THE HONEYMOON KILLERS. 1970. 105´. B/N.
Dirección: Leonard Kastle; Guión: Leonatd Kastle; Director de fotografía: Oliver Wood; Montaje: Richard Brophy y Stan Warnow; Música: Piezas de Gustav Mahler; Producción: Warren Steibel, para Roxanne-Cinerama Releasing (USA).
Intérpretes: Shirley Stoler (Martha Beck); Tony Lo Bianco (Raymond Fernández); Mary Jane Higby (Janet Fay); Doris Roberts (Bunny); Kip McArdle (Delphine Downing); Marilyn Chris (Myrtle Young); Dortha Duckworth (Sra. Beck); Barbara Cason, Ann Harris, Mary Breen, Elsa Raven.
Sinopsis: Una enfermera carente de atractivo inicia una relación con un apuesto hombre de origen latino al que conoció a través de una página de contactos. Cuando descubre que el galán se dedica a estafar a las mujeres con las que se cartea, decide convertirse en su cómplice.
Ejemplo perfecto de película de serie B elevada a la categoría de obra de culto desde su mismo estreno, Los asesinos de la luna de miel es el único film dirigido por Leonard Kastle, un músico de profesión que se basó en una historia real para escribir su primer guión cinematográfico, de cuya realización iba a encargarse, en un principio, un prometedor cineasta llamado Martin Scorsese. Diferencias creativas apartaron al futuro maestro del proyecto, que durante un tiempo pasó a manos de Donald Volkman antes de que su guionista se decidiese a asumir también las tareas de dirección. Tan azarosa trayectoria, unida al escaso presupuesto, que a duras penas alcanzaba los 150.000 dólares, no despertaba grandes expectativas respecto a la película, a pesar de que las andanzas criminales de Martha Beck y Raymond Fernández les convirtieran en personajes tristemente célebres de la Norteamérica de principios de los 50. Sin embargo, el espíritu naturalista de la propuesta, su crudeza expositiva y el hecho de aplicar los fundamentos del cine independiente al estilo de John Cassavetes a un drama criminal despertaron el entusiasmo de un grupo de fieles entre los que se incluían directores de primera fila, como François Truffaut, que dedicó elogios desmedidos a una película cuyo impacto e influencia perduran a día de hoy.
El auge de la contracultura y el paso a mejor vida del Código Hays hicieron que el cine estadounidense se lanzara, desde mediados de los años 60, a abordar temas polémicos desde una perspectiva más desinhibida y rompedora que la vista desde los primeros años del sonoro. Esta tendencia, que se hizo notar en muchas producciones de Hollywood, dio nuevas posibilidades a quienes se movían al margen de la gran industria, como el rey de la serie B norteamericana, Roger Corman, o a proyectos como Los asesinos de la luna de miel, que difícilmente hubieran podido ver la luz de la manera en que lo hicieron de haber sido realizados sólo un lustro antes. El enfoque cuasidocumental acompaña al espectador desde los mismos títulos de crédito, en los que unos rótulos avisan de que el argumento de la obra se basa en una de las historias más bizarras del crimen en Norteamérica. Acto seguido, una alarma salta en el hospital de una pequeña ciudad de Alabama. Ahí conocemos a la jefa de enfermeras, Martha Beck, una persona que no podría tener menos encanto ni hecha a propósito. Fea, gorda y con unos modos tiránicos que le granjean la antipatía de sus compañeros, Martha vive con su madre, que ya empieza a mostrar síntomas de senilidad, y sólo tiene una amiga, que sin su permiso ha enviado el perfil de la enfermera a una página de contactos. Pese a sus comprensibles reticencias iniciales a figurar en un foro de personas que buscan pareja, Martha empieza a cartearse con Raymond, un hombre de origen español, que vive en Nueva York y a quien finalmente invita a su casa. El amor surge entre ellos, hasta el punto de que Martha devuelve la visita a su pretendiente y, cuando descubre que su oficio real es estafar a mujeres como ella, no sólo no se escandaliza, sino que acepta con entusiasmo ser su cómplice.
De Los asesinos de la luna de miel hay que destacar su estilo seco, que describe la trayectoria de dos psicópatas enamorados de un modo frío, sin análisis ni mensaje moral. Este enfoque hizo que la película tuviese problemas con la censura en distintos países. Cierto es que la exposición de la violencia es muy gráfica de acuerdo a los parámetros de entonces, pero también que el film suaviza no sólo los aspectos más sórdidos de la extensa carrera criminal de Martha y Raymond, y que la mayoría de los asesinatos suceden fuera de campo, lo que estimula la imaginación del espectador y, a la postre, le genera mayor incomodidad. El montaje, casi árido, y el propio perfil de los protagonistas hacen que le visionado de la película sea de todo menos confortable, pues coloca a las audiencias frente a lo peor de la naturaleza humana, sin ofrecer la compensación de una lectura moral. En este sentido, el film se puede considerar una versión descarnada de la magistral Monsieur Verdoux, de Chaplin, con la diferencia de que aquí son dos los asesinos, y que en la obra de Kastle no tiene cabida el humor aunque, de haberlo, es negrísimo. Sabemos que el autor omitió aspectos importantes de la vida de Martha y Raymond antes de conocerse, y que modificó hechos acaecidos durante su cadena de crímenes, pero la apariencia de la película, gracias también a una fotografía naturalista y a un montaje llamativo de puro escueto, es en todo momento la de una crónica fiel de los hechos. La cultura musical de Kastle le lleva a utilizar como apoyo melódico a ese gran romántico que fue Gustav Mahler, cuyas sinfonías suenan en los momentos álgidos de un film que, en última instancia, es una historia de amor. La ironía, que expone Kastle a través del compositor, es que lo que vemos es el romance entre dos personas sin las que el mundo hubiera sido un lugar menos horrible. El director no sólo no muestra ninguna cualidad de sus protagonistas, al margen del amor que sienten el uno hacia el otro, sino que deja claro en numerosas secuencias que ese sentimiento, tan positivo en la opinión de casi todos, saca lo peor de cada uno de ellos, que es mucho. Raymond es un vago, el prototipo de zángano que vive de su apariencia y lo único que sabe hacer es estafar a mujeres incautas. Su amor hacia una psicópata pura, que además es una celosa patológica, es lo que le lleva a saltar la última valla que le separa de la maldad total, lo que me lleva a pensar que es cierto eso de que el amor todo lo puede.
Shirley Stoler debutó en el cine con el personaje de Martha Beck, y es innegable que lo hizo de manera espectacular, porque su interpretación de un ser cuyo antiestético exterior no es sino la punta del iceberg de la maldad que encierra, es difícil de mejorar. Su inexpresividad al cometer los actos más crueles es capaz de helar la sangre del espectador, pero se transforma cuando, en otras circunstancias, muestra su perfil de hembra celosa y menipuladora. Por su parte, Tony Lo Bianco, que por entonces se había prodigado más en la pequeña pantalla y, como su compañera, sobre las tablas, da vida a un playboy exento de todo glamour, que explota una virtud de la que carece del todo su amada, el encanto y la capacidad de seducción, de la peor manera posible, pero más por vagancia que por psicopatía. Mientras ella no titubea ante el asesinato, él se muestra débil, pero sigue el juego porque no hay nada mejor que una pareja bien avenida y, antes que trabajar, lo que sea. De las mujeres que interpretan a sus víctimas, el trabajo de Mary Jane Higby, que presta su rostro a la más anciana de las mujeres seducidas por Raymond, es notable, al mostrar la vulnerabilidad de su personaje, pero también su natiraleza mezquina. Kip McArdle, que encarna a la persona cuyo asesinato supuso la única condena probada y real para Martha Beck y Raymond Fernández, no desentona pero exhibe un nivel más bajo que el de los mencionados. Dortha Duckworth, en la piel de la madre de la protagonista, brilla en las escenas en las que aparece, como igualmente hace Doris Roberts, rostro conocido del cine y la televisión. Marilyn Chris y Barbara Cason son otros dos elementos importantes de un film cuyo aspecto interpretativo se sitúa muy por encima de lo que suele ser usual en la serie B.
Tan incómoda como llena de cualidades, Los asesinos de la luna de miel es perturbadora, directa y de lo más entretenida. Leonard Kastle no dirigió más películas, por lo que es uno de los escasos directores que pueden presumir de no tener un solo borrón en su trayectoria.