GASLIGHT. 1944. 114´. B/N.
Dirección: George Cukor; Guión: John Van Druten, Walter Reisch y John L. Balderston, basado en la obra teatral de Patrick Hamilton; Dirección de fotografía: Joseph Ruttenberg; Montaje: Ralph E. Winters; Música: Bronislau Kaper; Dirección artistica: Cedric Gibbons; Producción: Arthur Hornblow, Jr., para Metro-Goldwyn-Mayer (EE.UU.).
Intérpretes: Charles Boyer (Gregory Anton); Ingrid Bergman (Paula Alquist); Joseph Cotten (Brian Cameron); May Whitty (Mrs. Thwaites); Angela Lansbury (Nancy); Barbara Everett (Elizabeth); Emil Rameau (Maestro Guardi); Edmund Breon, Halliwell Hobbes, Tom Stevenson, Heather Thatcher.
Sinopsis: Una joven, cuya madre murió asesinada, se casa con un músico. La pareja decide residir en la casa en la que ocurrió el trágico suceso. Al poco tiempo, la mujer empieza a escuchar ruidos extraños.
Escoger la mejor película de George Cukor es complicado, pues el director neoyorquino es el responsable de un puñado de obras de altísimo nivel, entre las que la elección se reduce en la práctica a un simple tema de gustos. Entre los films que siempre aparecen en ese debate se encuentra Luz que agoniza, adaptación de una pieza teatral de Patrick Hamilton que ya había sido llevada al cine, pocos años antes y con notable éxito, en Inglaterra. La versión estadounidense, que asimismo ocupa un lugar destacado en la relación de mejores remakes de la historia del cine, multiplicó la dimensión de esta historia, que trascendió cine y teatro para convertirse en un referente de la cultura popular, que goza del privilegio de haber dado nombre al tipo de abuso psicológico descrito en la obra. En el terreno cinematográfico, dos Óscars y otras cinco nominaciones refrendaron el trabajo hecho.
Cineasta dúctil, aunque siempre asociado a la comedia y al musical, Cukor aprovechó todas las virtudes de esta historia, añadiéndole además algunas cualidades de su cosecha, como la incontestable capacidad del director para extraer el máximo partido del trabajo de sus actrices. Esta película, cuyo trasfondo parece más cercano a Hitchcock que al tipo de obras que hicieron célebre a Cukor, está realizada con una sobriedad y una elegancia que le hacen rozar la perfección, por mucho que haya elementos en la intriga criminal que sean tramposos, o que esta versión estadounidense deslice un romance entre la protagonista femenina y el policía que sospecha de su esposo que muy poco aporta al entramado dramático. El guión, y esto lo hace rompedor en aquella y en todas las épocas, es un explícito alegato contra los peligros de ese desorden neuronal popularmente conocido como flechazo, dado que es esta clase de amor ciego, unido al trauma infantil sufrido por la protagonista, la causante de los males de una mujer a la que, al principio, vemos radiante y entregada a su vocación musical. Los amoríos de la joven con su pianista, un apuesto hombre maduro al que acaba de conocer, no parecen más que la prolongación del cuento de hadas en el que vive una persona marcada desde la niñez por el asesinato sin resolver de su madre, una famosa cantante. Nada más lejos de la realidad, pues el fin lógico de ese romance, que no es otro que el matrimonio, no será sino el inicio de una espiral de sinsabores, ya que el dominio que ejerce ese hombre sobre ella, producto del amor puro y sin condiciones, es el factor que la llevará a cuestionarse su propia estabilidad mental. También a no indagar en los motivos del interés de su marido en que la pareja resida en el hogar londinense en el que ella vivió una infancia feliz, truncada por el asesinato de su madre. Esa casa es uno de los personajes más importantes de la película, no sólo por lo que en ella había sucedido en el pasado, sino porque su propio diseño y distribución tienen una relevancia fundamental en la intriga. El espectador sospecha que el afán del marido por almacenar en un altillo, aislado del resro de la casa, las pertenencias de la antigua dueña de la casa va más allá de proteger a su esposa del recuerdo de sus traumas infantiles, y que sus frecuentes salidas nocturnas tienen otra finalidad que la de componer su música en una reclusión absoluta (aspecto este que seguramente sea el más débil de la trama criminal), pero todo ello se explica por las propias características de un domicilio que, para la joven protagonista, pasa de forma progresiva de nido de anor a manicomio.
Cukor, que era mucho más amigo de los travellings que otros realizadores clásicos como Hawks o, por supuesto, John Ford, mueve la cámara con elegancia entre las distintas dependencias de la casa en la que casi todo sucede. Tratándose de una película que es, en esencia, un viaje al lado oscuro, destaca la utilización de los primeros planos para mostrar el progresivo deterioro de Paula, la protagonista, que se manifiesta de un modo más explícito en la forma en que ella mira hacia el techo intentando en vano hallar un motivo lógico que explique las recurrentes bajadas de intensidad en la iluminación de su dormitorio durante la madrugada. De la misma forma, se emplean cada vez más los planos en los que Gregory, el marido, está de pie junto a su mujer, que se encuentra sentada o metida en la cama, siempre en una posición superior para ilustrar el dominio que ejerce el uno sobre la otra. En esos juegos lumínicos antes mencionados es donde más se debe poner el valor el trabajo de Joseph Ruttenberg, para mí uno de los mejores camarógrafos de siempre en lo que se refiere a la iluminación de espacios cerrados. Los espléndidos decorados, cuyo máximo responsable fue el eterno Cedric Gibbons, justifican la segunda de las estatuillas otorgadas a la película, mientras que la partitura de Bronislau Kaper, sin ser excelsa, sí es muy sólida y realza el dramatismo de escenas clave, como la del hallazgo por parte de Paula de la carta escrita a su madre por un admirador, objeto que desencadena el cuestionamiento de su equilibrio mental.
Encabeza el reparto Charles Boyer, pero Luz que agoniza será recordada por ser la película que selló con un Óscar el noviazgo, interrumpido de forma abrupta por el conservadurismo moral de la época, entre Ingrid Bergman y Hollywood. Bergman es, a mi juicio, una de las tres mejores actrices dramáticas de la historia del cine (las otras dos son Bette Davis e Isabelle Huppert), y el papel de Paula Alquist le permite desarrollar todo su talento, mostrándose cada vez más desvalida, de un modo a la vez intenso y verosímil. Su rostro ante el descubrimiento de la terrible verdad es el de una mujer rota, pero ajena a los excesos. Boyer, por entonces una gran estrella del celuloide, no se queda muy atrás en la piel de un hombre retorcido y manipulador, pero refinado y sin perder jamás el toque de distinción. Joseph Cotten asume un papel bastante más tópico, el de investigador atraído por la mujer a la que considera víctima de un delito, y lo resuelve con solvencia, mientras que Angela Lansbury corrobora la mano maestra de Cukor con las actrices en el rol de criada lenguaraz y ambiciosa. May Whitty, una gran veterana, borda el papel de anciana cotilla, poniendo el único contrapunto distendido de la película. Por su parte, Barbara Everest muestra la solidez que siempre caracterizó sus apariciones en la pantalla.
Sobresaliente película, digna del mejor Hitchcock, en la que George Cukor dio lo mejor de sí mismo y aprovechó las virtudes de una actriz superlativa. Un clásico con todas las letras.