DEAD & BURIED. 1981. 90´. Color.
Dirección: Gary A. Sherman; Guión: Ronald Shusett y Dan O´Bannon, según un argumento de Jeff Millar y Alex Stern; Dirección de fotografía: Steve Poster; Montaje: Alan Balsam; Música: Joe Renzetti; Dirección artística: Joe Aubel y Bill Sandell; Producción: Robert Fentress y Ronald Shusett, para Aspen Productions (EE.UU.)
Intérpretes: James Farentino (Sheriff Dan Gillis); Melody Anderson (Janet Gillis); Jack Albertson (William D. Dodds); Dennis Redfield (Ron); Nancy Locke Hauser (Linda); Lisa Blount (Chica de la playa/Enfermera); Robert Englund (Harry); Bill Quinn (Ernie); Michael Currie, Christopher Allport, Joe Medalis, Macon McCalman, Lisa Marie, Estelle Omens, Barry Corbin.
Sinopsis: El sheriff de un pequeño pueblo ve cómo su plácida existencia se ve alterada por el asesinato de varios forasteros y el extraño comportamiento de su esposa.
Cuando se habla de películas de culto, el común de los mortales suele referirse a aquellos films de bajo presupuesto, sin estrellas rutilantes en el reparto o la silla de dirección, que se estrenan casi de tapadillo sin obtener una recaudación espectacular pero llaman la atención de sus espectadores, que forman una pequeña legión divulgadora que, con el paso de los años, logra que esas películas no caigan en el olvido y sean reivindicadas por las generaciones posteriores de cinéfilos. Según esta definición, Muertos y enterrados cumple todos los requisitos para ser una obra cinematográfica de culto. Se trata de un proyecto pilotado por Ronald Shusett, co-guionista de Alien, que asumió tareas de producción y reclutó para la causa a su compañero en la escritura de aquella obra maestra, Dan O´Bannon, aunque, según confesión propia, su aportación en la película se limitó a la inclusión en los créditos, pues los cambios que sugirió en el libreto no fueron tenidos en cuenta por Shusett. Se confió la dirección al joven Gary Sherman, que se había estrenado poco antes con la curiosa Sub-humanos, de la que he leído que se prepara un remake protagonizado por los saboteadores de la Vuelta Ciclista a España. Muertos y enterrados pasó bastante desapercibida en su estreno, pero el buen olfato de quienes fueron a verla, así como la novelización que del libreto hizo la popular escritora pulp Chelsea Quinn Yarbro, rescataron, en un loable ejercicio de justicia poética, del olvido a uno de los mejores films de terror de los años 80.
Muertos y enterrados representa, a mi juicio, lo mejor de la serie B: excelente aprovechamiento de los recursos, guión ingenioso y salpicado de referencias cinéfilas, actores poco conocidos pero muy solventes, ausencia de pretenciosidad y retórica, y un crescendo narrativo que atrapa al espectador hasta ofrecerle un final de impacto. La cosa no puede empezar más suave, con música de piano y un fotógrafo retratando una playa solitaria… hasta que aparece una bella joven, que primero se ofrece a hacer de modelo y, poco después, realiza una proposición sexual al artista. En ese momento, entran en escena varias personas, que primero golpean y después queman vivo al fotógrafo, que logra sobrevivir, aunque desfigurado y con graves quemaduras en todo el cuerpo. Poco a poco, vamos sabiendo que los agresores son los lugareños de ese pueblo costero, llamado Potter´s Bluff, quienes al parecer son especialmente refractarios a las cacareadas bondades del turismo. Mientras, el sheriff trata de esclarecer lo sucedido, que sólo será el primer episodio de una serie de sádicos crímenes, al tiempo que intenta averiguar el motivo por el que se mujer, profesora en la escuela local, actúa de una manera tan rara.
Lo que llama la atención en la película son las pocas cosas que fallan en ella, lo que la sitúa bastante por encima de gran parte de los films de terror de la era moderna, algunos tan míticos como La noche de los muertos vivientes, Las colinas tienen ojos o Viernes 13. Con una trama, sostenida con mano firme por Gary Sherman, que mezcla elementos de La legión de los hombres sin alma y La invasión de los ladrones de cuerpos con la legendaria estirpe de los mad doctors que arranca con Frankenstein, el desarrollo del film recuerda a las mejores obras de John Carpenter, con un ambiente sombrío y un pueblo apartado del resto del planeta en el que se suceden hechos a cuál más macabro mientras un servidor de la ley se esfuerza en entender y aclarar lo que ocurre, antes de verse absorbido por un fenómeno de mucha mayor envergadura de la que creía. Todo inquieta (la visión del fotógrafo reconvertido en empleado de la gasolinera, el destino de la familia que va a parar al pueblo por no haber escogido la ruta adecuada, las miradas siempre inquisitivas de los lugareños y, por encima de todo eso, el amor a su arte de ese forense de refinado gusto musical), nada sobra (el montaje es ejemplar, gracias al trabajo de Alan Balsam, quien falleció víctima del SIDA a los 42 años), y se mire por donde se mire no hay ni bajones en el ritmo ni nada que se parezca a un tiempo muerto. La labor del mítico Stan Winston en los efectos especiales aporta una calidad extra a una película cuyo director huye de florituras pero ayuda sobremanera a que todo encaje. El modo en que se muestra, por ejemplo, el trabajo del fotógrafo en el prólogo, o la grabación con la que el sheriff descubrirá la terrible verdad, lo firmarían sin dudar cineastas con mucho más nombre que un Gary Sherman al que quizá la industria no supo aprovechar de forma adecuada en su faceta de director. Por citar una secuencia concreta, en la de la familia forastera asediada por los lugareños en el caserón solitario hay terror genuino. Ahí acompaña muy bien la música de Joe Renzetti, que en el prólogo engaña por su ligereza y que, como todo el film, se hace más intensa cuando toca.
El rostro de James Farentino se hizo popular gracias a la televisión, medio en el que desarrolló gran parte de su carrera. Casi siempre secundario, en este film incorporó a uno de los pocos protagonistas de su trayectoria, y la verdad es que lo hizo de un modo harto convincente. Su personaje tiene todos los trazos de un fiel servidor de la ley, aunque en realidad es un inadaptado, y el trabajo del actor hace que no seamos ajenos a su creciente asombro. Melody Anderson, actriz también televisiva que tuvo aquí su segundo papel en la gran pantalla, después del interpretado en Flash Gordon, exhibe un nivel notable en el rol de esa maestra con predilección por la magia negra, pero todos los parabienes deben ir al veterano Jack Albertson, un tipo que estuvo en Más dura será la caída o Días de vino y rosas, y que se despidió a lo grande bordando a ese forense melómano y artista de la reconstrucción facial. Eficaces secundarios como Linda Blount, que es la que marca el tránsito de lo idílico a lo macabro, Bill Quinn o Barry Corbin hacen el resto en un film que nos permite ver a Robert Englund antes de convertirse en el icono del cine de terror ochentero.
No tendrá estrellas, ni jóvenes al frente del reparto, quienes no en vano suelen ser el principal reclamo del cine de terror, pero Muertos y entrerrados es una de las mejores películas del género en su tiempo, y en los que vinieron después.