Pasados unos días desde las elecciones generales del domingo, sigo creyendo que tomé la opción correcta, que fue no participar en el evento. Me parecieron patéticas las imágenes de alegría impostada que vi en las sedes de casi todos los partidos una vez finalizado el recuento de votos, y quienes se enfrentaron al inapelable fracaso lo hicieron culpando a los demás de él, lo que tampoco es que mejore un conjunto que me hace concebir escasas esperanzas respecto a lo que nos deparará el futuro. Para mi gusto, perdieron todos, con matices: el Partido Popular, que obtuvo una victoria a todas luces insuficiente para conseguir el objetivo de llegar a la Moncloa, fue víctima del exceso de confianza, provocado por las encuestas favorables y el reforzamiento de su candidato en el único debate electoral en el que tomó parte, de venir de demasiado abajo y de jugárselo todo a la carta de Vox, que le impide alcanzar acuerdos con la práctica totalidad del resto de formaciones del arco parlamentario. El PSOE sale reforzado, porque las expectativas eran muy bajas (creo que los propios socialistas deseaban, pero no esperaban, que el Partido Popular y Vox no reunieran los escaños suficientes para alcanzar las famosas 176 actas, y de ahí su alegría) y porque puede seguir gobernando, aunque habrá que ver si es capaz de asumir el precio a pagar por ello y de soportar el progresivo cierre del grifo europeo y, con él, del fin de las ayudas a tutiplén. Vox, que venía de un resultado espectacular hace cuatro años, descendió sin paliativos, y creo que una de las causas del resultado final fueron las desafortunadísimas declaraciones de su líder, Santiago Abascal (sí, ese que no asumió ninguna culpa por el mal resultado), sobre lo que iba a suceder en la hasta entonces muy desmovilizada Cataluña si ellos formaban parte del Gobierno. Ahí residió la clave del que, en mi opinión, fue uno de los factores decisivos de la contienda, que no es otro que el arrasador triunfo del PSC, que triplicó en escaños al PP y sumó más asientos parlamentarios que todas las fuerzas independentistas juntas. Por si alguno no lo tenía claro, el domingo comprobamos que Sumar es un chiste malo, pues ni siquiera ha igualado los escaños que logró Unidas Podemos en las anteriores elecciones. Las madres de ese invento se juegan más en las negociaciones para formar un gobierno liderado por Pedro Sánchez que el propio candidato socialista, el único al que, al menos por ahora, nadie de dentro le va a mover la silla. En el nacionalismo vasco, se confirma que la desmemoria histórica no sólo ayuda a los fachas, y de ahí el paulatino ascenso de Bildu en detrimento del PNV. Y por estos sufridos lares, a Esquerra la castigaron por su política pactista, Junts pel 3% no logró ni de lejos capitalizar el descenso de sus archirrivales en eso del soberanismo, y en la CUP están tristes por haber desaparecido del Parlamento de ese Estado que tanto les disgusta, excepto para sangrarlo. Sin duda, estos tres partidos se vieron perjudicados por la llamada a la abstención del separatismo más cerril. El resto, que ahora lo es menos porque el bipartidismo vuelve a asomar la cabecita, intentará vender su, o sus, escaños, lo más caros posible a quien intente gobernar. y colorín, colorado, lo más lógico será que en diciembre los demás deban volver a las urnas. No un servidor, que para hacerlo necesita un argumento mejor que el más utilizado a diestro y siniestro: que los otros son muy malos. Creo que quienes lo dicen no yerran, pero en todas direcciones. Así nos va.