UN CHIEN ANDALOU. 1929. 16´. B/N.
Dirección: Luis Buñuel; Guión: Luis Buñuel y Salvador Dalí; Dirección de fotografía: Albert Duverger; Montaje: Luis Buñuel; Música: Piezas de Richard Wagner y Álvarez/Otero (Versión sonorizada de 1960); Producción: Luis Buñuel, para Les Grands Films Classiques (Francia).
Intérpretes: Simone Mareuil (Mujer joven); Pierre Batcheff (Hombre); Luis Buñuel (Hombre con navaja de afeitar); Pancho Cossío, Salvador Dalí, Fano Messan, Juan Esplandiu, Robert Hommet, Marval, Jaume Miravitlles.
Sinopsis: Sucesión de escenas surrealistas cuyo nexo común es la presencia de una joven pareja.
Pocos directores han logrado entrar en la historia del cine con su primer cortometraje de la forma en que lo hizo el aragonés Luis Buñuel hace casi un siglo. Un perro andaluz atendía al propósito de trasladar a la gran pantalla el espíritu del surrealismo, movimiento artístico que vivió su apogeo en la Europa de los años 20. Buñuel contó con la colaboración de un amigo de juventud llamado Salvador Dalí, que coescribió el guión y cuya impronta se aprecia en algunos de los momentos más delirantes de una obra que ya lo es de por sí, hasta el punto de que, cuando el film se estrenó al público, Buñuel se colocó detrás de la pantalla y llenó sus bolsillos con guijarros, para defenderse ante una previsible reacción iracunda de la audiencia que, finalmente, no se produjo. Predomínó la estupefacción, aunque luego llegaran diversas denuncias por obscenidad contra la película. El gran mérito de Un perro andaluz es que su visionado continúa provocando el asombro de los espectadores casi cien años después de su estreno.
Que nadie busque un guión propiamente dicho, porque no lo encontrará. De lo que va el asunto es de encadenar escenas surreales, cuya intención más patente no es otra que épater le bourgeois, escandalizar a las mentes bienpensantes con imágenes que remiten a lo más oscuro de la mente humana. En uno de los prólogos más famosos que jamás se hayan rodado, vemos a un hombre (el mismo Luis Buñuel) que afila una navaja de afeitar. Después, ese mismo hombre mira a la luna desde el balcón, viendo cómo las nubes cortan la imagen de nuestro satélite de la misma forma en la que él, utilizando la navaja que hemos visto antes, seccionará el ojo de una joven. La acción se traslada a ocho años después (los saltos en el tiempo son igual de arbitrarios que el resto de la película), y al poco vemos a la joven de antes, con una visión perfecta, acudiendo a socorrer a su amado, que ha caído de la bicilcleta ante su portal vestido de extraña guisa. Está claro que el impacto de la primera escena es casi imposible de igualar (ni por Buñuel, ni por nadie), pero en los alucinantes episodios de amour fou que vivirá la pareja durante el resto del metraje se suceden homenajes a La encajera de Vermeer, exacerbada sexualidad masculina, manos que se convierten en hormigueros o que son paseadas cual perros por muchachas peinadas a lo garçon, humoradas blasfemas diversas (ahí está esa raqueta de tenis, colgada en la pared a semejanza de un crucifijo, que la mujer utiliza a modo de arma para salvaguardar su virtud, ) y ese momento tan daliniamo en el que el hombre, convertido en bestia de carga, acarrea dos pianos, sobre cada uno de los cuales hay un burro muerto.
Cuando se estrenó Un perro andaluz, en el cine estaba tomando cuerpo la revolución del sonoro, que arrasaría con mucho de lo que había sido hasta entonces el séptimo arte. Buñuel utiliza en todo momento técnicas propias del cine mudo, herederas de las películas de Fritz Lang que tanto le influyeron, aunque su mirada y la de Dalí le den un aire rompedor a una puesta en escena que, de no ser por lo salvajes que son las imágenes (el orden y la represión acaban tiroteados, no lo olvidemos), podría parecer hasta convencional. No hallaremos, quede claro, rasgos expresionistas, ni en la iluminación (Albert Duverger ofrece aquí mucha más luminosidad que claroscuros) ni en la composición de los planos. Es el montaje, el engarce entre imágenes, el recurso que utiliza Buñuel para dar forma a este arrebato iconoclasta, en el que incluso lo que parece un final feliz, al modo de las novelas románticas, es destrozado con un epílogo brutal, con un plano fijo que supone una de esas sentencias lapidarias que no admiten réplica.
Más de tres décadas después del estreno de la película, Buñuel se hizo cargo de una versión sonorizada, para la que utilizó fragmentos seleccionados de Tristán e Isolda, de Wagner, y dos célebres tangos compuestos por Vicente Álvarez y Carlos Otero, música que en la película aparece asociada a la presencia de la protagonista femenina.
Simone Mareuil ya había aparecido en algunos films relevantes previamente a su intervención en la ópera prima de Buñuel, que sería la que en verdad la inmortalizó. Su interpretación, como tantas de aquella época, puede verse hoy exagerada, pero tiene gracia, al margen de que la actriz parece haber captado el tono de sueño perverso del conjunto. Pierre Batcheff, actor que, como su compañera de reparto, se suicidó, en su caso sin haber cumplido los 25 años, y cuyo rostro era conocido por su participación en la monumental biografía de Napoleón que rodó Abel Gance, es quizá lo más expresionista del film, mostrando una gestualidad inquietante.
Se dice que Un perro andaluz nació de la confluencia de dos sueños: uno de Luis Buñuel, en el que las nubes cortaban en dos a la Luna, y otro de Salvador Dalí, en el que unas hormigas recorrían en todas direcciones la mano de un hombre. Nunca el cine fue tan surrealista, y pocas veces tan impactante que en esta película llena de imágenes icónicas, aunque una de ellas sobresalga por encima del resto.