DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES. 1955. 117´. B/N.
Dirección: Jules Dassin; Guión: Jules Dassin, con la colaboración de René Wheeler y Auguste Le Breton, basado en la novela Du Rififi chez les hommes, de Auguste Le Breton; Dirección de fotografía: Philippe Agostini; Montaje: Roger Dwyre; Música: Georges Auric; Diseño de producción: Alexander Trauner; Producción: René Bezard, Henri Bérard y Pierre Cabaud, para Pathé Consortium Cinéma-Indusfilms-Primafilm (Francia)
Intérpretes: Jean Servais (Tony Le Stéphanois); Carl Möhner (Jo); Robert Manuel (Mario Ferrati); Janine Darcey (Louise); Pierre Grasset (Louis Grutter); Robert Hossein (Remi Grutter); Jules Dassin (Cesare); Marcel Lupovici (Pierre Grutter); Dominique Maurin (Tonio); Magali Nöel (Viviane); Marie Sabouret (Mado); Claude Sylvain (Ida Ferrati); Armandel, Alain Bouvette, André Dalibert, Jacques David, Marcelle Hainia.
Sinopsis:Después de pasarse cinco años en la cárcel, Tony está sin blanca y su amtigua amante lo es ahora de un gángster que regenta un club nocturno. Junto a sus viejos compinches, proyecta el robo de unas valiosas joyas.
Exiliado en Europa por negarse a participar en el teatro macabro urdido por el senador Joseph McCarthy, también conocido como Caza de brujas, Jules Dassin triunfó por todo lo alto con la primera película que rodó fuera de los Estados Unidos. Fue Francia el país que le dio la oportunidad de continuar su carrera como cineasta, y Rififí, la novela de Auguste Le Breton, el artefacto narrativo que sirvió para demostrarle a Hollywood que había perdido a uno de sus mejores realizadores a causa de una vergonzante persecución política. El film no sólo sublimó los principales rasgos definitorios del cine negro, sino que fue la referencia, y también la vara de medir, de las numerosas películas sobre robos millonarios que se rodaron en los años siguientes. El galardón al mejor director en el festival de Cannes fue la recompensa inmediata más llamativa que recibió Dassin por la película, pero el tiempo le ha dado otra aún mayor: esta obra magistral es la que le ha hecho pasar a la posteridad.
Cuando en su país natal el cine negro estaba dejando atrás su era de esplendor, en el Viejo Continente, y en especial en Francia, las cosas transcurrían por otros derroteros gracias a la labor de cineastas como Becker, Clouzot o Melville, todos ellos muy buenos conocedores de lo que venía del otro lado del Atlántico y, al tiempo, capaces de imprimir un sello genuinamente galo que, primero en la literatura y después en el cine, terminaría dando lugar al polar. Dassin reunió lo mejor de ambos mundos en una película que, a partir de un sólido y certero material literario, voló muy por encima de lo que su limitado presupuesto y su elenco de intérpretes poco conocidos hacía prever. Rififí comienza en una timba de póker, escenario tan caro al género. Desde muy pronto observamos que la película evita una de las constantes del cine de gángsters a la americana, pues los que vemos en la pantalla están exentos de todo glamour, por mucho que luzcan elegantes abrigos, trajes y sombreros. Son tipos malcarados, brutales, con unos arcaicos códigos de comportamiento que les hacen ser, en la lotería diaria de la vida, unos merecidos perdedores. En la partida conocemos a Tony, un individuo de salud endeble, aire lacónico y desafortunado en el juego, del que es expulsado por no disponer de más dinero para apostar. Tony ha pasado un lustro en prisión por dos motivos: un robo y no haber denunciado a sus compañeros. Uno de ellos, Jo, casado y con un hijo pequeño, es quien le viene a buscar tras la desastrosa timba. Tampoco al veterano delincuente le sonríen los amores, pues Mado, la mujer con la que antaño retozaba, es ahora la encargada/madame de un club nocturno regentado por una familia de mafiosos, siendo además la amante del que ejerce como líder del clan. El reencuentro entre Tony y Mado es brutal, hasta el punto de que él la agrede con saña, en una violenta escena en la que lo más cruento sucede fuera de campo, pero que sirve para desprender a Tony de la aureola de perdedor entrañable. De vuelta ya de todas partes, este hombre le cuenta a Jo su arriesgado plan para robar en una joyería que almacena alhajas valoradas en muchos millones. Para perpetrar el atraco, reclutan a Mario, un experto ladrón de origen italiano, completando el grupo un milanés con aires de seductor y experto en reventar cajas fuertes.
La puesta en escena que hace Jules Dassin de la historia tejida por Auguste Le Breton, responsable también de los cáusticos diálogos que contiene la película, denota un espléndido manejo de los tiempos, pues, bajo la capa de fatalismo que envuelve a los personajes, hay espacio para exponer sus perfiles psicológicos, mostrar cómo la interacción entre ellos no hace sino empeorarles a nivel moral, a excepción del influjo que Louise ejerce sobre Jo, y mostrar la vida en los najos fondos con el poco brillo que en realidad acostumbra a tener, todo ello sin entorpecer una acción que se desarolla en tres fases: la gestación del robo, su ejecución y sus consecuencias. Son generales los halagos, que comparto, hacia la segunda de las fases mencionadas, que el director resuelve con una secuencia de media hora de incuestionable aire documental, pues la recreación del atraco se realiza en tiempo real, sin diálogos y sin música. Quizá sea un punto excesivo que los autores del robo no hablen entre sí hasta que las joyas que cambiarán sus vidas no se hallan en su poder una vez lejos del lugar del atraco, pero se trata de un detalle menor en un ejercicio cinematográfico, centrado en el montaje, que aúna como pocas veces se ha visto la espectacularidad y el minimalismo. No hay que desmerecer el planteamiento, coherente y lleno de matices, ni el desenlace, que muestra la verdadera naturaleza de los personajes principales. Una de las cosas que alguien con un mínimo de seso debe hacer si se hace rico de la noche a la mañana es ser discreto, en especial si la causa de su buena fortuna es un delito. Tony lo tiene fácil, porque a él, si exceptuamos su amistad con Jo, no le queda nada en el horizonte a lo que agarrarse. Jo tiene una esposa sensata, así que el derrumbe, que acontece a partir de un robo que es un modelo de ejecución (incluso en la colocación del botín, perfectamente definida antes del asalto a la joyería), vendrá de la mano de Mario y Cesare. Al primero y a su amante les gusta la buena vida, mientras que al recién llegado desde Milán quiere seducir a la cantamte del club, y qué mejor para ello que una joya… El hallazgo de la piedra preciosa enciende la bombilla a los propietarios del garito, que empiezan a mover los hilos para hacerse con el botín. lo cual da pie a una escena que sirve a Dassin para explicar qué hay que hacer con los delatores. El aura fatalista antes aludida explota con fuerza en el último tercio de metraje, en el que la partida de póker del inicio se convierte en un castillo de naipes. Uno a uno, y sin perder la sobriedad característica, los personajes son víctimas de sí mismos, y de un entorno propicio para el desliz y la traición. Impresiona la capacidad del director para mantener la tensión, en especial cuando un malherido Tony lleva a Tonio, que se mueve despreocupado en un automóvil que en cualquier momento se puede estrellar, al encuentro de su madre. Fantástico desenlace para una película en la que destaca el provecho que extraen Alexander Trauner, autor de una escenografía en la que la ambientación del club nocturno y la joyería son perfectas, y Philippe Agostini, que aprovecha lo aprendido al rodar para Robert Bresson en un contexto muy distinto, de un envoltorio de lo más austero, en el que la música ocupa un lugar muy secundario, salvo en la canción interpretada por la vedette del club nocturno, quizá el único momento del film que pueda calificarse como glamouroso.
El belga Jean Servais encontró el papel de su vida con Tony, Le Stéphanois, un tipo metódico, duro y superado por las circunstancias, pero fiel a su código moral y a la poca gente de confianza que le queda. El rostro derrotado y adusto de Servais cuadra divinamente con el perfil de un hombre que se aferra a su última oportunidad de salir del fango. Carl Möhner, actor austríaco que nunca fue nada del otro mundo, se limita a cumplir con discreción en un rol que quizá daba para más. Ronert Manuel está mejor en la piel de un buen profesional del robo, pero cuya debilidad será la que termine de desencadenar la tragedia. Por su parte, Janine Darcey se muestra eficaz en el que seguramente sea el único papel positivo de la película, el de una mujer honrada y de fuertes convicciones éticas. El muy pronto también director Robert Hossein se luce encarnando a un ser absolutamente despreciable, mientras que Marcel Lupovici da con el tono necesario en un gángster de poca monta. Magali Nöel, que por entonces daba sus primeros pasos en la gran pantalla, aporta belleza y dotes de femme fatale, Marie Sabouret brilla en un rol trágico en uno de sus escasos trabajos en el cine, y Claude Sylvain raya a un nivel algo inferior al de sus compañeras de reparto. El director, por su parte, se reserva para sí el papel del revientacajas transalpino al que pierden sus aires de Casanova.
Si Rififí no es una obra maestra, le falta muy poco. La mejor película de Jules Dassin creó escuela y no ha perdido un ápice de su trágico brillo. Imprescindible para todo amante del cine. Además, y este es un mérito involuntario, dio pie a una de las comedias más maravillosas que uno haya visto.