UN HOMBRE LLAMADO FLOR DE OTOÑO. 1978. 102´. Color.
Dirección: Pedro Olea; Guión: Rafael Azcona y Pedro Olea, basado en la obra teatral de José María Rodríguez Méndez Flor de otoño; Dirección de fotografía: Fernando Arribas; Montaje: José Antonio Rojo; Música: Carmelo Bernaola; Decorados: Antonio Cortés; Producción: José Frade, para José Frade Producciones Cinematográficas (España).
Intérpretes: José Sacristán (Lluís de Serracant/Flor de otoño); Francisco Algora (Kid Surroca); Carmen Carbonell (Doña Núria); Roberto Camardiel (Armengol); Carlos Piñeiro (Ricard); José Franco (Dueño del cabaret); Antonio Corencia (La Coquinera); Antonio Gamero, Fernando Sánchez Polack, Félix Dafauce, Carlos Lucena, Paco España, Pedro Almodóvar, Patrick, Víctor Israel, Enrique Vivó, Luis Ciges, Marisa Porcel, Alfred Lucchetti.
Sinopsis: Lluís de Serracant, joven descendiente de la alta burguesía barcelonesa, ejerce como abogado defensor de sindicalistas durante el día, mientras que por la noche se transforma en Flor de Otoño, un transformista que canta en un cabaret del Barrio Chino.
Sin duda, uno de los temas más cercanos al cineasta Pedro Olea es la represión sexual, en concreto la que sienten quienes viven el amor físico de una manera distinta a la única aceptada durante muchos siglos. Con la relajación de la censura franquista en los años previos a la muerte del dictador, y en especial después del fallecimiento del susodicho, Olea abordó diversas obras que se caracterizaban por mostrar sexualidades diferentes de un modo respetuoso, lejos de la burla y el estereotipo. De esta serie de trabajos, el más conocido es Un hombre llamado Flor de Otoño, adaptación de una pieza teatral de José María Rodríguez Méndez centrada en la homosexualidad masculina, tema que ya formaba parte del núcleo del film previo del director, La Corea, y que aquí es asunto fundamental. Hablamos, pues, de una pieza pionera en el cine español por su manera natural y respetuosa de tratar la sodomía, un año antes de que esa práctica dejara de ser delito en el país.
La acción se sitúa en la Barcelona de los años 20, época particularmente convulsa en una ciudad que, en cierto modo, nunca ha dejado de serlo. En plena dictadura de Miguel Primo de Rivera, con los sicarios contratados por los patronos y los revolucionarios anarquistas enfrentados a tiros con bastante frecuencia, al principio nos encontramos con un plano de la Catedral de Barcelona, en la que entran del brazo, junto con otros muchos feligreses, doña Núria de Serracant y su hijo Lluís, que permanece soltero a una edad en la que la inmensa mayoría de los hombres ya ha pasado por el altar. En un retrato perfecto de las costumbres de la alta burguesía barcelonesa, tan bien descritas por Josep Maria de Sagarra en Vida privada, nos vamos a la trastienda de la ciudad, el Barrio Chino, donde los ricos y los extranjeros pueden pecar a gusto. Y pecar es lo que hace Lluís de Serracant, cuando vemos que la velada de toros y vino que había anunciado a su madre no es sino un encuentro sexual con su amante, Ricard, antes de vestirse de cabararetera e interpretar cuplés en el Bataclán, un garito cercano a Colón, convertido en Flor de Otoño. Al día siguiente, Lluís discute con sus tíos, que justifican a los pistoleros a sueldo de los empresarios y le reprochan que mancille el nombre de la familia defendiendo a representantes y activistas de la entonces muy poderosa Confederación Nacional del Trabajo. En sólo tres escenas, la película ha mostrado, sin desmesuras ni aspavientos, todas sus cartas, que a partir de ahí explota de manera quizá irregular, pero aplicada. Hemos visto lo que de puertas hacia fuera es Lluís de Serracant, lo que es en su lado más íntimo y su identidad como personaje político. Es evidente que características tan diferentes en la misma persona no pueden sino mezclar mal, y para Lluís una riña con otra cabaretera constituye una seria amenaza, porque nadie con presencia más arriba de la Diagonal debe saber que él es Flor de Otoño. Todo se complica aún más con la detención de un veterano miembro de la CNT que preparaba un atentado contra el dictador, porque Lluís decide llevarlo a cabo él mismo. En unos pocos días, el rompecabezas viviente que es Lluís de Serracant reventará contra el suelo.
Pedro Olea es un director riguroso, pero que está lejos de ser visualmente fascinante. La puesta en escena denota en exceso los orígenes teatrales de la historia, y las limitaciones presupuestarias tan características del cine patrio hacen que la recreación visual de la Barcelona de los años 20, que a pequeña escala se percibe muy cuidada, no adquiera dimensiones más prominentes. El guión, en buena parte obra del gran Rafael Azcona, aporta sensibilidad a la trama, cosa que se aprecia en especial en las secuencias que Lluís comparte con su madre, una devota anciana que prefiere vivir engañada, de un modo que la hace ser aún más terca que la propia realidad. Ahí creo que la película acierta, porque muestra cómo, en épocas de prohibición y rechazo, los homosexuales solían hallar en sus madres una comprensión que, por razones obvias, jamás iban a encontrar en la rama paterna de la familia. Del mismo modo, la recreación de los ambientes y locales del Chino es creíble, y enseña al espectador que ese barrio ya era una jungla hace un siglo, con la diferencia de que entonces casi no se encontraban otros guiris que los marineros cuyos buques atracaban en el puerto, y que quienes te robaban lo hacían en tu idioma. El hecho de contar con homosexuales y transformistas reales, entre quienes se cuenta un jovencísimo Pedro Almodóvar, otorga un pus de verosimilitud a las secuencias que se ambientan en el cabaret. La fotografía, de Fernando Arribas, busca claramente el realismo sin dejar de hacer ver el contraste entre la luminosidad de la Barcelona burguesa y la oscuridad casi tenebrosa de las callejuelas del centro, interrumpida por el colorismo chillón de los personajes y locales que lo pueblan, el montaje es muy preciso y la música se compone de un conjunto de cuatro cuplés interpretados por la estrella del espectáculo y una funcional pero no demasiado brillante partitura de Carmelo Bernaola.
José Sacristán ya había asumido papeles complicados en su carrera, pero con el interpretado en esta película hizo una apuesta similar a la que López Vázquez emprendió en Mi querida señorita. Al igual que él, Sacristán logró con este personaje darle un giro afortunado a su carrera, mostrando una capacidad para el drama que hasta el momento sólo había lucido a cuentagotas. El Lluís hijo de su madre es un chico tímido y educado, el Lluís Flor de Otoño una pícara cupletista y el Lluís militante un dogmático sin remedio. Sacristán los hace humanos a todos ellos, uniéndolos a través del poso de melancolía con que él impregna a su personaje. No es que el resto de los intérpretes esté, en general, a su altura: Francisco Algora se limita a cumplir con un personaje carente de entidad, y a Carlos Piñeiro le faltaban claramente horas de vuelo. Mejor están Roberto Camardiel, en el rol de un cliente del cabaret envuelto en negocios turbios, un acertado Antonio Corencia y, por encima de ellos, la veterana Carmen Carbonell, quintaesencia de la madre que se desvive por su prole. Fugaz pero acertada aparición de Fernando Sánchez Polack y, como curiosidad, el nombre del personaje adjudicado a Pedro Almodóvar: Lola Nicaragua, la Reina de la Banana.
Es muy probable que la Transición sea el período histórico en el que más malas películas se rodaron en España. Un hombre llamado Flor de Otoño es una de las honrosas excepciones.