THE THIEF OF BAGDAD. 1924. 148´. B/N.
Dirección: Raoul Walsh; Guión: Lotta Woods, basado en la adaptación de Las mil y una noches realizada por Douglas Fairbanks; Dirección de fotografía: Arthur Edeson; Montaje: William Nolan; Música: Mortimer Wilson. En la versión restaurada, Nikolai Rimsky-Korsakov en la versión de Carl Davis; Dirección artística: William Cameron Menzies; Producción: Douglas Fairbanks, para Douglas Fairbamks Pictures-United Artists (EE.UU.).
Intérpretes: Douglas Fairbanks (El Ladrón); Snitz Edwards (Su socio); Charles Belcher (El Hombre Santo); Julanne Johnston (Princesa); Sojin Kamiyama (Príncipe mongol); Anna May Wong (Esclava mongola); Brandon Hurst (Califa); Tote Du Crow (Adivino); Noble Johnson (Príncipe indio); Mathilde Comont (Príncipe persa); Sadakichi Hartmann, Etta Lee, K. Nambu, Charles Stevens.
Sinopsis: Un ladrón conoce a una princesa y se hace pasar por un noble para competir con sus otros pretendientes. Descubierto, emprende una arriesgada aventura mientras los tres príncipes rivalizan por desposar a la joven.
Raoul Walsh, un hombre que llegó casi de rebote al séptimo arte después de haber ejercido profesiones de lo más variadas, es uno de los grandes directores del cine clásico. Su filmografía habla por sí sola, pero su ascenso al estrellato en Hollywood se debe a El ladrón de Bagdad, una película que, siendo justos, le pertenece a Douglas Fairbanks, el héroie por antonomasia del cine mudo, que aportó, en calidad de productor, lo necesario para que el proyecto contara con un elevado presupuesto, además de escribir la adaptación de Las mil y una noches que sirvió de base literaria al film y, por supuesto, de reservarse para sí el papel principal del reparto. Se han rodado distintas versiones de El ladrón de Bagdad, pero la que nos ocupa continúa siendo recordada un siglo después de su estreno, y no faltan quienes afirman que continúa siendo la mejor de todas ellas. Lo que es indudable es que esta película contribuyó sobremanera a formular los cánones de las aventuras exóticas made in Hollywood.
Después de un prólogo rotulado (los subtítulos abundan a lo largo del metraje), en el que se subraya el leitmotiv del film (la felicidad hay que ganársela) y se incluye una cita del Corán, la película entra de lleno en mostrar al público los dos fundamentos básicos a través de los cuales pretende despertar su admiración: los fastuosos decorados, creación de un maestro en esa disciplina como William Cameron Menzies, y el carisma de su protagonista, un Douglas Fairbanks que creó por y para sí mismo el arquetipo del caradura intrépido y simpático en el planeta Cine. La estrella da vida a un ladrón que engaña a propios y extraños con la única finalidad de gamarse el sustento sin dar golpe. Un parásito social, lleno de ingenio y que luce una sempiterna sonrisa, que toma lo que le apetece cuando le viene en gana y no se priva de reivindicar su condición impía ante un servidor de Alá. El azar hace que este hombre se entere de que diversos pretendientes, venidos de zonas remotas, llegarán en breve a Bagdad con la intención de ser escogidos para contraer matrimonio con la Princesa, hija del Califa de la ciudad. Sabedor de que los forasteros vendrán cargados de riquezas para ganarse los favores de la joven, el ladrón, ayudado por su inseparable socio, planea introducirse en la fortaleza de la persona más poderosa de la ciudad y perpetrar el robo más importante de su vida. Pronto llegan a Bagdad los tres príncipes candidatos: el de la India, un ser sin particulares encantos; el de Persia, un joven glotón y holgazán, y el de Mongolia, de carácter intrigante y que, en caso de no ser escogido, tiene planeado tomar la ciudad por la fuerza. El ladrón logra acceder al castillo del Califa, pero lo que en principio iba a ser el golpe que siempre había soñado se convierte en algo muy distinto cuando conoce a la princesa, queda cautivado por su belleza y descubre que ella le prefiere a cualquiera de sus otros pretendientes. El ladrón se hace pasar por príncipe, pero pronto es descubierto y sometido a la consiguiente tanda de latigazos. Le saca de su pesadumbre el hombre santo, que le dice: «Ya que no eres un príncipe, conviértete en uno». La manera es aventurarse a los más remotos confines y conseguir un valioso tesoro. Mientras, la princesa, que no desea casarse con ninguno de los nobles forasteros, decide, con la única intención de ganar tiempo, que contraerá matrimonio con aquel de los tres príncipes que, después de la séptima luna, le traiga el obsequio más raro y valioso.
El ladrón de Bagdad es una maravillosa oda a la evasión en la que las aventuras exóticas y el cine fantástico se dan de la mano para ofrecer al espectador una experiencia mágica. Es en este punto cuando toca hablar de Las tres luces, película de Fritz Lang que Douglas Fairbanks vio en uno de sus viajes a Europa. Entusiasmado con el film, Fairbanks adquirió sus derechos para los Estados Unidos pero, en lugar de estrenarlo, lo que hizo fue copiar muchos de sus trucos (el más llamativo de los cuales era la alfombra voladora) e incluirlos en su superproducción árabe, que ya se encargó él de que viera la luz en Norteamérica antes que el film germano. Más allá de comprobar que en el personaje típico que Fairbanks encarnaba en las pantallas había no poco de su carácter real, el resultado de trasladar a Hollywood el producto de la imaginación de los grandes artistas del Viejo Continente, pero con la abundancia de medios propia de la Meca del Cine, es espectacular, con decorados espléndidos y unos efectos especiales que no sólo provocaron el asombro del público de la época, sino que marcaron un camino que, a día de hoy, sigue siendo el que más dólares introduce en los bolsillos de las grandes productoras. Walsh, que tenía serias dudas acerca de su propia capacidad para llevar a buen puerto una superproducción de ese calibre, imprime ritmo, energía y solvencia narrativa para conseguir que, más allá de Fairbanks y del atractivo visual del conjunto, la película no decaiga en ningún momento. El director se muestra firme tanto en las escenas de acción, que son numerosas, como en las secuencias multitudinarias, en la que la presencia de centenares de extras añade un plus de complejidad siempre difícil de lidiar. En nada desmerece el trabajo de Walsh a los realizados por Fred Niblo, encargado de dirigir algunos de los mayores éxitos de Fairbanks, o de Cecil B. De Mille, el principal arquitecto de las superproducciones de Hollywood. El tercer gran pilar de la película es el ya mencionado William Cameron Menzies, cuya labor en la creación de escenarios y efectos es de matrícula de honor. Del peso que tuvo Douglas Fairbanks en todo lo relativo a la película habla el hecho de que el elegido para la dirección de fotografía fuese Arthur Edeson, que no había trabajado para Raoul Walsh pero sí se había encargado de esas labores en dos de los mayores éxitos del actor, Los tres mosqueteros y Robin de los bosques. Edeson acierta al imprimir una estética onírica, acorde con la fantasía que rezuma el relato. El diseño de vestuario, obra del luego prestigioso director Mitchell Leisen, acentúa igualmente el carácter lujoso de un film en el que William Nolan realiza uno de sus escasos trabajos como editor, todos al servicio de Fairbanks. Reseñar también que la utilización que, en la versión restaurada del film, se hace de la obra maestra de Nikolai Rimsky-Korsakov, Scheherezade, no puede ser más idónea.
Hacía tiempo que Douglas Fairbanks era una estrella consolidada que se había ganado el derecho a interpretarse a sí mismo una y otra vez, que era además lo que su numeroso público esperaba de él. Lo que vemos en pantalla es a un divo narcisista en su máxima expresión: sonriente, cautivador, enérgico y dueño de una agilidad física prodigiosa. Su limitada gestualidad también marcó el camino a muchas de las siguientes luminarias del cine de acción y aventuras. Snitz Edwards, eterno secundario del cine mudo, tiene aquí un papel relevante en la primera mitad del film y lo ejecuta con buena nota. Charles Belcher, otro cómplice habitual de Fairbanks, interpreta al siervo de Alá, y ni brilla, ni desentona. Julanne Johnston tuvo aquí el gran papel de su carrera, y lo solventa bien contando con que lo típico de su rol no daba pie a excesivos alardes. Anna May Wong, actriz que en los años 20 fue el prototipo de mujer oriental en Hollywood, destaca en la piel de una esclava intrigante, como también lo hace el japonés Sojin Kamiyama dando vida al despiadado príncipe mongol. Como curiosidad, señalar que al príncipe persa lo interpreta una mujer, la francesa Mathilde Comont.
Obra canónica en el género de las aventuras exóticas, El ladrón de Bagdad cumple su primer siglo de vida con una salud envidiable.