THE WAR LORD. 1965. 118´. Color.
Dirección: Franklin J. Schaffner; Guión: John Collier y Willard Kaufman, basado en la obra de teatro The lovers, de Leslie Stevens; Dirección de fotografía: Russell Metty; Montaje: Folmar Blangsted; Música: Jerome Moross; Dirección artística: Henry Bumstead y Alexander Golitzen; Decorados: Oliver Emert y John McCarthy; Producción: Walter Seltzer, para Court Productions-Universal Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Charlton Heston (Chrysagon); Richard Boone (Bors); Rosemary Forsyth (Bronwyn); Maurice Evans (Sacerdote); Guy Stockwell (Draco); Niall Mac Ginnis (Odins); James Farentino (Marc); Henry Wilcoxon (Príncipe frisio); Sammy Ross (Volc); Woodrow Parfrey, John Alderson, Allen Jaffe, Michael Conrad.
Sinopsis: Lord Chrysagon es enviado por su caudillo, el Duque, a gobernar unas tierras inhóspitas y diezmadas por las frecuentes incursiones de los frisios. De inmediato se enamora de una joven comprometida en matrimonio.
Dentro de la llamada generación de la televisión, Franklin J. Schaffner ocupa un lugar muy destacado. Sus continuos logros en producciones para la pequeña pantalla facilitaron su salto al largometraje, del que ya surgió una obra perdurable (El mejor hombre) al segundo intento. El tercero, que fue El señor de la guerra, no se vio acompañado por un éxito masivo, pese a tratarse de un film de gran calidad ambientado en un período histórico, la Edad Media, en general ignorado por el cine. La cinta adaptaba una obra teatral del prolífico Leslie Stevens, que igualmente había firmado numerosos trabajos para la televisión, medio en el que había coincidido con Schaffner. El señor de la guerra es una película oscurecida en relación a otros proyectos más laureados y populares de sus principales artífices, me atrevo a decir que de forma injusta.
Puestos a echar la vista hacia atrás, Hollywood siempre decantó sus preferencias hacia la glorificación de los pioneros estadounidenses y, yendo mucho más lejos en la cronología y las latitudes, hacia el esplendor del Imperio Romano y los orígenes del cristianismo. La década de los 50 fue la época de máximo apogeo de los géneros que engloban a estas películas, el western y el peplum, que encumbró a Charlton Heston gracias al espectacular éxito de Ben-Hur. Los años 60 marcan el ocaso de ambos géneros, pues la sobreproducción daba lugar a productos cada vez más mediocres y, además, provocaba la saturación de las audiencias, siempre deseosas de novedades. Los films ambientados en la Edad Media, siendo mucho menos numerosos, se vieron en parte arrastrados por el ocaso de las películas de romanos, aunque justo es señalar que una de las mejores películas sobre aquel período, El Cid, se estrenó en los 60 y fue protagonizada por el propio Heston. Con todo, los tiempos estaban cambiando a ritmo vertiginoso, y las nuevas generaciones de cineastas se decantaban mucho más por el realismo que por la evasión. El señor de la guerra consigue retratar una época bastante desconocida de un modo muy creíble. El prólogo es la típica locución que busca poner en antecedentes al público, y a partir de ahí rigor y entretenimiento se funden de manera espléndida. El protagonista absoluto es Chrysagon, un caballero que, por encargo de su líder, el Duque de Normandía, debe gobernar unas tierras lejanas. Al llegar a ellas, lo que encuentra es una comarca fangosa, poblada por unos nativos anclados en sus ancestrales ritos paganos y cuya pobreza está en parte provocada por los continuos saqueos de los frisios, cuyas tierras se hallan más al norte. Chrysagon, que viaja acompañado por un pequeño grupo de soldados, entre los que se encuentra su hermano menor, Draco, prueba su valor en una escaramuza contra los asaltantes, en la que capturan a un niño que resulta ser el hijo del rey frisón. No obstante, el hecho decisivo para ese hombre, que lleva veinte años guerreando sin parar, es su fortuito encuentro con Bronwyn, una bella joven que está prometida con Marc, hijo del líder de los nativos. Cautivado por ella, Chrysagon hace valer su jerarquía sobre tierras y pobladores para imponer el ius primae noctis, una costumbre del Medievo, condenada por la Iglesia pero vigente en muy distintos territorios, que obliga a la recién casada a pasar la noche de bodas con el señor feudal. A regañadientes, el esposo y sus compatriotas aceptan el rito, pero se indignan cuando el recién llegado se niega a cumplir su parte del trato, que es devolver a la mujer al recién casado.
Es importante señalar que la película, pródiga también en escenas de batalla, se centre en las causas y consecuencias de un amor puro e incondicional, surgido a raíz de algo tan antirromántico (e hiperclasista) como el derecho de pernada. Mientras sus tropas se burlan de la atractiva porquera, que acaba arrojada al río y despojada de sus rudimentarias vestimentas, Chrysagon ve en ella no sólo la obvia llamada del deseo, sino también la promesa de una paz que apenas ha conocido hasta entonces. Sin embargo, esa paz es imposible debido precisamente a lo antisocial de esa unión, primero acatada y luego querida por la mujer. Por ello, cuando los fr¡sones acuden a librar batalla, para consolidar su dominio y liberar al joven príncipe, los pobladores de la región se ponen de su lado y Chrysagon sólo cuenta con la ayuda de su pequeño ejército, valeroso y bien armado, y con la escasa vulnerabilidad de la torre en la que queda recluido, para defender su amor y su vida.
Muy versado en otras lides menos espectaculares, hay que resaltar el brío del que hace gala Schaffner en las escenas de acción, que alcanza momentos en verdad dignos de elogio durante la larga secuencia del asalto frisio a la torre. Para constatarlo, ahí está la escena de la destrucción del primer ariete, que a mi juicio es complicado rodar mejor. En las escenas de corte intimista puede que el visionado se haga algo lento, pero ni libreto ni director juegan la carta del sentimentalismo exacerbado, que poco tiene que ver con una película áspera sobre tiempos ásperos. Es interesante señalar cómo una película que empieza desarrollándose en amplios entornos naturales va haciéndose cada vez más claustrofóbica a medida que Chrysagon va quedándose más solo para salvaguardar su vida, y con ella un romance que ni sus más fieles entienden. Más teatral en la reclusión de la torre, y diestro en las siempre complicadas escenas de masas, Schaffner se beneficia de la brillantez de los aspectos técnicos, empezando por la amplísima experiencia, sin duda muy superior a la suya, de Russell Metty en la iluminación y rodaje de escenas de batalla. Jugando con la luz exterior y el claroscuro en un estilo muy similar al del film que fue su cumbre en color, Espartaco, Metty sufrió en sus vitrinas el hecho de que la película no tuviese la repercusión que merecía. El montaje, primoroso en las batallas, es del hombre que hizo Río Bravo, con lo que no hay mucho que añadir al respecto. Poco se habla también de la omnipresente banda sonora de Jerome Moross (con la colaboración no acreditada de Hans J. Salter, según parece), pues su aliento épico y riqueza armónica la colocan a un nivel muy alto.
Si decimos que Charlton Heston ya había interpretado el papel de Chrysagon en el teatro ya podemos deducir, por una parte, su familiaridad con un personaje que suponía un giro en su carrera cinematográfica, y también su implicación en un proyecto del que fue principal valedor y que sin él difícilmente hubiese llegado a ser lo que fue. El actor no renuncia a su tradicional rol de héroe, pero aquí ofrece una versión del mismo más desencantada y madura, lo que hace que veamos una de las mejores interpretaciones de Heston en el cine. Es curioso que su parquedad gestual, unida a que tampoco la actriz que daba vida a su amada, Rosemary Forsyth, posea una expresividad exacerbada, contribuya a evitar que el romance entre ambos caiga en lo almibarado. Por lo demás, Forsyth, actriz que acabó haciendo carrera en la televisión, hace creíble el papel de una mujer que pasa de simple objeto a objeto precioso. Notable alto para Richard Boone, que da vida a Bors, el fiel y sensato escudero de Chrysagon y su único apoyo incondicional. Guy Stockwell hace una buena interpretación, pero quizá se pase de rosca cuando se manifiesta cómo su personaje rebosa de envidia frente a su hermano. Niall MacGinnis, como el líder de los lugareños, es uno de los mejores del reparto, y no le va muy a la zaga Maurice Evans en la piel de un sacerdote inteligente e intrigante, como la mayoría de su especie. James Farentino, que da vida al esposo ultrajado, apunta buenas maneras en uno de sus primeros papeles relevantes en la gran pantalla.
Muy buena película, a la altura de las obras mayores de Franklin J. Schaffner, lo que es mucho decir, porque los inicios de su carrera fueron impresionantes.