EVERYTHING EVERYWHERE ALL AT ONCE. 2021. 138´. Color.
Dirección: Daniel Kwan y Daniel Scheinert; Guión: Daniel Kwan y Daniel Scheinert; Dirección de fotografía: Larkin Seiple; Montaje: Paul Rogers; Música: Son Lux; Diseño de producción: Jason Kisvarday; Dirección artística: Amelia Brooke; Producción: Jonathan Wang, Daniel Kwan, Daniel Scheinert, Virginie Besson-Silla, Anthony Russo, Joe Russo y Mike Larocca, para A24-AGBO-IAC Films-Year of the Rat (EE. UU.)
Intérpretes: Michelle Yeoh (Evelyn Wang); Stephanie Hsu (Joy Wang); Ke Huy Quan (Waymond Wang); James Hong (Gong Gong); Jamie Lee Curtis (Deirdre Beaubeirdre); Tallie Medel (Becky); Jenny Slate (Debbie); Harry Shum, Jr. (Chad); Biff Wiff (Rick); Sunita Mani, Aaron Lazar, Brian Le, Andy Le, Neravana Cabral, Li Jing.
Sinopsis: La dueña de una lavandería prepara una fiesta para su padre mientras debe rendir cuentas ante el fisco. En mitad de la tensión del momento, se ve arrastrada al multiverso.
Curtido en el campo de entrenamiento que suponen el cortometraje y el videoclip, el dúo artístico que forman Daniel Kwan y Daniel Scheinert, conocido como The Daniels en el mundillo artístico, debutó en las ligas mayores con Swiss army man, comedia que fue alabada en diversos festivales, pero que a quien esto escribe le produjo más frío que calor y apenas dejó huella. La obra posterior de la pareja, Todo a la vez en todas partes, fue un bombazo en toda regla, coronado con once nominaciones a los Óscar y siete estatuillas, entre las que se incluye la práctica totalidad de los premios mayores. ¿Había para tanto? Mi respuesta es una negativa rotunda.
Opino que nadie es culpable de su éxito, por lo que no me subiré al barco de quienes demonizan esta película precisamente a causa de su espectacular triunfo. Kwan y Scheinert podrán ser acusados de muchas cosas, algunas de las cuales iré desgranando en esta reseña, pero no de la progresiva falta de exigencia del espectador cinematográfico, ni de que en la actualidad el panorama en el séptimo arte sea el más yermo conocido, como si los perniciosos efectos del calentamiento global hubiesen llegado también a la gran pantalla. No oculto que Todo a la vez en todas partes ha decepcionado a un porcentaje significativo de sus espectadores, muchos de ellos más atraídos por el dulce aroma del éxito que por un verdadero interés en la propuesta de los codirectores, y me atrevo a decir que este rechazo es superior entre el público adulto y europeo, pero, compartiendo en parte esa visión del asunto, he de decir que el segundo largometraje de Kwan y Scheinert, sin ser ni mucho menos redondo, sí supera con creces a su ópera prima.
En Todo a la vez en todas partes, grandezas y miserias están íntimamente ligadas. Creo que el problema principal radica en que sus artífices intentan ser, en cada plano y en cada diálogo, los tipos más brillantes e ingeniosos del planeta, cuando es evidente que no lo son. E incluso si lo fueran, más de dos horas y cuarto de arrebatado ingenio pueden saturar a una parte nada despreciable de la población cultivada de Occidente. A Kwan y Scheinert les alabo la desmesura, la ausencia de prejuicios, su capacidad para crear un espectáculo visual de primera categoría y sus enciclopédicos conocimientos de la cultura pop, pero tengo claro que se tomaron demasiado en serio el título de su película e introdujeron en ella tantos, y a veces tan contrapuestos, elementos, que su creación se les acabó yendo de las manos. Comedia costumbrista, film de artes marciales cuántico, extenso chascarrillo escatológico, ciencia-ficción pasada de rosca, drama familiar y feel good movie. Todo eso, y nada a la vez, es esta obra que se resiente, a mi juicio, de que las escenas en las que la la protagonista femenina es arrastrada al multiverso y pasa de ser una pequeña comerciante ahogada por la familia y el fisco a ponerse a salvar el mundo traspasan con claridad la frontera del despropósito, como si de un Kill Bill filmado por los creadores de American pie se tratara. Comprendo que, en este punto, muchos espectadores se pregunten qué coño están viendo, y lo que sorprende es que Scheinert y Kwan no pensaran lo mismo y renunciaran a dejar parte de esa estrambótica sección de la película en algún contenedor de residuos de la sala de montaje. El conjunto se mantiene a flote gracias a su ritmo frenético, y a que los codirectores, pese a abarcar demasiado, en algunos aspectos esenciales (el drama familiar, del que cabe extraer que el suicidio juvenil es uno de los temás que más interesan a Kwan y Scheinert), incluso aprietan. Comparto el mensaje de que todo iría mejor si no sólo quisiéramos la parte ancha del embudo de la empatía y fuésemos un poco menos hijos de puta (aunque esa actitud, si sólo se queda en lo individual, no le convierte a uno en alguien más feliz, sino en una víctima más indefensa), pero es lícito preguntarle a los creadores del multipremiado invento si eran necesarias tantas alforjas para ese viaje.
Como narradores, creo que Los Daniels no llegan ni de lejos a cumplir las elevadas expectativas que se plantean, porque hay partes enteras del argumento que, o se quedan en meras ocurrencias sin excesiva gracia, o entran de lleno en la calificación de delirio sin sentido. Lo inteligente y lo banal se mezclan, a veces incluso en el mismo plano, sin que nadie sea capaz de filtrar lo que resta más que aporta. Sin embargo, como artistas visuales Kwan y Scheinert sacan una nota alta. Aunque su propuesta se basa más en atropellar al espectador que en cautivarlo (la forma que, según era de prever, adoptaría Hollywood para fagocitar a su manera el reciente boom del cine asiático), los codirectores han evolucionado respecto a su ópera prima en algunos aspectos fundamentales: la utilización de la música (más aplicada que excelsa, todo hay que decirlo: he aquí la segunda nominación menos justificable de todas las que logró el film) es mucho más pulida y menos arbitraria que en Swiss army man, el montaje en el sentido puramente técnico es una obra de arte en sí mismo (cosa distinta es que los codirectores hayan cortado menos de lo necesario), las escenas de acción están espléndidamente coreografiadas (otro tema es que alguna de ellas carece de sentido), y que la mezcla entre lo cotidiano y lo inverosímil está mucho más lograda en los planos que en los diálogos. La escenografía y los efectos especiales son excelentes. Dicho esto, aunque el espectáculo llegue a ser mayúsculo y satisfactorio, una de las mejores escenas es la del diálogo subtitulado entre dos rocas. Y que conste que el pixelado de mondongos no es ingenio, sino autocensura.
He de confesar que Michelle Yeoh jamás ha de figurar en mi santoral interpretativo particular, pero reconozco que, más allá de resultar convincente en las escenas de acción que han marcado su carrera, la actriz nacida en Malasia está a buen nivel en las secuencias de mayor entidad dramática, concentradas al principio y al final de la película. Su faceta de superheroína nunca me ha dicho gran cosa, ni tampoco lo hace aquí, pero como atribulada comerciante en plena encrucijada vital, Yeoh se luce. De Stephanie Hsu podrán decir lo que quieran, pero creo que su trabajo es flojo, el peor del elenco principal con diferencia, pues parece desconocer que existe un extenso campo entre la inexpresividad y la sobreactuación, sin que a los directores parezca importarles el asunto. Mucho mejor está el vietnamita Ke Huy Quan, bastante más crecidito que cuando Spielberg le dio a conocer, y que aquí lidia con un personaje que viene a representar el sentido común entre la desmesura. James Hong aporta presencia y buen hacer como hierático patriarca, meintras que Jamie Lee Curtis pareció entender que el papel de funcionaria amargada era un caramelo para ella, se zambulló en el alucinante mundo de Los Daniels sin hacer demasiadas preguntas y salió realmente airosa del envite.
¿Genialidad? A ratos. ¿Pestiño posmoderno indecente? Lo mismo. Más que Todo a la vez en todas partes, la película es la mitad de cada cosa. Que cada cual se quede con la que desee.