Verdoux); Allison Roddan (Peter Verdoux); Robert Lewis (Maurice Bottello); Audrey Betz (Martha Bottello); Ada May (Annette); Marilyn Nash (La chica); Helene Heigh (Yvonne); Margaret Hoffman (Lydia Floray); Irving Bacon (Pierre); Marjorie Bennett, Edwin Mills, Virginia Brissac, Almira Sessions, Eula Morgan, Charles Evans, William Frawley, Barbara Slater, Fritz Leiber, Vera Marshe, John Harmon, Edna Purviance.
Sinopsis: Henri Verdoux es un hombre maduro que se dedica a seducir viudas para después asesinarlas y quedarse con sus posesiones.
Al margen de decenas de millones de personas y el sueño de una Humanidad mejor, muchas otras cosas murieron con la Segunda Guerra Mundial. Una de ellas fue Charlot, personaje a quien su creador, Charles Chaplin, asesinó cinematográficamente con su película más amarga hasta la fecha, Monsieur Verdoux, comedia criminal basada en un caso real, el de Henri Landru, un estafador y asesino de mujeres que fue guillotinado en 1922. Película con un espíritu diametralmente opuesto al humanismo militante de la obra que la precedió, El gran dictador, Monsieur Verdoux fue incomprendida en un tiempo marcado por las heridas de la guerra, el deseo de olvidarlas por la vía de la amnesia colectiva y el estallido de un nuevo conflicto entre bloques ideológicos bautizado como Guerra Fría. Podría decirse que Chaplin le dijo al público lo que necesitaba oír, en lugar de lo que quería, y esto hizo que el film fuese mal recibido e hiciera estallar un divorcio, el del artista y los Estados Unidos, que ya venía de años atrás y no tuvo punto de retorno.
Monsieur Verdoux, cuya idea original es fruto de la mente de Orson Welles, supone una ruptura con mucho de lo que había significado Charles Chaplin hasta entonces. La crítica social siempre estuvo muy presente en el cine del londinense, pero aquí el tono es desesperanzado, y lo es más a medida que avanza el metraje. Henri Verdoux es un asesino, y eso es algo que no se nos oculta desde las primeras escenas, pero es también una víctima. En primer lugar, de la sociedad de consumo (a la que Chaplin ya descuartizó una década antes con Tiempos modernos), que utiliza a las personas como objetos y mide toda la valía de la gente por lo que posee, y no por lo que es. Él, que tiene mujer e hijo y había trabajado honradamente para ese sistema durante muchos años, se encuentra, por culpa de una crisis económica, arrojado en marcha del tren de la prosperidad. Dado que no hay nada peor que un hombre incapaz de mantener a su familia, Verdoux halla la solución en el crimen. Adoptando diferentes identidades, se las ingenia para engatusar a viudas ricas a lo largo y ancho de Francia, quedándose con sus posesiones y, finalmente, mandándolas al otro barrio. Una lectura superficial de la película nos da a entender que se trata de una obra misógina, pues presenta a las mujeres como seres volubles e incapaces de resistirse a las adulaciones y la retórica lisonjera (véase la reacción de la florista cuando escucha el panegírico telefónico que dedica Verdoux a la viuda Grosnay, que se le resiste más de lo habitual), pero tanto el personaje de la esposa del protagonista como, sobre todo, el de la chica a la que éste saca de la calle con la intención de experimentar con ella los efectos de la pócima venenosa que ha preparado gracias a la verborrea de su amigo farmacéutico, desmienten en parte este análisis (en parte, porque tampoco hay que olvidar que la película se inspira en hechos reales). La diana de Chaplin se centra, otra vez, en los ricos, y más en concreto en quienes lo son sin mérito mientras otros, sin duda mejor dotados por la madre Naturaleza que por la diosa Fortuna, se encuentran en la miseria por los caprichos de un sistema intrínsecamente perverso.
Verdoux es, con todo, un asesino elegante, y Chaplin le imita, pues el omnipresente humor negro no implica la exhibición de los crímenes, todos resueltos mediante elipsis (y el más terrible de ellos, sólo insinuado). Ni en su versión más nihilista, Chaplin renuncia a la distinción en su propuesta, ni a ser divertido. Las escenas que Verdoux comparte con Annabella Boheur, un ser chillón e insufrible que ve cómo todos los astros se conjuran una vez tras otra para evitar que el galán la liquide, ratifican que pocos saben hacer reír como Chaplin, y ahí está la secuencia de la barca, con coro tirolés incluido, para ratificarlo. Siempre fiel al blanco y negro, y a sus orígenes en el cine mudo, el director apuesta por los gags visuales, porque en los diálogos apenas hay humor, sino mucha impostura y aún más desencanto. La recurrente imagen del tren ilustra las distintas vidas del hiperactivo Verdoux, que sólo halla reposo en los breves períodos que pasa junto a su verdadera familia. En la película apenas hay exteriores, pero Chaplin luce su técnica con elegantes travellings, utilizando en otros casos (véanse los desplazamientos de la cámara para presentarnos a los miembros de la familia Couvais) los movimientos de la cámara para ridiculizar a los personajes retratados. Al final, la desgracia que siempre parece perseguirle hace que Verdoux pierda incluso las ganas de evitar que le capturen. No hay en él una brizna de arrepentimiento, sino un deseo de explicarse y de cuestionar la autoridad moral de quienes le condenan. Esto lo muestra Chaplin con planos fijos de un rostro hierático, que mantiene la dignidad en su caída. La banda sonora, también obra del genio londinense, se inclina en general por lo lúdico, porque a pesar de la amargura, esta obra no deja de ser una comedia, pero también enfatiza, de un modo quizá excesivo, los pasajes de mayor peso dramático, casi siempre relacionados con la joven a la que Verdoux, sin ella saberlo, quiso asesinar sólo con fines utilitarios para luego cambiar de idea. Este acto, por cierto, convierte a Verdoux en alguien moralmente superior a la sociedad que le condena.
Chaplin, como actor, nunca dejó de ser Charlot, y en su encarnación de Henri Verdoux recurre a numerosos modos característicos de su personaje más icónico, todos ellos centrados en la gestualidad (su atildada lisonjería, la manera de oler las flores o su inimitable sistema para contar los billetes que las incautas viudas van colocando en sus manos). Más allá de los falsos arrebatos románticos con los que trata de seducir a la desconfiada viuda Grosnay, en el habla Chaplin se muestra muy mesurado, siendo capaz de transmitir que, más allá de su elegante apariencia, Henri Verdoux es un ser despiadado. El resto del elenco está formado por intérpretes poco conocidos, entre los que destaca una Martha Raye realmente divertida, que tuvo más talento del que parece indicar su guadianesca carrera. Las escenas que comparte con Chaplin son el cénit cómico de la película, sin lugar a dudas. Isobel Elsom da vida a un personaje que tiene bastante que ver con los que interpretara Margaret Dumont para el lucimiento de otro genio como Groucho Marx. La debutante Marilyn Nash, cuya carrera ante las cámaras apenas dio más de sí, acierta con el tono de un papel clave para desentrañar la naturaleza moral de Verdoux, mientras que Mady Corell cumple como esposa devota. Muy graciosas Ada May, como la criada de la mujer con siete vidas, y Almira Sessions como torpe perseguidora del protagonista. Apenas hay un personaje masculino relevante al margen de Verdoux, que prácticamente no tiene amigos, aunque Charles Evans saca buena nota en su breve rol de detective.
Obra maestra, sin duda muy adelantada a su tiempo y mucho más actual que un sinfín de películas estrenadas muchas décadas después. Incluso odiando a sus congéneres, Chaplin era capaz de la genialidad, y ahí queda Monsieur Verdoux, monumento a la misantropía y al buen cine.