THE LUSTY MEN. 1952. 112´. B/N.
Dirección: Nicholas Ray; Guión: Horace McCoy y David Dortort, inspirado en una historia de Claude Stanush; Dirección de fotografía: Lee Garmes; Montaje: Ralph Dawson; Música: Roy Webb; Dirección artística: Albert S. D´Agostino y Alfred Herman; Decorados: Darrell Silvera y Jack Mills; Producción: Jerry Wald, para RKO Radio Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Susan Hayward (Louise Merritt); Robert Mitchum (Jeff McCloud); Arthur Kennedy (Wes Merritt); Arthur Hunnicutt (Booker Davis); Frank Faylen (Al Dawson); Walter Coy (Buster Burgess); Carol Nugent (Rusty Davis); Maria Hart (Rosemary Maddox); Lorna Thayer (Grace Burgess); Burt Mustin, Karen King, Jimmie Dodd, Eleanor Todd, Roy Glenn.
Sinopsis: Una antigua figura del rodeo entra a trabajar en un rancho, uno de cuyos empleados ansía probar suerte como vaquero.
Sucede en ocasiones que películas notables rodadas por grandes directores quedan oscurecidas por otras obras de su filmografía que en su momento gozaron de mayor respaldo popular. Ejemplo de ello es Hombres errantes, drama ambientado en el mundo del rodeo que no figura entre los films más recordados de Nicholas Ray, pero a mi parecer es uno de los mejores. El romanticismo y la simpatía hacia los perdedores del director afloran en una película de rodaje complicado, durante el que Ray hubo de ser sustituido temporalmente por Robert Parrish a causa de una enfermedad. El resultado final no se resiente de ello, y la huella del principal creador de la película es siempre reconocible.
No escasean en la obra de Nicholas Ray los personajes que, habiendo saboreado las mieles del triunfo, se enfrentan tiempo después a una realidad bien distinta. Es lo que le ocurre a Jeff McCloud, una antigua estrella del rodeo que, convaleciente de una lesión que le ha mantenido casi un año fuera de combate, debe sobrevivir como empleado en algún rancho que desee contratarle, algo que no es sencillo porque los propietarios recelan de quienes provienen del mundo del rodeo, personas de espíritu nómada, adictas a la adrenalina que les genera su actividad y, por tanto, poco proclives a estabilizarse en empleos rutinarios y mal pagados. En su camino, Jeff consigue alojamiento en los terrenos de un anciano, y a través de él conoce al matrimonio formado por Wes y Louise Merritt, cuya ambición es comprar las tierras que en ese momento acogen a la antigua figura del jineteo de toro. Con el sueldo que gana Wes en el rancho en el que trabaja, ese objetivo es poco menos que imposible, pero el hombre, que además de ser un apasionado del rodeo tiene buenas cualidades para su práctica, decide probar suerte en los ruedos y para ello elige como mentor a Jeff. Louise, por su parte, desconfía del veterano vaquero y sufre por el riesgo al que va a exponerse su marido, pues no en vano el rodeo es un deporte de esos que no benefician precisamente a la salud.
El retrato que se hace en la película del rodeo es el de un mundo que posee la belleza de lo salvaje, pero también su hostilidad. Quienes lo practican, y en general quienes forman parte de ese mundo sin saltar a los ruedos, son seres desarraigados que, como le sucedió a Jeff en el pasado, son incapaces de administrar el abundante dinero que pueden ganar si triunfan en la arena. Louise, una mujer enérgica y sensata, no se siente a gusto en ese universo polvoriento que huele a whisky, a triunfos efímeros y a futuros inciertos, pero en lo que Ray se centra es en mostrar la metamorfosis que experimenta Wes a medida que pasa de ser un recién llegado discreto y temeroso a un triunfador capaz de erigirse en una de las figuras del circuito y, por tanto, de acumular cuantiosos premios económicos a cambio de jugarse la vida. El hombre respetuoso, enamorado de su esposa y atemperado en sus formas que era Wes como empleado en los ranchos se transforma en un arrogante bebedor y mujeriego, cada vez menos consciente del peligro que corre. Esta degeneración termina uniendo a Louise y Jeff, que ya viene del lugar al que Wes está yendo y está enamorado en secreto de su esposa. Con ello se forma un peculiar triángulo amoroso, muy del gusto del director, que termina con un enfrentamiento entre los dos hombres y, por añadidura, con el regreso de Jeff a los ruedos.
Nicholas Ray se muestra muy certero a la hora de alternar el brío de las numerosas escenas de rodeo con la descripción intimista, con cierto aire trágico, de la vida de los protagonistas del espectáculo fuera de la arena. Esos hombres son la consecuencia de dos excesos: el riesgo que corren y el dinero que ganan, o que pueden ganar si tienen éxito. Las mujeres que les rodean, o bien han asimilado su forma de vida y comparten su destino, y también sus vicios, o se muestran desencantadas con lo que ese mundo les depara e intentan que los hombres conserven un mínimo de sensatez. En general, Ray, apoyado en un brillante guión coescrito por un experto del prestigio de Horace McCoy, muestra simpatía por sus personajes, a los que retrata como estandartes de una forma de vida cruel, pero auténtica. Este espíritu lo resume Jeff, el principal protagonista masculino, con una frase que define bien lo que es la película: «No hay animal que no pueda ser domado, ni jinete que no pueda ser derribado». Hay abundancia de planos cortos para reflejar el peligro que se masca en los ruedos, y también la zozobra de unos personajes que, en la vida real, tampoco mantienen mucho mejor el equilibrio que cuando intentan domar a animales salvajes. La excelente fotografía en blanco y negro de un primer espada como Lee Garmes realza la estética de la película, que también se beneficia del remarcable trabajo de edición del veterano Ralph Dawson. La música, del compositor de cabecera de la RKO Roy Webb, es quizá el aspecto en el que el resultado se antoja más rutinario.
Pocos actores más idóneos para dar vida a un hombre de una pieza, pero que en el fondo es un perdedor, que Robert Mitchum. Se dice que Nicholas Ray ofreció un amplio margen de maniobra a su trío de actores principales a la hora de componer a sus personajes, y lo cierto es que el resultado de ese esfuerzo es muy satisfactorio. Mitchum, parco, viril pero no insensible y con una voz que completa una presencia escénica que le hace superior a un sinfín de actores, encarna el escepticismo de quien sabe que el éxito tarde o temprano se acaba, pero también la esperanza de poder encarrilar su vida junto a una mujer bella y sensata como Louise, personaje a cargo de esa gran actriz que fue Susan Hayward, una de esas mujeres capaces de decir muchas cosas con la mirada. Si el trabajo de ambos se encuentra entre los mejores de sus respectivas carreras, no les va a la zaga un magnífico Arthur Kennedy, que se enfrenta con éxito al desafío de encarnar a un personaje a quien el triunfo en el deporte que le apasiona le sitúa en plena cuesta abajo personal. Acompañan a este sobresaliente trío un entrañable Arthur Hunnicutt, una poderosa Lorna Thayer, que se luce en la escena en la que su personaje tiene mayor protagonismo, y otros secundarios de peso como Frank Faylen o Walter Coy, que da un rostro muy creíble a la decadencia a la que puede llevar esa clase de vida. Más discreta está Karen Randle (aquí Karen King) como tópica femme fatale en la que fue su última película. Alabar, en un film de esta naturaleza, el trabajo de los dobles en las secuencias de rodeo.
Al margen de ser una de las mejores películas jamás filmadas sobre el mundo del rodeo, Hombres errantes es una muestra del talento de un director, Nicholas Ray, en el período más distinguido de una carrera que, vista de un modo global, lo fue mucho.