Más de una década después, he regresado a la capital de la República Checa, esta vez en compañía de mis amigos Sergio, que ya formó parte del elenco en mi anterior visita a la ciudad, y Eva. A orillas del río Moldava, uno comprueba que Praga sigue siendo una ciudad muy bella, aunque su centro se ha convertido de manera definitiva en un parque temático para turistas, con su tremenda masificación en los monumentos más emblemáticos, sus despedidas de soltero, su presencia abusiva de tiendas de souvenirs, garitos cannábicos y bares-trampa para guiris, su desorganizado maremágnum de personas e idiomas y el mal disimulado recelo en la expresión de los lugareños, que tampoco es que sean demasiado simpáticos de por sí. Es decir, como las Ramblas, pero con más limpieza y menos chorizos. Como uno tenía la suerte de ir acompañado por gente que organiza de maravilla estas cosas, muchos de estos inconvenientes resultaron más presentes a la vista que en la vivencia, pese a que no nos abstuvimos de visitar lugares tan masificados, pero a la vez imprescindibles, como el Reloj Astronómico, el Puente de Carlos o el Castillo, pues son de esos lugares a los que hay que ir… aunque todo bicho viviente también lo haga. Alguien como yo aprecia especialmente que en cualquier lugar puedan degustarse cervezas de calidad, aunque con la gastronomía checa, incluso en los lugares más selectos, uno sigue teniendo ciertas reservas. En Praga, vayas donde vayas no te quedarás con hambre (siempre que lo hagas antes de las nueve de la noche, eso sí); pero la dieta es poco variada y el concepto que allá se tiene de lo chic tiene mucho que ver con lo que estaba de moda en Francia hace cuarenta años. En los mejores restaurantes puedes saborear buenas carnes, aderezadas con salsas excelentes en algunos casos, pero la práctica ausencia del pescado, la insistencia en incluir ciertos ingredientes, como la mantequilla o el pepinillo, donde sea y pegue o no pegue, y lo hipercalórico de muchos de los platos, más pensados para gente que te saca dos palmos y pasa frío la mayor parte del año, hacen que incluso la alta cocina checa sólo dé para visitas esporádicas. Lo que sirven en las cervecerías es, en general, un monumento al colesterol, que en según qué lugares está hasta rico, pero cuyo consumo continuado allana sobremanera el camino hacia la hernia de hiato.
En esta visita, hubo margen para salir de la ciudad y visitar Pilsen, una de las capitales mundiales de la cerveza. El trayecto hacia allí, en un tren que parecía la versión europea de los de la India, exige mucha paciencia, pero el bochorno quedó compensado gracias a la visita al centro neurálgico de esa excelente cerveza que es la Urquell, uno de esos placeres que hacen que uno olvide sinsabores, viajes borregueros y resultados electorales. Por cierto, en Na Parkánu, la cervecería-restaurante del museo de la marca, la calidad-precio de la comida es bastante superior a la de cualquiera de los locales praguenses del ramo que uno haya podido visitar.
En resumen, que Praga no es ajena, ni de lejos, a los estragos del turismo masivo, pero sigue siendo una ciudad que vale la pena visitar.