THE SQUARE. 2017. 145´. Color.
Dirección: Ruben Östlund; Guión: Ruben Östlund; Director de fotografía: Fredrik Wenzel; Montaje: Jacob Secher Schulsinger y Ruben Östlund; Diseño de producción: Josefin Äsberg; Música: Miscelánea. Piezas de Johann Sebastian Bach, Justice, Bobby McFerrin, etc.; Dirección artística: Josefin Äsberg; Producción: Philippe Bober y Erik Hemmendorff, para Plattform Produktion, Film i Vast, Essential Filproduktion Gmbh, Sveriges Television, Imperative Entertainment, ARTE France Cinéma, Coproduction Office, ZDF-ARTE (Suecia-Alemania-Francia-Dinamarca).
Intérpretes: Claes Bang (Christian); Elisabeth Moss (Anne); Dominic West (Julian); Terry Notary (Oleg); Christopher Laesso (Michael); Marina Schiptjenko (Elna); Annica Liljeblad (Sonja); Elijandro Edouard (Niño de la carta); Daniel Hallberg (Publicista moreno); Martin Sööder (Publicista rubio); Lise Stephenson Engström, Lilianne Mardon, John Nordling, Sofica Ciuraru.
Sinopsis: El director de un museo de arte contemporáneo de Estocolmo prepara una exposición sobre la amistad y la tolerancia. Cuando, de camino al trabajo, le roban la cartera y el móvil, su comportamiento se guía por valores muy distintos.
No sería justo decir que el cineasta sueco Ruben Östlund pasó del cero al infinito en una sola película, porque algunos de sus primeros trabajos ya habían llamado la atención y porque a nadie le regalan la presencia en la Sección Oficial en Cannes, que sigue siendo el festival de festivales, pero es evidente que la carrera de Östlund, un director que se toma su tiempo a la hora de hacer películas, dio un salto vertiginoso gracias a The square, una comedia muy negra, o drama muy risible, que critica la superficialidad del mundo en que nos movemos tomando como diana principal el arte contemporáneo. Crítica dividida, aunque mayoritariamente favorable, incluso entusiasta, público oscilante entre los vítores y el rechazo, y una Palma de Oro que premió una de las películas más incómodas de la última década.
Según confesión del director, el film tiene su origen en una exposición artística en la que el propio Ruben Östlund participó unos años antes de ponerse a trabajar en el guión. Lo que extrajo el creador escandinavo de semejante experiencia no debió de ser muy satisfactorio, ya que la obra que le inspiró ataca de raíz la frivolidad del arte contemporáneo y, puestos a no dejar títere con cabeza, la considera el chivo expiatorio perfecto para, a través de ella, exponer las taras de una sociedad profundamente hipócrita. El personaje principal es Christian, director del museo de arte contemporáneo más importante de la capital sueca, divorciado y con dos hijas. Un hombre que lo tiene todo, representante de una élite intelectual para la que el dinero y el poder son algo tan natural como desayunar cada mañana. Por medio de él, Ruben Östlund crea un híbrido entre una versión sueca de La hoguera de las vanidades y el espíritu transgresor de la serie británica The office. Respecto al primer punto, The square no deja de ser la historia de una toma de conciencia, la de un amo del Universo al que un traspié puntual pone en contacto con ese mundo que los de su clase jamás quieren ver, y a quien sus sucesivos errores amenazan con hacerle perder para siempre su posición privilegiada. Lo que enlaza ambas influencias es el hecho de que la crónica de la redención moral del protagonista, que coincide con su caída en desgracia desde el punto de vista de su posición social, esté realizada de la forma más incómoda posible, en lo que se percibe como un esfuerzo deliberado (quizá en exceso) para que, al ver a Christian, el espectador reconozca en él a toda la sociedad de esta época y, por supuesto, a sí mismo. Con independencia de los errores, que los hay, le concedo a Östlund el mostrar de forma descarnada, y muchas veces magnífica, el enorme contraste entre quiénes nos creemos que somos, como individuos y como miembros de un colectivo, y quiénes somos en realidad. Christian y quienes le rodean tienen mucho, se creen mucho, y en verdad no son nada: están solos, vacíos, son incapaces de establecer relaciones humanas sinceras con las personas que tienen a su alrededor, y eso porque todos son mezquinos e hipócritas, cada cual a su modo y desde su posición. No es baladí que Christian empiece la película con resaca, porque lo que vivirá a partir de ahí puede definirse como un mal viaje. Este símbolo de la alta cultura prepara la exposición de una artista argentina, en la que la obra estrella es un cuadrado, puesto en el centro de la sala principal, en el que todos tendrán los mismos derechos y practicarán la tolerancia y el auxilio al prójimo. Esta ficción tan edificante contrasta con el hecho decisivo, que le sucede a Christian una mañana camino del trabajo. En mitad de una céntrica plaza, una joven pide ayuda a gritos porque un fornido hombre la amenaza y la persigue. El protagonista quiere hacer como todos los demás transeúntes y seguir su camino sin detenerse, pero otro viandante, que ha acudido en auxilio de la joven, le interpela a acompañarle en la tarea de plantar cara al perseguidor, que se retira de la escena sin demasiadas alharacas. Los dos valientes se felicitan por su actitud, pero sobre todo por el subidón de adrenalina que esta les ha supuesto. Poco después, sin embargo, Christian comprueba que ha sido víctima de una trampa, porque le han robado la cartera y el móvil. El rastro del teléfono le lleva hasta un edificio del extrarradio, pero al tótem cultural no se le ocurre ir a la policía, sino, aconsejado por uno de sus ayudantes, escribir una carta solicitando que le sea devuelto lo robado e introducirla en todos los buzones de la finca, con la esperanza de que los ladrones se asusten y restituyan lo sustraído. En un principio, el plan da un resultado satisfactorio, pero eso… es sólo el principio.
Ruben Östlund nos presenta a una galería de personajes a cuál más despreciable, en un ejercicio de misantropía que se le agradece entre tanto buenismo bobalicón, y les deja hablar para que su estupidez supina resulte inequívoca. En cuanto a los defectos de los que se acusa a la película, considero que a esta no le sobra metraje, porque no encuentro una escena que se pueda suprimir sin alterar el conjunto. Sí creo, en cambio, que la toma de conciencia del protagonista, expresada en el vídeo que envía al chico que acude a recriminarle por la carta en la que le acusa de ladrón, se expresa en un tono blandengue que no casa con la naturaleza del relato, y que en ocasiones el director se deja ver en exceso al enmarcar su pétreo discurso con unos alardes técnicos (pienso en el plano-secuencia cenital de las escaleras de la finca de Christian) que no siempre vienen al caso. Por contra, otro plano cenital, el que muestra al protagonista escarbando en la basura bajo la lluvia, será poco sutil, pero es puro cine en cuanto a resumir un discurso completo en muy pocos planos. El modo sobrio, casi aséptico, en que se presenta la performance del artista en la recepción oficial, es muy efectivo, por cuanto deja claro que la conversión del payaso en bestia es el pretexto para demostrar que las élites son también bestias, aunque vestidas de etiqueta. Ruben Östlund juega más la carta de la sátira feroz, pero la inclusión en la banda sonora de algunas piezas maestras de Bach en la voz de Bobby McFerrin otorga un punto de ironía y de saludable distanciamiento respecto a lo narrado. Aplaudo la diáfana fotografía de Fredrik Wenzel, perfecta para reflejar la distancia entre la apariencia de los personajes y su interior, pero sobre todo el soberbio trabajo escenográfico de Josefin Äsberg.
No conocía a Claes Bang, intérprete que me ha dejado una buena impresión en la piel de un personaje cuya evolución le separa de forma inexorable de su entorno, para alivio mutuo. Al principio, encontré su actuación fría, pero luego es capaz de expresar la zozobra de Christian, y el hecho de que la misma está provocada por no ser exactamente como forman su círculo social: él conserva algo de alma. Elisabeth Moss, actriz que debe gran parte de su fama a la televisión, da vida a un tipo de mujer de este tiempo que me resulta muy cargante, por sus vanos intentos por intelectualizar los dictados de la biología y de vestir su vacuidad intrínseca con mucha retórica posmoderna. En fin, se trataba de ser desagradable, y Moss lo consigue. En cambio, el casi siempre certero Dominic West pasa bastante desapercibido en esta película, en un papel episódico que quizá no le haga demasiada justicia. Terry Notary cumple a la hora de abanderar la secuencia más incómoda de un film que en sí lo es bastante, mientras que Christopher Laesso hace un buen trabajo dando vida a un lacayo mezquino. Por último, destaco que Daniel Hallberg y Martin Sööder lo bordan a la hora de encarnar a una de las subespecies más nocivas de nuestra dispera época: los publicistas con ansias de viralidad.
The square no es, ni por asomo, una película fácil, pero se me antoja una necesaria somanta de hostias para quienes no recibieron de pequeños las que hubiesen necesitado para ser unos adultos menos idiotas. Y hay bastante buen cine en ella, por no hablar de lo estimulante que es como elemento de debate.