LADY MACBETH. 2016. 89´. Color.
Dirección: William Oldroyd; Guión: Alice Birch, basado en la novela de Nikolai Leskov Lady Macbeth de Mtsensk; Director de fotografía: Ari Wegner; Montaje: Nick Emerson; Música: Dan Jones; Dirección artística: Thalia Ecclestone; Diseño de producción: Jacqueline Abrahams; Diseño de vestuario: Holly Waddington; Producción: Fodhia Cronin O´Reilly, para BBC Films-Sixty Six Pictures-BFI-Creative England-iFeatures-Nine Daughters (Reino Unido).
Intérpretes: Florence Pugh (Katherine); Cosmo Jarvis (Sebastian); Paul Hilton (Alexander); Naomi Ackie (Anna); Christopher Fairbank (Boris); Golda Rosheuvel, Anton Palmer, Rebecca Manley, Cliff Burnett, David Kirkbride, Bill Fellows.
Sinopsis: Una joven, casada con un terrateniente escocés al que no ama, inicia una relación con un mozo de cuadra y llegará al crimen para salvaguardarla.
Tras unos inicios de carrera centrados en el teatro y la realización de cortometrajes, William Oldroyd dio el salto al formato largo con la adaptación de Lady Macbeth de Mtsensk, relato de Nikolai Leskov cuyas reminiscencias shakespearianas no van mucho más allá del título. Esta obra, sin duda la más conocida de su autor en la actualidad, ya había sido adaptada en diversas ocasiones para el cine y la televisión, sin que ninguno de esos trabajos obtuviera la dimensión internacional que sí alcanzó la versión de Oldroyd, más por el predominio de la cultura anglosajona que por cuestiones de calidad artística. Sea como fuere, el film tuvo un exitoso recorrido por los distintos festivales en los que participó, entre los cuales sobresalen San Sebastián y Toronto, y se convirtió en una de las películas independientes más exitosas en las taquillas cuando llegó al público vía salas de exhibición y plataformas.
Más allá del hecho de que la acción se traslada desde Rusia a Escocia, la adaptación escrita por Alice Birch es bastante fiel a un original que, con mucha probabilidad, influyó en una obra tan conocida en todo el mundo como El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence. A esas tierras de cielo gris y alejadas de casi todo llega Katherine después de su matrimonio concertado con el hijo de un terrateniente local. Las primeras escenas sirven para definir la atnósfera opresiva que respira esa joven, apartada del mundo, inmersa en una unión que su esposo no manifiesta interés en consumar y ahogada por la clausura a la que la obliga su dominante suegro, y de la que Katherine trata de huir paseando por los bosques y acantilados que rodean la hacienda. La única compañía de la joven esposa es su criada, Anna, una mujer que, al contrario que ella, es dócil y sumisa. Cuando los conflictos y los negocios llevan a marido y a su suegro lejos de la propiedad, Katherine conoce a un apuesto mozo de cuadra, con quien no tarda en mantener una relación sexual que, como es fácil imaginar, desafía todas las convenciones.
Es importante recalcar que esta historia es, ante todo, una fábula moral, además del retrato de un encoñamiento de dimensiones homéricas que, sin duda, sería muy del gusto de nuestro Vicente Aranda. En esencia, Katherine es una psicópata, cuya capacidad de hacer el mal se ve lastrada por las limitaciones que le impone su condición de mujer en una sociedad que concibe su sexo como un servil objeto decorativo cuya principal función es la de traer hijos al mundo. Con la libertad que le otorga la lejanía de quienes la oprimen, Katherine traspasa una línea roja moral metiendo en su cama a un empleado, al que casi cabe considerar esclavo, y elevándole además a la condición de jefe de facto de la hacienda. Una vez probado el veneno, la protagonista se entrega a él con desmesura, sumiéndose en una espiral de inmoralidades cada vez de mayor calado. Lo sustantivo de este personaje no es su propensión al crimen, sino la frialdad con que lo perpetra y asume sus consecuencias. Por seguir con la lectura moralista, Katherine es una figura demoníaca, y la espita que abre su caudal de maldad es el sexo. Otro aspecto a destacar en el film, y que hoy en día está muy en desuso víctima de millones de olvidos voluntarios, es que hay una opresión mayor que la que marcan los cromosomas, y esa fue, es y seguirá siendo (así conviene a todos los que mandan, con independencia de su pelaje) la clase social a la que se pertenece. El final de la película no puede ser más ilustrativo a este respecto. Alabo por ello la valentía de esta obra a contracorriente.
A la hora de ilustrar este conflicto, William Oldroyd se decanta por una puesta en escena fría, muy acorde con la personalidad de la protagonista. Jamás luce el sol en ese entorno malsano, que el director muestra con una estética cuidada, aunque quizás desde una perspectiva en exceso academicista que por momentos le resta fuerza a un relato que, en general, va muy sobrado de ella. Planos largos y bien sostenidos, con travellings elegantes y precisos, revelan a un director con talento. Basta con ver el modo en que se plasma en pantalla la realidad de un matrimonio no consumado, con un inteligente uso del fuera de campo. A medida que avanza la inmoralidad en la finca, el film va haciéndose más oscuro, y aquí hay que alabar los resultados que logra Ari Wegner con la luz natural. Mencionar también que existe un crescendo a la hora de exponer los crímenes: el primero lo deducimos por los efectos de sonido y el rostro de satisfacción de Katherine; en el segundo, vemos la pelea que lo genera, pero no la ejecución del asesinato, aunque sí sus consecuencias. El tercer crimen, que es el más abyecto de todos, lo vemos, aunque desde un lacerante plano medio. De otra forma, el mensaje final del film no podría comprenderlo el espectador de la forma en que lo hace. Del montaje hay que elogiar la concisión, mientras que la presencia de la música es meramente testimonial, hasta el punto de que su casi absoluta ausencia hace que apenas podamos hablar de una banda sonora como tal.
El papel de Katherine supuso la consagración para Florence Pugh, a mi juicio una de las mejores actrices aparecidas en este siglo. Ella consigue que su personaje, marcado por una absoluta falta de compasión, dé miedo, y en buena parte es gracias a ella que se entiende la reacción final de su amante, incapaz de asumir una carga moral tan enorme. Pugh logra plasmar con el mismo acierto el modo en que su personaje es oprimido, y las espiral de malignidad que aflora en cuanto desaparece esa opresión. En cambio, Cosmo Jarvis palidece frente a su compañera de reparto, y pasa de lo inexpresivo a lo afectado sin demasiadas estaciones intermedias. Paul Hilton está bastante mejor, aunque su personaje sea menos importante, porque es su ausencia la que desencadena el conflicto. Su trabajo y su expresión sí nos deja ver algo nada baladí en la historia: que si su matrimonio no se consuma es por la falta de deseo que le inspira su joven esposa. Naomi Ackie, en su primer papel cinematográfico, muestra buenas maneras como criada servil y doliente, mientras que Christopher Fairbank deja claro que su dominio del oficio está fuera de toda duda.
Lady Macbeth es una muy buena película, a la que quizá falte algo de aliento para llegar a obra maestra, pero que justifica los parabienes recibidos. Creo que la distancia con la que cuenta una historia por definición incómoda para el espectador, que es el modo escogido por William Oldroyd, es un gran acierto, respaldado por la labor de una actriz soberbia y por algunos secundarios excelentes. Todos ellos dan lustre a este drama rotundo, destinado a sobrevivir a su época.