WONDER WHEEL. 2017. 99´. Color.
Dirección: Woody Allen; Guión: Woody Allen; Dirección de fotografía: Vittorio Storaro; Montaje: Alisa Lapselter; Música: Miscelánea. Temas de The Mills Brothers, Paul Eakins, Jo Stafford, etc.; Diseño de producción: Santo Loquasto; Dirección artística: Miguel López-Castillo; Producción: Letty Aaronson, Edward Walson y Erika Aronson, para Gravier Productions-Perdido Productions-Amazon Studios (EE.UU.).
Intérpretes: Justin Timberlake (Mickey); Juno Temple (Carolina); Kate Winslet (Ginny); James Belushi (Humpty); Geneva Carr, Max Casella, Gregory Dann, Bobby Slayton, Michael Zegarski, Jenna Stern, Tony Sirico, Steve Schirripa.
Sinopsis: La hija del dueño de una atracción de feria regresa al hogar familiar después de separarse de su marido, un mafioso. Por su parte, la esposa del hombre, infeliz en su matrimonio, inicia una aventura con un joven socorrista.
Luego del paréntesis televisivo que supuso Crisis en seis escenas, Woody Allen regresó a la gran pantalla con Wonder wheel, drama ambientado en los años 50 que, en distintos aspectos, puede emparentarse con la que por entonces era la última película de alto nivel del cineasta neoyorquino, Blue Jasmine. Allen insiste en uno de los temas obsesivos de sus dramas: cómo la suma de los designios del destino y las malas decisiones equivale a infelicidad y desgracia. Siguiendo una costumbre ya casi ancestral, el film fue mejor recibido en Europa que en los Estados Unidos, aunque hay coincidencia en cuanto a que Wonder wheel es una película menor dentro de la filmografía de Woody Allen.
Si tengo que definir en una palabra lo que percibo durante el visionado del film, creo que el término adecuado sería decadencia. Así es el marco geográfico del film, el parque de atracciones situado junto a la playa de Coney Island, lugar de esparcimiento por excelencia de los neoyorquinos durante décadas que, en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, dejaba la sensación de que sus mejores días habían quedado atrás. Y así son, cada cual a su manera, los personajes. Humpty regenta una atracción de feria, disfruta de pasatiempos masculinos como el béisbol y la pesca, pero es también un alcohólico en rehabilitación siempre a punto de recaer. Vive en el mismo parque de atracciones junto a su esposa, Ginny, una actriz frustrada que se gana la vida como camarera y sufre continuas migrañas, y su hijastro Richie, un crío cuya única pasión consiste en quemar cosas. Con este panorama reaparece en escena Carolina, hija de Humpty, repudiada años atrás por su padre al haberse casado con un mafioso, del que se acaba de separar y está huyendo, entre otras cosas porque informó de sus actividades a la policía. Falta aún una pieza clave en la historia: Mickey, un aspirante a escritor que en verano trabaja como socorrista en la playa. Este joven inicia una aventura con la muy infeliz Ginny, pero se queda prendado de Carolina desde que, por pura casualidad, se la encuentra en la calle.
Quien narra la historia, y esto es algo habitual en la obra de Allen, es el joven aprendiz de escritor, un tipo narcisista y enamoradizo que, a diferencia de otros muchos protagonistas masculinos del neoyorquino, carece de sentido del humor. Rasgo que, por cierto, se extiende a la película y, en mi opinión la perjudica. Allen nos cuenta cosas que ya nos ha dicho antes, y nos ha dicho mejor, aunque esto no significa que la película sea desdeñable. Es sabido que, para el director, el peso del azar en las vidas humanas es importante, hasta el punto de que muchas veces parecemos marionetas, esclavos de los designios de una deidad cruel (una visión del mundo muy judía, pero que cualquiera que viva en Santa Coloma de Gramenet y posea cerebro puede compartir prefectamente). No obstante, el director no utiliza esta creencia para exonerar de responsabilidad a sus protagonistas, pues muchas veces sus desgracias se deben a decisiones catastróficas. Cuántas veces una sola pésima elección ha arruinado una existencia entera, ¿verdad? Pues Woody Allen nos pone delante unos personajes que arrastran ya unas cuantas. Lo hace, eso sí, sin la inspiración de sus mejores obras. Ya desde el principio, el punto fuerte es Ginny, una mujer que se aferra a su romance con Mickey porque ese joven le hace sentir dos cosas que ya no es: joven y artista, amén de la posibilidad de huir de una existencia gris que él significa. La virulenta reacción de la mujer al descubrir el interés romántico mutuo entre su amante y su hijastra nos hace pensar que Allen estaba pensando en una persona en concreto al escribir el personaje, pero seguro que son imaginaciones mías. Dentro del engranaje narrativo, no hallo demasiado sentido a la subtrama del niño pirómano, al margen de su utilidad para que Humpty no descubra que su esposa le ha robado los ahorros para agasajar a su amante. Un hombre que, como hemos dicho, no está enamorado de ella. Ser consciente de esto es lo que hace a Ginny sacar lo peor de sí misma… que es mucho.
Dentro de una puesta en escena algo desangelada, los parabienes deben recaer sobre Vittorio Storaro, un veterano mago de la iluminación que continúa exhibiendo sus trucos a una edad en la que a muchos sólo les queda el retiro. Su forma de captar la luz de la playa de Coney Island, cuyo fulgor es casi la antítesis del chamizo en el que viven Humpty y su familia, es la propia de un verdadero maestro, título que en nada le viene grande al camarógrafo romano. En la música, Allen recurre como leitmotiv a una canción de los Mills Brothers que habla de Coney Island, la cual añade un plus de melancolía al conjunto, junto a otras piezas interpretadas por grandes voces como las de Jo Stafford y Tony Bennett.
Son muchas las ocasiones en las que Woody Allen ha recurrido a estrellas de la época para aumentar el tirón comercial de sus películas, con resultados dispares. También son muchos los sex symbols, ya sean hombres o mujeres, que han buscado papeles de prestigio para demostrar su valía más allá de su físico. Esta vez, la apuesta mutua entre Woody Allen y Justin Timberlake se salda con un rotundo fracaso porque, no nos engañemos, el antiguo cantante de NSYNC no es un buen actor, ni creo que vaya a serlo nunca. Allá donde otros como Brad Pitt o Monica Bellucci triunfaron, Timberlake naufraga sin remedio, y su presencia es un lastre para la película, porque su personaje le viene grande. En cambio, Kate Winslet, que por algo es una de las mejores actrices de las últimas décadas, borda su personaje de mujer neurótica, infeliz y corroída por los celos. Las escenas que comparte con Timberlake son un lacerante recordatorio del abismo que existe entre ambos como intérpretes. Juno Temple, actriz de talento, no llega al nivel de Winslet, pero está muy acertada a lomos de un personaje al que Allen reserva buena parte de su cuota de compasión. El resto se la queda Humpty, un hombre sencillo, enamorado y siempre al borde del precipicio, al que da vida con energía un James Belushi que cada vez se deja ver menos en la gran pantalla.
Desde luego, Wonder wheel es un Woody Allen menor, pero no prescindible, como sí lo es (el tiempo lo dirá) la mayor parte del cine que se estrena hoy en día.