THE SHOP AROUND THE CORNER. 1940. 98´. B/N.
Dirección: Ernst Lubitsch; Guión: Samson Raphaelson, basado en la obra de teatro de Miklos Laszlo Illatszertár; Dirección de fotografía: William H. Daniels; Montaje: Gene Ruggiero; Música: Werner R. Heymann; Dirección artística: Cedric Gibbons; Producción: Ernst Lubitsch, para Metro Goldwyn Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: Margaret Sullavan (Klara Novak); James Stewart (Alfred Kralik); Frank Morgan (Hugo Matuschek); Joseph Schildkraut (Vadas); Sara Haden (Flora); Felix Bressart (Pirovitch); William Tracy (Pepi Katona); Inez Courtney (Ilona); Sarah Edwards, Edwin Maxwell, Charles Halton, Charles Smith.
Sinopsis: Alfred es el mejor empleado de una céntrica tienda de Budapest, a la que llega Klara solicitando empleo. Una vez la joven es contratada, la relación entre ambos es tirante, pues desconocen que se están intercambiando cartas de amor.
Miembro de la insigne galería de genios que jamás consiguieron un Óscar, Ernst Lubitsch ya era uno de los reyes de la comedia en Hollywood antes de la llegada del sonoro, pero este cambio, traumático para muchos, le sirvió para definir por completo un estilo que le granjeó la admiración de colegas, críticos y espectadores. A continuación de una de sus mejores obras, Ninotchka, Lubitsch facturó otra de ellas, El bazar de las sorpresas, en la que, fiel como siempre a sus orígenes europeos, adaptaba una pieza teatral de Miklos Laszlo. Pionero en la buena costumbre de asumir la producción de sus películas para garantizarse la libertad creativa, el alemán obsequió con una comedia deliciosa a un mundo sumido en el mayor desastre jamás conocido.
Si un rasgo definitorio de los directores con estilo es su capacidad para dejar su sello en obras cuya escritura se debe a otros, es evidente que Ernst Lubitsch es uno de los cineastas más reconocibles que hayan existido. El director respetó el marco geográfico de la obra de teatro que adaptaba, la ciudad de Budapest, confió el libreto al escritor en quien más confianza tenía, Samson Raphaelson (aunque al parecer Ben Hecht colaboró en la redacción final del texto), y con todo eso creó un film que es Lubitsch por los cuatro costados ya desde su mismo inicio, en el que vemos a los empleados de la tienda conversando en la puerta del establecimiento, a la espera de que llegue el dueño y dé comienzo su jornada. En unas breves pinceladas, los conocemos a todos: Alfred, el empleado de mayor rango, un vendedor eficaz que no titubea al formular sus criterios, aunque estos se opongan a los del jefe; Vadas, el trepa vanidoso; Flora, modelo de callada eficiencia; Pirovitch, un hombre bueno e inteligente que, como tiene esposa e hijos que mantener, prefiere huir antes que contradecir a la autoridad; Ilona, una joven discreta, y Pepi, el sagaz chico de los recados. El jefe es un tipo serio, pero no déspota, que intenta que sus trabajadores estén a gusto. A este entorno llega Klara pidiendo un empleo. Al no haber vacantes, se encuentra con la negativa de Alfred, primero, y del dueño, después, pero ella, que tiene mucha experiencia en ventas, les hace cambiar de opinión colocándole a una clienta un artículo cuya viabilidad comercial había cuestionado Alfred poco antes. Se da la circunstancia de que ambos están enamorados por correspondencia de una persona a la que aún no han visto, y de que, en la convivencia diaria en la tienda, su relación es un tira y afloja constante.
Lubitsch añade a su legendaria elegancia en la puesta en escena elementos típicos de la guerra de sexos, que tan bien había explotado en obras anteriores. Es asombroso el jugo que extrae de las relaciones personales de un pequeño colectivo en un entorno cerrado, sin sobrecargar los diálogos ni ser víctima de estereotipos. Prueba de ello es la manera en la que muestra cómo Klara, una joven culta y sofisticada, sitúa a su cautivador amante epistolar en las antípodas de Alfred, a quien sólo conoce como empleado serio, riguroso y muy amigo de sacarla de sus casillas. El único rasgo positivo que encuentra en ese hombre, a quien ve como frío y carente de sensibilidad, es que se trata de un caballero, que cuando la invita a la trastienda para sustituir el género vendido se ocupa en exclusiva de eso. Él, por su parte, la considera atractiva, pero irritante, deslenguada y creída. Las Navidades se acercan, y el dueño de la tienda está inquieto porque su esposa le pide continuamente importantes sumas de dinero. Cuando un detective le informa de que su mujer le es infiel (el adulterio, uno de los temas preferidos de Lubitsch), y que su amante es uno de sus empleados, las sospechas recaen sobre Alfred, que es el único de sus trabajadores al que ha invitado con frecuencia a su casa. El que pocos días atrás era la mano derecha del jefe se ve en la calle horas antes de su primera cita presencial con la mujer con la que se cartea. Lubitsch retrata un entorno amable y sofisticado, pero no es ajeno a los problemas mundanos, como el desempleo, ni los sentimentales, como la soledad o los celos. Quien quiera saber en qué consiste el célebre toque del director alemán, que vea la forma en la que Alfred descubre que el objeto de sus desvelos románticos es su lenguaraz ex-empleada: un encuentro directo entre ambos sería, además de obvio, poco fructífero a esas alturas de la narración, así que es Pirovitch, el fiel amigo en la desgracia, quien le hace ver la realidad. Ese golpe, unido al de su reciente despido, le sumen en el desasosiego, y el encuentro entre los dos jóvenes se produce más tarde, pero con la importante salvedad de que sólo el hombre conoce toda la historia: ella, que espera a su cita, es incluso grosera con Alfred, que después de un rato que se le hace muy largo abandona el local de la cita en compañía del hombre que ha hecho soñar despierta a Klara. Esto se podía hacer de muchas maneras, pero la habilidad de Lubitsch para dar con la ideal vuelve a hacerse patente, del mismo modo que sus dotes para hacer que el previsible final tenga coherencia le pertenecen a él, y a muy pocos más.
Ni qué decir tiene que la puesta en escena es eminentemente teatral, aunque Lubitsch sabe imprimir empaque cinematográfico a esta obra que, en todo momento, es de distancias cortas. La distinción de la escenografía y el vestuario es otra de las características que engrandecen la película tanto como el ingenio y la sencillez de los diálogos. Otro veterano de la época muda, William H. Daniels, repite con Lubitsch después de Ninotchka y, con maestría, aporta luminosidad y buen gusto. Por su parte, Werner R. Heymann, que había trabajado para los nombres más insignes del cine alemán y fue reclutado por su más ilustre compatriota en Hollywood después de huir del nazismo, hace un trabajo digno, pero no de sus mejores.
Margaret Sullavan, una talentosa actriz que tuvo una carrera breve debido a sus problemas auditivos y su carácter rebelde, forma una pareja excelente con James Stewart, como poco antes había ocurrido en El ángel negro. La química entre ambos es fantástica, y Lubitsch la aprovecha para dar cancha a esta intérprete, que derrocha soltura en sus gestos y su manera de recitar los diálogos. En un film que es más romántico que cómico, Sullavan se luce, mientras que James Stewart, en la que fue su única colaboración con Lubitsch, le da una muy buena réplica, llena de la presencia y la sobriedad que le eran inherentes. La importancia de los secundarios, siempre capital en el cine del berlinés, se ve respaldada por interpretaciones notables, como la de Frank Morgan, que continuó aquí la buena racha culminada con su trabajo en El Mago de Oz en la piel de un comerciante de temperamento noble, que cambia su talante al destaparse el adulterio de su esposa, o la de una ilustre como Sara Haden, que brilla en el papel de Flora. Joseph Schildkraut, otro huido de los nazis, no se queda atrás como Vadas, el empleado zalamero y pelota que todos hemos sufrido alguna vez. Con todo, y sin dejar de alabar el desparpajo del joven William Tracy, los máximos honores están reservados a Felix Bressart, que da vida a un hombre machadianamente bueno, que además proporciona algunos de los mejores momentos cómicos de la película, como sus fugas cada vez que teme ser requerido para dar su opinión.
Este hito de la comedia romántica, al que cabe situar entre las mejores obras de Lubitsch, fue objeto de un remake a finales del siglo XX, pero confieso no haber visto esa película porque nada me invita a ello.