THE CHANGELING. 1980. 104´. Color.
Dirección: Peter Medak; Guión: William Gray y Diana Maddox, basado en un argumento de Russell Hunter; Dirección de fotografía: John Coquillon; Montaje: Lilla Pedersen; Música: Rick Wilkins; Dirección artística: Reuben Freed; Diseño de producción: Trevor Williams; Producción: Joel B. Michaels y Garth H. Drabinsky, para Chessman Park Productions (EE.UU.).
Intérpretes: George C. Scott (John Russell); Trish Van Devere (Claire Norman); Melvyn Douglas (Senador Carmichael); Jean Marsh (Joanna Russell); John Colicos (Capitán DeWitt); Barry Morse (Parapsicólogo); Madeleine Thornton-Sherwood (Srta. Norman); Helen Burns, Frances Hyland, Ruth Springford, Eric Christmas, Roberta Maxwell
Sinopsis:Un profesor de música, que acaba de perder a su familia en un accidente, se traslada a Seattle, donde se aloja en una casa en la que parece haber presencias extrañas.
Al final de la escalera supuso el triunfal regreso a la gran pantalla del director de origen húngaro Peter Medak, después de un paréntesis en el medio en el que ha desarrollado buena parte de su carrera, la televisión. En unos años especialmente fructíferos en lo que al terror paranormal se refiere, esta película gozó de un entusiasta reconocimiento en distintos certámenes especializados en cine fantástico, pero seguramente esa misma etiqueta de film de género impidió que los sectores más elitistas de la crítica apreciaran sus muchas cualidades, reivindicadas por una pléyade de aficionados entre los que se incluyen algunos cineastas de renombre. Se trata, en todo caso, no sólo de una de las mejores películas de Peter Medak, un director todoterreno, sino de una de las obras más distinguidas del terror parapsicológico.
Ya desde la época muda, abundan los films sobre casas encantadas. A este respecto, no es que Al final de la escalera aporte excesivas novedades en lo narrativo o lo estilístico, pero justo es señalar que la película de Medak posee, en todo momento, ese elemento tan necesario en obras de esta naturaleza llamado atmósfera. Lo que vemos en pantalla no resiste un examen racional mínimamente concienzudo, pero todos los elementos se conjuran para que el espectador ignore está circunstancia ya desde el prólogo, que ilustra de un modo eficaz, pero no exento de sensibilidad, la tremenda desgracia que trunca la hasta entonces feliz existencia del protagonista. John Russell, profesor de música y también renombrado compositor, sufre uno de esos golpes de la vida que jamás se superan, pero que quienes los padecen sobrellevan con mayor o menor entereza por el impepinable hecho de que la vida, bien o mal, sigue. Para poner distancia con la tragedia, el músico se traslada hasta Seattle, y allí decide alojarse en una mansión de las afueras que lleva años desocupada. Pronto comprenderá los motivos, a los que no es ajena la figura de un anciano senador.
Al margen de que la alterada estabilidad psicológica del protagonista, del todo lógica si tenemos en cuenta el enorme trauma que debe afrontar, sea un elemento importante en la generación de intriga, resulta esencial que la otra gran figura del film, que no es otra que la casa, dé el juego necesario. En esto, Al final de la escalera roza la excelencia, porque el lugar reúne todos los requisitos para provocar miedo: amplitud de espacios, innumerables objetos antiguos que con su sola presencia remiten al trágico pasado de la residencia, rincones oscuros que ocultan misterios… El trabajo de Medak, que juega la carta del crescendo narrativo sin recrearse en el efectismo, es eficaz, con meritorios travellings con cámara subjetiva que acentúan la inquietante naturaleza de la mansión, un excelente aprovechamiento de esas escaleras que llevan hasta la clave del misterio, entre otras cosas para ofrecer distintos picados y contrapicados de un protagonista en creciente peligro, y una loable dosificación de los efectos visuales, que hace que generen mayor impacto en el espectador. Otro brillante aspecto técnico del film son sus efectos de sonido, que contribuyen en buena medida a construir la aludida atmósfera malsana. Todo ello, unido al temperamento inquisitovo de Russell, hace que obviemos el hecho de que el protagonista jamás se muestre abierto a hacer aquello que dicta la lógica: huir del lugar sin mirar atrás. No es que la explicación del fenómeno sea del todo satisfactoria, pero tampoco eso lastra un clímax que mantiene a la película muy por encima de la media. John Coquillon, cuyos inicios estuvieron muy vinculados al cine de terror, propone una iluminación realista que dosifica lo fantasmagórico hasta desembocar en un final en el que casi todo es tiniebla. El miedo está en los detalles y, por supuesto, en los objetos, como la silla de ruedas y, por descontado, esa pelota de béisbol que reaparece botando por los escalones para ratificarle a Russell que el precio que ha de pagar por huir de esa pesadilla no es otro que sacar a la luz el horrible crimen perpetrado en la mansión muchas décadas atrás. Por tanto, el músico reúne la doble condición de víctima y redentor. El misterio que oculta la casa convierte a ese hombre sin esperanza en alguien con una misión (cuyo cumplimiento le granjea la hostilidad de quienes prefieren no remover el pasado), de cuyo éxito dependerá también su propia supervivencia. Acentúa lo tenebroso la partitura de Rick Wilkins, compositor canadiense cuya presencia en la gran pantalla se limita prácticamente a esta película.
Al final de la escalera supuso la enésima confirmación del talento de George C. Scott, actor mayúsculo que, lejos de su período de máximo esplendor y popularidad, se había especializado en protagonizar historias en las que predominaba, de una u otra forma, la oscuridad. En su circunspecto rostro vemos la pena, el vacío, el miedo, y también la energía de un hombre severamente golpeado, pero no vencido. Si la película goza hoy del estatus de obra de culto que sin duda merece es, en buena parte, gracias a la labor de Scott, en el que seguramente fue el último gran papel de una carrera envidiable. Le acompaña su esposa en la vida real, Trish Van Devere, cuyo personaje es el único apoyo que encontrará Russell en su misión. El papel de la actriz es claramente de apoyo, pero lo desempeña mostrando buenas maneras. No obstante, la otra gran estrella del reparto es el veterano Melvyn Douglas, cuya trayectoria era también, hasta la fecha, la del cine sonoro. Su personaje, el poderoso senador Carmichael, aparece muy poco en pantalla, pero siempre está presente en la trama y, cuando por fin toma cuerpo, es encarnado por Douglas con maestría. Entre los secundarios, encontramos a John Colicos en el papel de un desafortunado defensor de la ley, y un excelente trabajo de Ruth Springford como fiel empleada del senador.
Nos hallamos, en definitiva, ante una obra clave del terror parapsicológico moderno que, a diferencia de otros films del subgénero, ha envejecido muy bien.