En estos días festivos, de devoción para unos y de descanso para otros, nunca está de más acercarse a la cultura. Quien esto escribe lo hizo ayer en la localidad de Mollet del Vallès, patria chica del pintor Joan Abelló, cuyo centenario se conmemora desde el pasado mes de diciembre. El epicentro de las diferentes actividades organizadas se halla, cómo no, en el museo que el artista tiene en su localidad natal, donde puede verse una exposición de obras realizadas por el propio Abelló, pero también por otros artistas catalanes que fueron maestros o amigos del homenajeado. Para quienes no le conozcan, Joan Abelló fue un pintor de origen muy humilde (su padre era latero de profesión) que desde muy joven tuvo clara su vocación pictórica y suplía su ostensible falta de medios (sus primeros trabajos consistieron en pintar el gallinero de su casa sobre tela de sacos) con un notable entusiasmo, que llamó la atención de consagrados artistas como Carles Pellicer, que se convirtió en su maestro y mentor. Abierto a las vanguardias y artista ecléctico, Abelló fue un hombre de vida intensa, que se reflejó en su obra a través de los autorretratos, los paisajes de su pueblo natal y los óleos que reflejan las experiencias vividas en la infinidad de viajes que el pintor, que con los años se afincó en Barcelona, realizó por todo el mundo. No exagero si digo que la visita al museo es muy interesante, con obras de épocas, estilos y calidades bastante variopintas (y en la que, además de numerosos retratos que otros pintores realizaron del pintor de Mollet, no faltan los nombres de Miró, Tàpies, Antonio Saura o Ramon Casas), pero lo que realmente es digno de verse es la casa-museo del pintor, que fue además un gran coleccionista de objetos de toda índole cuya visión constituye, en conjunto, un monumento a la belleza en sus muy distintas formas.
Joan Abelló, además de un prolífico creador, fue un excelente relaciones públicas y un apasionado del arte ajeno, llegando a acumular más de 10.000 piezas que pueden verse en el que fue su primer domicilio, situado a pocos metros del museo, en el que el pintor quiso albergar sus objetos más preciados. Dado el volumen de sus adquisiciones (muchas logradas a fuerza de ganarse las simpatías de las viudas de artistas y coleccionistas fallecidos), el pìntor fue comprando las casas colindantes, hasta un total de once, de las que la mitad pueden visitarse por el público, que podrá ver desde cuadros y murales que reflejan la evolución artística de Abelló, hasta un vestido de la mítica actriz Sara Bernhardt, pasando por carteles firmados por Picasso, diversos dibujos de Dalí, de quien el de Mollet fue buen amigo, y piezas artísticas y de artesanía adquiridas en Japón, la India, Egipto o Costa de Marfil. Es llamativo el contraste entre la metódica organización del museo y lo abrumador de la visita a la casa, en la que literalmente no queda un espacio libre y todo es digno de verse. Organizada por salas, algunas dedicadas a artistas y otras a temas (figuras religiosas, piezas de artesanía, e incluso una sala dedicada a la tauromaquia, con infinidad de carteles y objetos dedicados a este espectáculo de tanta raigambre pictórica), la visita a la Casa Abelló dura una hora, y pueden creerme si les digo que ese tiempo se hace muy corto a la vista del volumen y valía de la colección de Joan Abelló. Tienen un tesoro en Mollet del Vallès, cuya visita me permito recomendar a cualquiea que disfrute del arte, o que al menos sea capaz de apreciar el valor de las antigüedades.