THE CHINA SYNDROME. 1979. 121´. Color.
Dirección: James Bridges; Guión: Mike Gray, T.S. Cook y James Bridges; Dirección de fotografía: James Crabe; Montaje: David Rawlins; Diseño de producción: George Jenkins; Producción: Michael Douglas, para IPC Films-Columbia Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Jane Fonda (Kimberly Wells); Jack Lemmon (Jack Godell); Michael Douglas (Richard Adams); Scott Brady (Herman De Young); James Hampton (Bill Gibson); Peter Donat (Don Jacovich); Wilford Brimley (Ted Spindler); Richard Herd (Evan McCormack); Daniel Valdez (Héctor Salas); Stan Bohrman, James Karen, Michael Alaimo, Donald Hotton, Nick Pellegrino, Lewis Arquette, Rita Taggart, Diandra Morrell.
Sinopsis: Un equipo de televisión visita una central nuclear en la que ocurre un incidente que las autoridades pretenden silenciar.
Más reconocido como guionista, James Bridges ya había triunfado en calidad de director con Vida de estudiante cuando Michael Douglas, por entonces una estrella televisiva que buscaba hacerse un hueco en la gran pantalla, le encargó un proyecto de enjundia como El síndrome de China, drama cuya razón de ser estriba en la necesidad de alertar al público de los riesgos de la energía nuclear. Tildada en un primer momento de sensacionalista, la película, que supuso el segundo éxito consecutivo como productor para Michael Douglas, después del bombazo de Alguien voló sobre el nido del cuco, se vio favorecida por las circunstancias, pues sólo doce días después de su estreno se produjo el incidente más grave acaecido en una central nuclear de los Estados Unidos, en concreto en la de Three Mile Island, en Pennsilvania. Este hecho, que venía a coronar el intenso debate público mantenido desde hacía años respecto a la seguridad de las centrales nucleares, controversia que constituyó el punto de partida de la película, multiplicó la recaudación en taquilla de un film cuyos valores artísticos le permitieron cosechar cuatro nominaciones al Óscar, sin llegar a conquistar ninguna de las estatuillas a las que aspiraba.
El síndrome de China mezcla dos de los géneros más en boga durante la década de los 70: el thriller político, espoleado por la guerra de Vietnam y el Caso Watergate, y el cine de catástrofes, al que cabe adscribir varios de los films más taquilleros de aquellos años. En el centro de toda la trama está una mujer, Kimberly Wells, encargada de presentar los reportajes más intrascendentes de un noticiario televisivo. Lo que ella desea es hacer periodismo de investigación, y la ansiada oportunidad le llega de rebote cuando, en compañía de su camarógrafo y su técnico de sonido, su rutinaria visita a una central nuclear la hace ser testigo de un momento de extrema tensión en la cabina de mandos del edificio. El cámara ha grabado sin permiso todo lo sucedido, resuelto sin consecuencias graves, y por ello la cadena de televisión para la que trabaja Kimberly rehúsa emitir el reportaje, dado que además la central nuclear niega la existencia de incidente alguno. Todo cambia cuando, a raíz de este suceso, el técnico que gestiona la seguridad de la central descubre un problema mucho más grave, que sus superiores se niegan a abordar, dado que se hallan a punto de inaugurar otra instalación que les reportará unos beneficios millonarios.
Estamos, como puede apreciarse, ante un film de tesis, sólido y muy bien interpretado. Las acusaciones de sensacionalismo a las que se enfrentó la película no iban del todo desencaminadas, pero lo cierto es que, en lo cinematográfico, esta obra conspirativa y maniquea (ojo, no estoy diciendo que sea errónea) funciona de manera excelente, por la calidad de su guión, su tensión creciente y la soberbia labor de su reparto. Es cierto que a El síndrome de China le cuesta coger el ritmo, porque en su prólogo se recrea en exceso describiendo la realidad y la trastienda de un noticiario televisivo cualquiera, pero cuando lo hace, no sólo no decae, sino que es capaz de irlo incrementando a medida que avanza el metraje y la trama se hace más compleja. Bridges exhibe pulso firme y se apoya en el trabajo de sus actores, que decidió potenciar prescindiendo de la música como elemento de tensión dramática. Dado que las secuencias en exteriores son poco menos que anecdóticas, el secreto estaba en ofrecer una recreación creíble del centro de mandos de una instalación nuclear y del día a día de una cedema televisiva. En ambos aspectos, la película es notable, lo que, unido a la calidad de los diálogos, facilita sobremanera el trabajo de un James Bridges que obtiene resultados envidiables en las escenas cumbre, en especial en la que el equipo de reporteros accede a la central, tomada por su director de seguridad con el fin de evitar una tragedia, mientras las tropas de asalto preparan su entrada al recinto. Ahí, más allá de que uno pueda estar o no de acuerdo con la denuncia que se realiza, hay minutos del mejor cine de Hollywood, poderoso en lo narrativo y espectacular en la puesta en escena. Si la fotografía, de James Crabe, es correcta pero no de verdadero impacto visual, el trabajo de edición, a cargo de un David Rawlins que nunca lo hizo mejor, es de primer nivel, contribuyendo en buena medida a que, en el clímax, la tensión del relato llegue a ser asfixiante. La raíz del drama la hallamos en una cuestión muy explotada por el cine a partir de los años 60, y en especial en la década posterior, pero que en la actualidad está todavía más vigente: los inmorales métodos que el poder (gobiernos, grandes corporaciones) utilizan para silenciar todo aquello que es perjudicial para sus intereses, es decir, para el país (que son ellos mismos, naturalmente) y el negocio. En esto, e insisto, El síndrome de China puede ser tendenciosa, pues se ciñe a los argumentos de quienes se oponen a la existencia de centrales nucleares, pero no yerra más allá de su exceso de énfasis, que denota poca confianza en la capacidad analítica del espectador.
El peso de la denuncia se intensifica por la impresionante labor de los actores. Jane Fonda, la única del terceto protagonista que era la primera opción escogida para su personaje, realiza tal vez la mejor interpretación de su carrera, dando la sensación de que puso mucho de sí misma en su manera de abordar el personaje de Kimberly Wells, y que eso le otorga un plus de autenticidad fácil de apreciar en las escenas más intensas. Fonda creía en la causa que defiende la película, y creyó a su vez tanto en su personaje que terminó por bordarlo. Sin embargo, no es la mejor del reparto, pues ese lugar hay que reservarlo para Jack Lemmon, que a esas alturas ya había demostrado con creces su talento en el drama y que ofrece una interpretación conmovedora de un hombre que se debate entre el deber y la necesidad de evitar a cualquier precio una catástrofe que, como tantas otras, será provocada por la codicia desmedida. El síndrome de China valdría menos sin Jack Lemmon, que llegó al proyecto después de que Jack Nicholson rechazara el papel por estar interpretando a un tercer Jack, apellidado Torrance. Michael Douglas, que a pesar de ser el productor del film no tenía previsto interpretarlo, representa el eslabón más débil del terceto, sin que su interpretación sea mala, ni mucho menos, aunque sí un punto excesiva, algo así como la quintaesencia del liberal enérgico y cabreado. Actores televisivos como Scott Brady, James Hampton o Peter Donat están a muy buen nivel, en especial el último de ellos, mientras que Wilford Brimley, sin apenas experiencia en la gran pantalla, regala un trabajo de muchos kilates. Richard Herd, que ya había participado en uno de los grandes thrillers políticos de la época, Todos los hombres del presidente, luce también como malvado integral, aunque su papel echa en falta algunos matices.
El síndrome de China es una película de mucha calidad, cuyos valores cinematográficos la sitúan por encima de un abrumador número de films en los que las pretensiones están muy por encima de los resultados. Dogma bien servido, en esta ocasión.