THE GHOST OF RICHARD HARRIS. 2022. 106´. Color.
Dirección: Adrian Sibley; Guión: Adrian Sibley; Dirección de fotografía: Eoin McLoughlin; Montaje: Gretta Ohle; Música: Gareth Averill; Producción: Adrian Sibley, David Collins y George Waud, para Bright Yellow Films-Samson Films-Sky (Reino Unido-Irlanda).
Intérpretes: Richard Harris, Jared Harris, Damian Harris, Jamie Harris, Manuel Di Lucia, Robbie Van Damme, Lella Doolan, Elizabeth Rees, Stephen Rea, Sanford Lieberson, Russell Crowe, Vanessa Redgrave, Len Dineen, Malachy McCourt, Dick Cavett, Phil Coulter, Jimmy Webb, Isla Blair, Jim Sheridan, Ella Harris.
Sinopsis: Los hijos de Richard Harris se reúnen para analizar el legado de su padre.
Adrian Sibley ya era un experto y reputado director de no-ficción, especialidad en la que cabe incluir el grueso de su filmografía, cuando se puso al frente de un proyecto de raíz eminentemente familiar, en el que los tres hijos del actor irlandés Richard Harris se prestan a recordar a su célebre progenitor, fallecido a principios del presente siglo después de llevar una vida de excesos que marcó su legado en lo positivo y lo negativo. El carisma del biografiado, el oficio del director, la implicación de sus vástagos y el interés de las imágenes de archivo dan forma a una película de mucha calidad, que cumple la doble función que cabe exigir a este tipo de productos (acercar la figura de su protagonista a quienes no le conozcan, y ofrecer material de interés para los admiradores) y obtuvo algunos premios en festivales especializados.
El propio título del documental ya nos indica que lo que veremos es el retrato de un personaje complejo y atormentado. El motivo de esas sombras permanentes en la cabeza de alguien que fue una estrella del séptimo arte permanece en parte en la penumbra incluso para sus descendientes, todos ellos dedicados también al mundo del cine, aunque la película nos da bastantes pistas sobre el origen del lado oscuro de un hombre que, en muchísimos aspectos, tuvo una vida de éxito. Richard Harris nació en el seno de una familia aocmodada, y su vocación fue el rugby, deporte en el que logró destacar en edad juvenil. Muy revelador es ese extracto de archivo en el que Harris, en compañía de otro talento de la interpretación marcado por el alcoholismo como Peter O´Toole, explica que cambiaría todos los galardones cosechados en su faceta como intérprete por haber lucido una sola vez los colores de la selección nacional irlandesa de rugby. Sucedió, sin embargo, que el proyecto de estrella del deporte vio truncada su carrera al contraer, a punto de llegar a la veintena, una tuberculosis que le mantuvo dos años postrado en la cama. En ese tiempo, Harris acumuló lecturas, y de ellas surgió, una vez recuperado de la dolencia, el actor conocido en todo el mundo. Harris tenía talento para la interpretación, y mucho, pero su entera trayectoria es un recordatorio de que entre él y el cine nunca hubo un amor verdadero. Volcar ante las cámaras, o en los escenarios, su carácter volcánico y su presencia imponente le dio fama y fortuna, pero no paz interior. Creo que la película es clara al respecto, y a partir de este punto su comprensión puede ser más certera.
He de decir que el análisis que se hace de la carrera cinematográfica de Richard Harris es arbitrario, y en algún punto cómplice de las contradicciones del propio biografiado a este respecto. Por mucho que el actor irlandés, en otras declaraciones de archivo, cite El ingenuo salvaje, película a la que se consagra una porción muy significativa del estudio sobre su carrera, como su espaldarazo definitivo frente a las cámaras, y a que diga que nunca jugó al juego de Hollywood, lo cierto es que esa gran película constituye una rareza en su carrera, y que no sólo Harris sí jugó bajo las reglas de la Meca del cine, sino que ya lo había hecho antes de rodar a las órdenes de Lindsay Anderson, y ahí están las muy notables Los cañones de Navarone y Rebelión a bordo para confirmarlo. De hecho, si exceptuamos El desierto rojo, de Michelangelo Antonioni, muy poco cine del que podríamos llamar independiente o, mejor aún, intelectual, hallamos en la filmografía de un hombre que, básicamente, vivió (muy bien) de Hollywood, que durante su larga decadencia, causada en buena parte por los excesos de los que antes hablábamos, fue excluido de las producciones importantes, y cuya resurrección artística, al margen del regreso a su país natal que supuso El prado (el testimonio de su director, Jim Sheridan,. es uno de los más jugosos de la película), tuvo también lugar de la mano de la gran industria. Más allá de esta cuestión, a mi juicio central, puedo entender que el análisis gire alrededor de una película, Camelot, que supuso uno de los puntos álgidos de popularidad de Harris pero que ha envejecido mal, pero no que se obvie por completo la obra por la que el actor es conocido no sólo en España, sino en buena parte del planeta: Un hombre llamado Caballo, cuyas secuelas también protagonizó el homenajeado. Que tampoco se citen Odio en las entrañas o Robin y Marian tiene poca justificación, por mucho que la cinta se centre en la faceta personal y entre en la artística más como complemento de ella que como núcleo central.
En lo que sí acierta Sibley es en el reflejo de las otras facetas artísticas que cultivó Richard Harris, así como en su faceta autodestructiva, o en el hecho de que, aunque fue un hombre que quiso mucho a sus hijos, estos crecieron tan alejados de él que su comprensión de la figura paterna llegó ya en la edad adulta. En cuanto al primer punto, Harris fue un notable cantante, y en sus mejores años grabó varios discos de éxito antes de aparcar de forma abrupta una carrera que pudo haber dado mucho más de sí. También escribió abundante poesía, aunque aquí los testimonios respecto a la calidad de la misma sean contradictorios, y ejerció como firme simpatizante del republicanismo irlandés hasta que la violencia indiscriminada del IRA le llevó a recapacitar. Respecto a sus hijos, su presencia en pantalla es importante, y en distintos momentos aportan puntos de vista valiosos, pero en general palidecen frente al carisma de su padre.
En el haber de Adrian Sibley hay que anotar que el acabado técnico de Los fantasmas de Richard Harris es impecable, que su forma de intercalar las imágenes de archivo es exquisita, pues enriquece la perspectiva del espectador sin llegar a apabullarle, y que se mueve con soltura a medio camino entre el panegírico y el amarillismo. Por todo ello recomiendo esta biografía filmada de un actor que, al final de su vida, supo reconocer que durante buena parte de ella fue devorado por el personaje que, a partir de sus miedos, había creado para enfrentarse al mundo exterior, y que en realidad no hay nada divertido en un borracho pendenciero. Quizá ese carácter le hizo sobresalir, pero también lastró de distintas maneras una trayectoria que, sin duda, hubiese sido mucho más fructífera con unas pequeñas dosis de mesura.