LA MADRIGUERA. 1969. 102´. Color.
Dirección: Carlos Saura; Guión: Rafael Azcona, Geraldine Chaplin y Carlos Saura, según una idea de Carlos Saura; Dirección de fotografía: Luis Cuadrado; Montaje: Pablo G. Del Amo; Música: Luis De Pablo; Dirección artística: Emilio Sanz; Producción: Elías Querejeta, para Elías Querejeta Producciones Cinematográficas, S.L. (España).
Intérpretes: Geraldine Chaplin (Teresa); Per Oscarsson (Pedro); Teresa del Río (Carmen); Emiliano Redondo (Antonio); Julia Peña, María Elena Flores.
Sinopsis: Pedro y Teresa, que pertenecen a la alta burguesía, llevan cinco años casados. Su monótono matrimonio experimenta cambios cuando ella recibe en herencia el mobiliario de su familia y eso la lleva a revivir su infancia.
Si bien son muchos los que opinan que lo mejor de la filmografía de Carlos Saura se encuentra en las décadas de los 60 y 70, no todos los títulos que el director aragonés firmó en esos años gozan del mismo predicamento entre la cinefilia. Después de Peppermint frappé, que mantuvo alto el pabellön tras el singular logro artístico que fue La caza, y que además marcó el inicio de la colaboración entre Saura y el mejor guionista que ha dado España, Rafael Azcona, y también con la actriz que fue su musa en aquellos años, Geraldine Chaplin, vinieron dos obras consideradas menores por los críticos: Stress-es tres-tres y La madriguera, film en el que, a diferencia del título anterior, volvía a intervenir Azcona en la escritura. No obstante, estamos ante la más desconocida de las colaboraciones entre ambas luminarias del cine español, y ante un trabajo desigual, pero con méritos importantes.
Una de las consecuencias de la furiosa reacción del régimen de Franco a ese proyecto rupturista que fue La Caza consistió en que tanto el productor Elías Querejeta, cuya influencia en la obra temprana de Saura es significativa, como el propio director, comprobaran que era más recomendable buscarse las habichuelas fuera de un país en el que la libertad era sólo un bello anhelo (de muchos, que no de todos). Quizá con La madriguera llevaron demasiado lejos ese propósito, pues se trata de la película menos española de cuantas filmara Carlos Saura, con lo que se pierde riqueza en las referencias y se observan demasiadas concesiones a las modas de la época. El influjo de la Nouvelle Vague es evidente en esta película, pero resuenan mucho más los ecos de Ingmar Bergman en el análisis de este matrimonio burgués en acelerado proceso de descomposición. Por ahondar un poco, el Azcona que aquí encontramos tiene mucho más que ver con el que trabajaba codo con codo con Marco Ferreri que con el que era mano derecha de Berlanga, pues aunque el discurso sobre lo encorsetado del concepto de pareja tradicional y del sinsentido de la monogamia están ahí en ambos frentes, la inclinación a satirizar lo cañí del director valenciano no figura en la ecuación que manejan Saura, Querejeta, Azcona y una Geraldine Chaplin a la que se deben algunas de las escenas de la película. Lo que hacen todos ellos es colocar a un matrimonio de clase aconodada en un lujoso chalet de Somosaguas, escenario casi único de la filmación, y encerrarlos allí durante un fin de semana para que la cámara observe cómo se someten a un juego perverso que, por una parte, les aleja de la monotonía en que viven instalados después de un lustro de vida en común, pero por otra les coloca frente al hecho de que la suma de los fantasmas de ambos es mucho mayor que esos mismos elementos por separado.
Ellos son un alto ejecutivo de una empresa automovilística y una ama de casa con el buen gusto estético y la inmadurez característicos de quienes siempre han vivido rodeados de comodidades. No tienen hijos. La llegada a su chalet de un camión de mudanzas lo cambiará todo, pues en él se halla el mobiliario familiar de la mujer, que en principio va a parar al trastero. Allí acude por las noches la esposa en un estado de sonambulismo que permite, por ejemplo, que su marido sepa que la boda se produjo más por imposición de la familia de ella que por un amor verdadero. Es llamativo que el hombre entre en el mundo oculto de su mujer ocupando el lugar del autoritario padre ausente. Sin embargo, después de algunas concesiones parciales, el marido regresa un día del trabajo y se encuentra con que ese vetusto mobiliario ha pasado del trastero a constituir la principal decoración de la casa. Su reacción es iracunda, porque comprueba que ese rol de jerarca familiar que la sociedad le otorga sólo es efectivo de puertas afuera. El fin de semana, y el alcohol de gama alta que también han recibido en la herencia, les lleva a aislarse por completo del resto del mundo, ya sea del servicio o de un matrimonio amigo, mucho más parecido que ellos a la típica familia española, que aprovecha su presunta ausencia para criticarles sin piedad, cosa que ambos descubren gracias a la pasión de él por la alta tecnología (muy pronto se dieron cuenta los artífices de la película de que esos artilugios desocializan no poco) y a protagonizar juegos cada vez más perversos, grotescos y peligrosos.
Saura lo filma (casi) todo con frialdad, utilizando elegantes travellings para ilustrar el lujo, y los primeros planos para hacernos testigos de los vaivenes de una pareja protagonista a la deriva. Lástima que, en el tramo final, director y película abandonen ese distanciamiento, salpicado con secuencias surrealistas que remiten al cineasta que más ha influido a Saura, su paisano Luis Buñuel, tanto el de sus primeros trabajos (la escena de los insectos, el hormiguero) como al de esa obra maestra que es El ángel exterminador, para abrazar un dramatismo, en mi opinión forzado, que desluce algunos de los logros anteriores, que no son pocos: la extrema importancia del lugar físico en el que se desarro9lla, la historia, y de los objetos que lo pueblan, la manera en la que el marido pasa de ser el aburrido burgués que debe ser, al inductor y amplificador de los juegos cada vez más irracionales a los que se lanza su mujer, las oscilaciones en los roles de víctima y verdugo que tanto obsesionaban (y con qué buen ojo) a Azcona, la plasmación de la falsedad de las relaciones sociales en una sola escena… Incluso la música de Luis De Pablo, sutil en su conjunto, se deja llevar por ese arrebato final, hasta caer en lo chirriante.
La madriguera nos brinda uno de los mejores trabajos de Geraldine Chaplin. Quizá algo dubitativa en las primera escenas, sensación acrecentada a causa de su precario castellano, la actriz borda a esa niña caprichosa, a todas luces imcómoda con el papel de mujer adulta que le viene impuesto por edad y clase social, en que se convierte desde la primera vez en la que, sonámbula, baja al trastero. Al final, como todo en la película, sobreactúa, pero eso no desmerece un trabajo notable. Para acentuar el carácter internacional de la película, el protagonismo masculino recae en Per Oscarsson, actor de prestigio que, pese a su origen, nunca estuvo asociado al cine de Ingmar Bergman. Pese a las limitaciones que para valorar su trabajo implica el hecho de que esté doblado al español, he de decir que el desempeño de Oscarsson, quien tampoco se libra del paroxismo final, es en muchos momentos de alto nivel. Apenas hay espacio para otros personajes, pero no quiero obviar la loable aparición de ese gran secundario que fue Emiliano Redondo.
La madriguera es una película a la que quizá muchos despachen empleando de manera despectiva (allá ellos) la palabra intelectual, pero que, pese a sus errores y excesos, tiene suficientes cualidades como para dejarla lejos del cajón del olvido.