KIND HEARTS AND CORONETS. 1949. 105´. B/N.
Dirección: Robert Hamer; Guión: Robert Hamer y John Dighton, basado en la novela de Roy Horniman; Director de fotografía: Douglas Slocombe; Montaje: Peter Tanner; Música: Ernest Irving; Dirección artística: William Kellner; Producción: Michael Balcon, para Ealing Studios (Reino Unido).
Intérpretes: Dennis Price (Louis); Alec Guinness (La familia D´Ascoyne: El Duque/El Banquero/El Párroco/El General/El Almirante/Joven Ascoyne/Joven Henry/Lady Agatha); Valerie Hobson (Edith); Joan Greenwood (Sibella); Audrey Fildes (Madre de Louis); Miles Malleson (Verdugo); Clive Morton (Alcaide); John Penrose (Lionel); Cecil Ramage, Hugh Griffith, John Salew, Eric Messiter, Lyn Evans, Barbara Leake.
Sinopsis: Una mujer de la aristocracia inglesa es repudiada por su familia al casarse con un cantante italiano. Años después, su hijo, que se ha criado en la pobreza, trata de recuperar su lugar en el poderoso clan asesinando a todos los que le preceden en la línea sucesoria.
Junto a la eclosión de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, David Lean, el otro gran legado de la posguerra británica, en lo que al séptimo arte se refiere, son las comedias de la productora Ealing, un puñado de delicias intemporales que, entre otras cosas, crearon legiones de seguidores del humor inglés, entendido como un terapéutico ejercicio de ironía frente a las imperfecciones, por denominarlas de forma suave, del mundo en que vivimos. De todas estas películas, Ocho sentencias de muerte, que adapta una novela de Roy Horniman que no he tenido el gusto de leer, pasa por ser una de las mejores y más recordadas, y es sin duda la obra maestra de Robert Hamer, un director fallecido de forma prematura que había brillado en otros géneros, pero que se ganó un sitio en la posteridad gracias a esta negrísima comedia.
Tiene gracia que un film de humor comience con la llegada, que Hamer nos ilustra con un tono marcadamente expresionista, de un verdugo a una prisión. El espectador no tardará en averiguar lo que ese singular funcionario ha ido a hacer allí: ejecutar a un reo de muy buena familia, condenado por asesinato. Es este hombre quien, a las puertas de la muerte, nos cuenta su historia, la de un ser marcado desde la cuna por el infortunio que, con métodos harto peculiares, dedicó muchas energías a recuperar una posición social que, a su criterio, le pertenecía. Hijo de una aristócrata, condenada al ostracismo por su elitista familia a causa de su matrimonio con un apuesto cantante de ópera italiano apellidado Mazzini, el protagonista no conoció la prosperidad en principio adecuada a sus orígenes a causa del repentino infarto que acabó con la vida de su progenitor, con toda probabilidad debido a la emoción por la llegada al mundo de su primogénito. La viuda crió al muchacho sin lujos, pues los intentos de reconciliarse con su familia se toparon con un infranqueable muro de desdén, pero haciéndole consciente en todo momento de la nobleza de su estirpe y de la necesidad de recuperar la posición social que le había sido arrebatada. Obligado a subsistir como dependiente de una mercería, y dolido por una doble humillación (su familia de origen no perdonó a su madre ni después de su fallecimiento, pues se le negó el derecho a ser enterrada en el panteón familiar, y la joven de la que lleva enamorado desde la niñez rechaza su propuesta de matrimonio en favor de otro pretendiente mucho más rico), el hijo del tenor y la aristócrata halla, gracias al azar, en el asesinato el medio para ir escalando pisos en el ascensor social.
Además de un amplio catálogo de pullas, casi todas ellas muy graciosas, a la nobleza inglesa, Ocho sentencias de muerte hace pensar en muchos momentos en otra película, a mi juicio la obra maestra más incomprendida de Charles Chaplin: Monsieur Verdoux, estrenada poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Como en aquella película, el resentimiento social es el vehículo que lleva al protagonista a la comisión de un buen número de homicidios, imprescindibles, bajo su punto de vista, para devolverle a la posición social que merece ocupar. Mientras que Henri Verdoux escogía al azar a sus víctimas, todas ellas viudas ricas y ociosas, Louis Mazzini D´Ascoyne tiene muy claros sus objetivos, y limita a ellos su afán por contribuir a la sagrada lucha contra la superpoblación en nuestro planeta: los seres a eliminar son los ocho sujetos que le preceden en la línea sucesoria al Ducado que a tanta gala ostenta su familia materna. Uno a uno, Louis consigue que todos ellos se reúnan con el Creador sin levantar sospechas, hasta ser acusado (he aquí la gran broma del Destino) por un asesinato que no sólo no cometió, sino que ni siquiera fue tal. Hay otro aspecto nuclear que une a Monsieur Verdoux y Ocho sentencias de muerte: ambas son muy divertidas en su macabro desarrollo, pero se trata de comedias tan negras que, cuando llega el momento del juicio, dejan de serlo por completo, revelando notables dosis de nihilismo y amargura, de corte más político en Chaplin y con mayor énfasis en la crítica social en el film de Robert Hamer. El solo hecho de que el mismo actor interprete a todos los miembros de la familia satiriza a un estrato social caracterizado por una estricta endogamia, pero el modo en que el bastardo les describe, y ejecuta sus asesinatos (todos los cuales se producen fuera de campo), supone una ridiculización en toda regla de una clase social que, no hay que olvidarlo, sólo podía ser juzgada por sus pares (la Cámara de los Lores) hasta el mismo año en que se estrenó la película. El Duque, que emplea los cepos y la escopeta para ahuyentar a los cazadores furtivos que encuentra en sus tierras, el heredero que camufla su inanidad, así como el hastío que le provoca la convivencia con su mojigata esposa, con un desmedido amor por la fotografía, el párroco que quita las ganas de vivir a sus semejantes con sus plomizos sermones, el general que sólo despierta del sueño para explicar una y otra vez sus pasadas batallas o la excéntrica sufragista son descritos desde la sátira más absoluta, como individuos estúpidos e insustanciales sólo obsesionados por las apariencias. Únicamente se libran de la masacre el banquero, que en la práctica termina ejerciendo de padrino y guía de Louis, y la bella Edith, que será mojigata, pero al menos no es hipócrita: su virtud es sincera, pues no sólo la predica, sino que también la practica. Tampoco se libran las clases más humildes, por su desmedido arribismo o por la actitud sumisa, o directamente genuflexa, que adoptan frente a la nobleza. La apoteosis de esta crítica la encontramos en la lectura del abominable poema del verdugo, momento brutal donde los haya.
Robert Hamer, que contó para la adaptación de la novela con la ayuda de un brillante escritor como John Dighton, se centra en acentuar en toda circunstancia el tono de farsa, ya sea a través de los diálogos, muy afilados e importantes en el desarrollo de la historia pese a que el mayor peso narrativo, y la sátira más ácida, lo hallemos en la narración en off del protagonista, o en una puesta en escena en la que predominan los planos medios y en la que el montaje (véase la escena en la que Louis, desde la ventana, apunta arco en mano en dirección al globo en que se desplaza la única representante femenina de los D´Ascoyne) tiene una gran relevancia en lo relativo a generar comicidad, cosa que se consigue con creces: Ocho sentencias de muerte es una de esas películas que te arrancan desde el principio una sonrisa malvada, y que consigue que esa mueca no te abandone hasta el final. El público llega a empatizar con el protagonista, un asesino que odia la caza y, en general, ver sangre, y que no duda en fornicar siempre que puede con su amor de la infancia, convertida en una mujer infelizmente casada, mientras intenta seducir a la esposa de una de sus víctimas, y esta complicidad con el criminal es una señal inequívoca de lo bien hecho que está todo, hasta desembocar en un final espléndido, que no gustó a los guardianes de la moral del otro lado del Atlántico. Otra virtud de Hamer es conseguir una apariencia de lujo y de ostentosidad, pese a manejar un presupuesto limitado. La música, uno de los últimos trabajos de Ernest Irving, es otro elemento que acentúa el tono caricaturesco del conjunto.
Ocho sentencias de muerte no sería la gran obra que es sin contar con un espléndido plantel de intérpretes. Dennis Price, talentoso actor, logró el punto más alto de su carrera gracias a un personaje cínico y amoral, pero superior en infinidad de aspectos a aquellos que le desprecian. Su distinción y su gran voz le ayudan en la construcción de un rol que exigía notables dosis de contención en quien lo ejecutara. Eso sí, la cuestión interpretativa más memorable de la película la hallamos en el hecho de que sea Alec Guinness quien interprete a toda la familia D´Ascoyne, lo que sólo estaba al alcance de uno de los mejores actores que jamás se hayan visto en la pantalla. Guinness es capaz de dotar de humanidad al banquero, pero sus maneras y acentos satirizan al resto de personajes, en especial al insufrible párroco, que según él mismo fue el personaje que le hizo sentir más orgulloso. Tanto Joan Greenwood, que da vida a la caprichosa y cruel Sibella, como Valerie Hobson, que encarna a la puritana Edith, aguantan el tipo de manera admirable frente a sus colegas masculinos. Greenwood compone una interesante variación del arquetipo de la femme fatale, tan en boga en la época, mientras que Hobson, por entonces una de las estrellas del cine británico, aporta dignidad a un personaje que se aleja del tono satírico del resto. Miles Malleson ofrece su mejor versión en la piel del verdugo, a quien representa como un personaje patético, y no se queda atrás Audrey Fildes como la madre del protagonista. Hallamos también en el reparto a Hugh Griffith, lo que es una garantía de calidad.
Película (no me atreveré a decir comedia, después de todo) magistral, Ocho sentencias de muerte es divertida, inteligente y corrosiva. Imprescindible para todo amante del cine. Ah, y para quienes deseen dedicarse a la interpretación, que se dejen de academias y se fijen en Alec Guinness.