MIDSOMMAR. 2019. 145´. Color.
Dirección: Ari Aster; Guión: Ari Aster; Dirección de fotografía: Pawel Pogorzelski; Montaje: Lucian Johnston; Música: Bobby Krlic; Diseño de producción: Henrik Svensson; Dirección artística: Csaba Lodi y Richard Olson; Producción: Patrik Andersson, Lars Knudsen y Viktoria Petranyi, para A24-B Reel Films-Nordisk Film-Square Peg (EE.UU.-Suecia).
Intérpretes: Florence Pugh (Dani); Jack Reynor (Christian); Vilhelm Blomgren (Pelle); William Jackson Harper (Josh); Will Poulter (Mark); Ellora Torchia (Connie); Archie Madekwe (Simon); Henrik Norlen (Ulf); Gunnel Fred (Siv); Isabelle Grill (Maja); Agnes Rase, Julia Ragnarsson, Mats Blomgren, Lars Väringer, Ana Aström, Hampus Hallberg, Louise Peterhoff, Bjorn Andresen.
Sinopsis: Una joven, que acaba de sufrir una trágica pérdida familiar, viaja hasta Suecia junto a su novio y algunos amigos universitarios para instalarse en una comuna que celebra el solsticio de verano.
Ari Aster se ganó un prestigio inmediato con una ópera prima tan potente como Hereditary, a mi juicio una de las mejores películas de terror de los últimos años. Cuando uno debuta con una obra de ese calado, es fácil defraudar las elevadas expectativas que generan los siguientes trabajos, y también que las críticas afloren si estos no están a la altura de lo ya estrenado. Cabe decir que Ari Aster se lo puso muy fácil a sus detractores, porque su segundo largometraje, Midsommar, es una decepción mayúscula.
La película promete sobre el papel, y arranca bien, con la presentación de Dani, un personaje femenino en crisis, de su novio, que no se decide a dejarla a pesar de lo intensa que es la muchacha, y de los amigos universitarios de este, que le aconsejan que ponga fin a la relación cuanto antes. Cuando los desvaríos de su hermana bipolar causan una tragedia familiar de enormes dimensiones, Dani se hunde. Hasta ahí (hablamos de la secuencia pre-créditos) el film responde a lo que uno espera de alguien que hizo Hereditary, pero es sólo un espejismo porque, a nivel narrativo, en Midsommar falla prácticamente todo, y los esfuerzos del director por generar tensión se quedan en efectismo y pirotecnias varias. Lo que en la ópera prima de Aster llevaba hacia un logrado crescendo, que no es otra cosa que el dolor de una pérdida y la vulnerabilidad de las personas que lo sufren frente a quienes venden soluciones espirituales seudoreligiosas, aquí deriva en una grotesca gincana servida por unos protagonistas a los que no hay por dónde coger de puro estúpidos. En resumen: la desequilibrada se apunta al viaje a Europa que han montado a sus espaldas el imbécil de su novio y los idiotas de sus amigos, uno de los cuales es sueco y les ha organizado una estancia en la comuna a la que pertenece, que muy pronto celebrará unos festejos de nueve días de duración conmemorando el solsticio de verano. Hasta ahí, más o menos bien, pero ocurre que parece que la película dure exactamente esos nueve días de lo larga que se hace. La única secuencia salvable desde que los jóvenes estadounidenses y su anfitrión escandinavo llegan a la comuna es la del suicidio ritual de la pareja de ancianos, lastrada por la crueldad gratuita del director a la hora de mostrarlo. A partir de ahí, nada tiene sentido, todas y cada una de las escenas se estiran de un modo innecesario, y el desinterés del espectador deriva en deseos de que el fallido espectáculo termine, porque en todo momento sabe cómo va a acabar. No hay intriga, ni sorpresas, sino una sucesión de sandeces lujosamente coreografiadas sin otro fundamento que el de incomodar a una audiencia que, lo que está, es aburrida.
En la puesta en escena queda claro que Ari Aster se nos vino arriba con los parabienes recibidos tras el estreno de su ópera prima. Hablamos de un director muy capaz, pero que aquí cae en el virtuosismo vacuo (muy bonito lo de girar por completo la cámara justo a la entrada de la localidad que alberga la comuna, pero el sentido narrativo de este recurso sonroja de puro obvio), y en un descarado intento por tapar con la cámara los agujeros del guión. Queda clara la predilección de Aster por los planos cenitales, pero, a excepción de aquel que muestra la disposición de la mesa en la primera comida de los recién llegados, el resto tiene una función narrativa nula. Ahondaré en el hecho de que la cámara lenta es abusiva, lo que provoca que a cada escena le soibren planos, por lo que la obra pedía a gritos un extensivo uso de la tijera en la sala de montaje cuya omisión no parece obedecer a otra cosa que al narcisismo del director. Pienso en lo que podría haber hecho con esta historia Lars Von Trier y me dan ganas de meterme en una secta. Eso sí, una en la que no todo sea tan previsible. Si el propósito es mostrar el peligro de esas comunidades en apariencia idílicas que prometen la sanación del espíritu, y la falta de seso de los desorientados jovenzuelos yanquis que buscan la belleza de lo exótico, esto ya lo hizo Eli Roth con menos pretensiones y mucho más directo al grano. Para culminar el despropósito, la música subraya las imágenes de un modo tan evidente que acaba resultando cargante. Lo más salvable es la fotografía de Pawel Pogorzelski en ese verano nórdico en el que apenas anochece.
Florence Pugh es una gran actriz, de las mejores que han aparecido este siglo, pero ni su talento sirve para dar entidad a un personaje que no es sino la ilustración de que hay gente cuya estupidez es inmune a los golpes de la vida. Entiendo que es difícil encarnar a una joven que sólo tiene una reacción lógica en todo el metraje (desmoronarse cuando pierde a su familia), pero el sinsentido imperante acaba por absorberla también a ella. La interpretación de Jack Reynor, que coprotagoniza una de las escenas de sexo más ridículas que uno haya visto, es mala. Su papel no tiene asidero posible, y él no posee las cualidades de su compañera de reparto para salvar los muebles. Vilhelm Blomgren interpreta sin alardes al misionero de la comuna, y William Jackson Harper se limita a poner rostro circunspecto y hacer ver que se está enterando de algo. Will Poulter, que tiene madera, sobresale como encarnación del yanqui mostrenco que no sabe nada del resto del mundo y se comporta en él como elefante en cacharrería, e intérpretes locales como Gunnel Fred o Lars Väringer aportan buen hacer, aunque al servicio de la nada. Como curiosidad, uno de los comuneros-sectarios es Bjorn Andresen, antiguo prototipo de belleza púber para Luchino Visconti.
En su segunda película, Ari Aster deja claro que el elogio debilita. Sólo puedo recomendar Midsommar a quienes les sobre el tiempo., y a la mucha gente respecto a la que no albergo ningún buen deseo. El resto, mejor que vea El hombre de mimbre, que habla más o menos de lo mismo, tiene un guión bien trabajado, es mucho más corta y, quede claro, aún más bizarra que la que nos ocupa, por todo lo cual no necesitó tener un director virtuoso.