SHOWGIRLS. 1995. 128´. Color.
Dirección: Paul Verhoeven; Guión: Joe Eszterhas; Director de fotografía: Jost Vacano; Montaje: Mark Goldblatt y Mark Helfrich; Música: Dave Stewart; Diseño de producción: Allan Cameron; Dirección artística: William F. O´Brien; Vestuario: Ellen Mirojnick; Producción: Alan Marshall y Charles Evans, para Carolco Pictures-Chargeurs-Vegas Productions-United Artists (EE.UU).
Intérpretes: Elizabeth Berkley (Nomi Malone); Kyle MacLachlan (Zack Carey); Gina Gershon (Cristal Connors); Glenn Plummer (James Smith); Robert Davi (Al Torres); Alan Rachins (Tony Moss); Gina Ravera (Molly Abrams); Lin Tucci (Henrietta); Greg Travis (Phil); Al Ruscio (Sr. Karlman); Patrick Bristow, William Shockley, Michelle Johnston, Dewey Weber, Rena Riffel, Melissa Williams, Lisa Boyle.
Sinopsis: Una joven se dirige a Las Vegas para cumplir su sueño de ser bailarina.
Existen individuos a quienes la polémica, en lugar de amedrentarles, les envalentona. En el mundo del cine, un buen ejemplo de ello es el holandés Paul Verhoeven, que después de arrasar en las taquillas de todo el mundo con Instinto básico, una de esas películas cuyo éxito acaban por hacerte pagar, se alió de nuevo con el guionista Joe Eszterhas para crear un film que nacía con la vocación de ser aún más controvertido que el anterior, consiguiéndolo de la peor manera, pues Showgirls, la crónica de las andanzas de una bailarina erótica en la Ciudad del Pecado, fue considerada la peor película del año, fracaso motivado por la falta de sutileza del director, que amplifica los defectos de la obra, y por las ganas que, desde diversos e influyentes sectores de la sociedad estadounidense, se le tenían. Lejos de venirse abajo,Verhoeven se convirtió en el primer director en recoger en persona el Razzie a la peor película. Por su parte, Showgirls se ha revalorizado con el tiempo, continúa generando polémica y, como apoteosis del kitsch que es, muchos la consideran una obra de culto.
Opino que Showgirls es una larga broma de mal gusto dirigida contra quienes se mostraron ofendidos con Instinto básico. Simpatizo con la chulería de Verhoeven, cuya carrera, con sus altibajos, es el retrato de un autor que disfruta escandalizando al personal. El film es estridente, hortera y vulgar… tal y como, a decir de muchos que allí han estado, son la ciudad de Las Vegas y gran parte de los especímenes que la pueblan. Por añadidura, Showgirls es una ácida crónica del reverso del mundo del espectáculo, lo que la convierte en una versión chabacana y brilli-brilli de Eva al desnudo. Lo que vemos al principio es a una atractiva joven, que acarrea una maleta. Un giro de cámara la sitúa ante un letrero que muestra la distancia a Las Vegas: 342 millas. Un vaquero que lleva una camioneta la recoge, y pronto comprendemos que esa mujer, que dice llamarse Nomi, huye de un pasado harto conflictivo. El primer encuentro de la protagonista con Las Vegas no puede ser más descriptivo con lo que es la ciudad: un primer golpe de suerte con las tragaperras degenera en pérdida económica, hecho que precede a la asunción de la pérdida de sus escasas pertenencias a manos del tipo que la recogió. Hundida en la miseria, una histérica Nomi recibe la ayuda de Molly, diseñadora de vestuario de uno de los templos del entretenimiento de Las Vegas, el hoy demolido Stardust. Mientras permanece como huésped de Molly, de quien se convierte en amiga, Nomi consigue trabajo como bailarina de striptease.
La película es tan sutil como los chistes de Henrietta, una oronda monologuista que vendría a ser la versión transoceánica de Carmen de Mairena, pero da tantas puntadas que en muchas de ellas sí hay hilo. En esencia, Showgirls es una historia de perdedores, de gentes sin perspectivas que llega atraída a Las Vegas como las urracas y los raperos a todo lo que brilla y que, de una forma u otra, acaban siendo devoradas por la ciudad igual que esas hamburguesas que los protagonistas degluten como si fueran un manjar. Nomi, que es una mujer traumatizada que, como tantos seres de su especie, parece adicta a las malas decisiones, alcanza su sueño traicionándose a sí misma, Molly conoce de primera mano el lado más sórdido de esos monstruos a quienes adoramos por su talento, Cristal acaba bebiendo de su propia medicina y James, un prometedor bailarín, resignado a su fracaso. Quienes mandan en los grandes centros del entretenimiento para adultos son seres insustanciales y codiciosos, sólo preocupados por las apariencias y el dinero. Sus empleados se pelean por sus migajas cual hienas por los restos del antílope cazado por el leopardo. La cocaína corre como los maratonianos en Boston, y Verhoeven disfruta revolcándose en esa charca, que a lo lejos parece colonia y en realidad está compuesta de orines, tanto que, a ratos, consigue que el espectador atento y desacomplejado también lo haga. Hay, eso sí, que manejar sus claves: a quienes criticaron por efectistas las escenas de sexo de Instinto básico, el director les regala una secuencia, la de la piscina, que de tan exagerada se convierte en un puro chiste, como lo es que la protagonista se compre un vestido de Versace sin saber cómo se pronuncia ese apellido. Zack, que no es más que un chuloputas con estudios (subespecie muy abundante entre las clases pudientes, por cierto), conoce bien todas las marcas de lujo, pero es un niño pijo cargado de banalidad que haría las delicias de Brett Easton Ellis. El final, con moraleja y todo, no hay quien se lo crea, pero a esas alturas poco importa. Queda la gran verdad de que en los clubs de striptease hay más honestidad que en los garitos que pretenden ser otra cosa, y la sensación de que algunas partes del chiste (la venganza de Nomi contra el cantante violador podrá estar muy justificada en lo moral, pero narrativamente no se sostiene ni con esas columnas jónicas tan caras a los mandamases de Las Vegas) sólo hacen reír a sus autores, pero si uno ve más allá de las luces chillonas (la fotografía de Jost Vacano, eterna mano derecha visual de Verhoeven en su etapa norteamericana, puede pasar a la historia como una de las más estridentes vistas hasta entonces), la bisutería y las lentejuelas, la estética kitsch, las señoras en cueros y los diálogos de encefalograma plano, se dará cuenta de que el trazo grueso de Verhoeven no va tan desencaminado como la práctica totalidad de la crítica quiso ver en su momento. La frenética edición hace que el pulso narrativo no se relaje, y la aportación musical de Dave Stewart, la parte de cantante de los Eurythmics, demuestra que supo captar la esencia de Las Vegas: ampulosidad de cartón-piedra.
Era evidente que ninguna actriz de primera línea iba a compartir el gusto por lo escandaloso de Paul Verhoeven, así que el holandés hizo de la necesidad virtud y reclutó para la causa a Elizabeth Berkley, estrella televisiva juvenil cuyo salto a la gran pantalla fue este triple mortal que, a diferencia de lo que había ocurrido años atrás con Sharon Stone, terminó en la enfermería. La apuesta era similar, pero el fracaso de la película se llevó a Berkley por delante. Es innegable su esfuerzo, seguramente no valorado en su justa medida, pero ni su personaje, una choni yanqui, tiene la riqueza de una Catherine Tramell, ni ella es tan buena actriz como Stone. A Kyle MacLachlan, cuyo estatus de estrella alternativa juvenil, logrado gracias a sus trabajos primerizos a las órdenes de David Lynch ya empezaba a quedar atrás, le falta empaque en la piel de un personaje al que no habría en el mundo hostias suficientes para darle. Quien sí hace un trabajo de calado, que pocos quisieron ver al amparo del linchamiento crítico de la película, es una inspirada Gina Gershon en el rol de mentora-cabrona integral, pese a que las inclinaciones lésbicas del personaje parezcan metidas con calzador. A Glenn Plummer, que en otras ocasiones mostró solvencia y buen hacer, no puedo creérmelo menos, al contrario que al pétreo Robert Davi, idóneo para el papel de director del club de striptease. La también televisiva Gina Ravera no desentona, aunque su personaje sea el único cabal del conjunto, y del resto, la mejor nota queda para el veterano Al Ruscio.
Decía Billy Wilder, que de esto sabía mucho más que cualquiera de ustedes, y por supuesto que un servidor, que si el cine tiene diez mandamientos, los nueve primeros son no aburrir. Pues bien, quien vea Showgirls podrá sentir rechazo, simpatía, excitación, asombro o lo que sea, pero estará muy lejos del bostezo. El gran resbalón de Paul Verhoeven, visto hoy, no fue tal.