OS VERDES ANOS. 1963. 88´. B/N.
Dirección; Paulo Rocha; Guión: Nuno Bragança, basado en un argumento de Paulo Rocha; Dirección de fotografía: Luc Mirot; Montaje: Margareta Mangs; Música: Carlos Paredes; Diseño de producción: Rafael Calado y Ada Cruz; Producción: António Da Cunha Telles, para Produçôes Cunha Telles (Portugal).
Intérpretes: Rui Gomes (Júlio); Isabel Ruth (Ilda); Paulo Renato (Afonso); Rui Furtado (Raúl); Cándida Lacerda (Patrona); Carlos José Teixeira (Patrón); Irene Dyne, Harry Wheeland, Óscar Acúrcio, Elsa Maria, Henriqueta Domingues, Julio Cleto.
Sinopsis: Un joven pueblerino llega a Lisboa para trabajar en un taller de zapatería.
A decir de quienes han estudiado el tema, Los verdes años, ópera prima de Paulo Rocha, es el trabajo seminal del denominado Nuevo Cine Portugués, corriente que pretendía modernizar, del mismo modo que estaba ocurriendo en otros países europeos, la cinematografía del país vecino, anclada en un clasicismo mal entendido y víctima de las exigencias de los censores del dictador Salazar. La película, que sigue los dictados del Neorrealismo italiano y tiene muchos paralelismos con lo que estaban haciendo en España cineastas como Juan Antonio Bardem, le valió a Rocha para ganar el premio al mejor director debutante en el festival de Locarno y, aún hoy, es uno de los films portugueses más reconocidos en el ámbito internacional.
También en el país en el que desembocan el Duero y el Tajo se hizo común, transcurrida la Segunda Guerra Mundial, un masivo éxodo del medio rural a las grandes ciudades, dando lugar a generaciones enteras marcadas por el desarraigo. Los verdes años sigue la andadura de Júlio, un joven que, como tantos otros, deja su pequeño pueblo rumbo a la capital del país. Allí le esperan su tío, que vive en las afueras, y un empleo como aprendiz en un taller de zapatería. Es preciso señalar que es Afonso, el tío de Júlio, quien hace las funciones de narrador de esta historia cruda, que huye del costumbrismo y articula un discurso crítico con la realidad social de un país aislado y empobrecido. Esta visión no se transmite de un modo general, no habiendo en la película un retrato colectivo de amplio espectro, sino centrada en la rutina de unos pocos personajes, los que forman el pequeño mundo alrededor del cual se mueve Júlio, que ilustra la paradoja de que, cuantas más personas habitan una ciudad, más solitaria es la vida de sus moradores. Es gracias a su empleo que Júlio conoce a Ilda, la criada de una de sus clientas, con quien inicia una relación sentimental.
Desde un punto de vista global, Paulo Rocha acierta a la hora de plasmar la desazón del recién llegado, del joven que pronto comprueba que sus sueños de prosperar en la gran ciudad van a quedarse en eso. Júlio es un individuo reservado y taciturno, de maneras rudas y nulo sentido del humor, que hace lo que se debe hacer a su edad (trabajar mucho a cambio de un salario escaso, buscarse una novia formal) más por ausencia de inquietudes que por convicción. El ejemplo de su tío, un hombre que llegó a Lisboa a una edad similar a la que Júlio tiene ahora y que, pese a vivir en un chamizo de la periferia, goza de una holgada posición económica, no le seduce: la distancia entre ambos la percibimos desde la primera escena, en la que el adulto falta a su compromiso de ir a recoger al joven a la estación porque prefiere quedarse en el bar con sus amigos. La expresión de desamparo del muchacho en el andén anticipa la insatisfacción que le producirá su experiencia lisboeta. De ahí que Júlio piense, ante la ausencia de expectativas, en continuar su ruta y partir rumbo al extranjero. Su tío está satisfecho con su casa, su círculo de amigos y su afición por el fútbol, pero no es a eso a lo que aspira el joven. Ilda, una chica alegre, se convierte en su casi única compañía. Muy descriptiva es la secuencia en la que ella invita a su novio a la casa de sus amos, ausentes del domicilio: él se muestra incómodo al encontrarse frente a la vida que desea y nunca tendrá; ella se complace en agasajar a su pareja exhibiendo los lujos que forman la vida cotidiana de sus empleadores, e incluso poniéndose los caros vestidos y complementos de su patrona. Ilda posee la energía y el temperamento que se necesitan para prosperar en Lisboa, pero debe resignarse a lo que la sociedad espera de las mujeres de su clase: ser hacendosa y honesta, además de parecerlo, buscar esposo y depositar en él sus ambiciones de ascenso social.
Rocha filma de un modo seco, acentuando la aridez de un relato hondamente pesimista. Sus referentes están, y esto no puede ser más obvio, en España, Francia y, sobre todo, Italia. El operador galo Luc Mirot, en uno de sus escasísimos trabajos como director de fotografía, retrata la luminosida de la capital portuguesa, de sus arrabales y de los campos que la rodean, pero el protagonista es refractario a toda esa luz. Y aquí radica el principal defecto de Los verdes años, que uno definiría como la innecesariedad de la tragedia: a partir de su pelea con Ilda, Júlio entra en una espiral de actitudes que, además de funestas, no considero consecuentes con lo narrado hasta entonces. Se diría que el director, prisionero de sus propósitos críticos, fuerza un final trágico que, por muy elocuentes que sean los planos finales, no se sostiene y malogra en buena parte una obra que, en sus dos primeros tercios, ya dibuja un certero retrato de la deshumanizaciçon de la vida en las grandes urbes, de las taras del modo de vida burgués y de la falta de expectativas de los jóvenes portugueses sin recurrir a maneras más propias de Eurípides. Incluso la música, de aire melancólico, de Carlos Paredes, trufada de magníficas guitarras, adolece en el tramo final del mismo exceso de dramatismo.
Rui Gomes, rostro hasta entonces desconocido en las pantallas, da vida a un personaje lastrado por ese prejuicio urbanita que, de forma más o menos consciente, asocia el hecho de ser de pueblo con ser corto de entendederas. No es que su trabajo sea malo (tampoco notable), pero no alcanza para transmitir de un modo convincente la metamorfosis de un personaje que, a partir de un hecho para él traumático, pasa de hosco a primario. Isabel Ruth, que con este film dio el salto a la gran pantalla, supera con amplitud a su compañero de reparto en todas y cada una de las escenas que ambos comparten, ofreciendo la actuación más destacada de un elenco en el que Paulo Renato hace también un notable trabajo en la piel de un hombre dotado de sensatez, aunque pagado de sí mismo. Ruy Furtado y Carlos José Teixeira cumplen con nota en roles mucho más episódicos, mientras que Harry Wheeland compone un preciso retrato del guiri desubicado, aspecto en el que esta película fue muy adelantada a su tiempo.
Ejemplo de cómo un final pasado de rosca puede dejar en experiencia agridulce lo que hasta ahí era el visionado de una notable película, Los verdes años reúne muchos méritos no demasiado frecuentes en una ópera prima, pero acaba desperdiciando parte de ese caudal por cargar demasiado las tintas del drama.