Pasé la jornada de ayer en Madrid, junto a mis amigos Sergio y Eva, con tres objetivos: el primero, abandonar por unas horas mi cuasipermanente retiro de un mundo exterior, actitud que, con buen criterio, mantengo desde hace más de un lustro. El segundo era gastronómico: repetir visita a El Landó, un restaurante emblema de la mejor cocina española de toda la vida. No recuerdo los años (cerca de los veinte, en todo caso) que hace de mi primera comida en ese establecimiento, tan emparentado con el emblemático Casa Lucio, pero cuando desciendes las escaleras que llevan al comedor, adornadas con fotografías de las numerosas celebridades que han visitado este restaurante a lo largo de los años, parece como si el tiempo se hubiera detenido: en la mesa, prima el producto de primera calidad cocinado con criterio. Un tomate con aceite y sal es un manjar, unos huevos con patatas fritas son capaces de trasladarte a los sabores más placenteros de la infancia, un solomillo al punto puede justificar por unos minutos el sindiós de cada día en cada rincón, y una tarta de queso ser el remate perfecto de una jornada culinaria espléndida.
El tercer motivo era cultural: asistir a la exposición sobre Joaquín Sorolla que alberga la Galería de Colecciones Reales. En ella, organizada en cinco zonas temáticas y con remarcable buen gusto, pude observar por primera vez en directo algunas obras de gran formato del artista valenciano, que complementan a las vistas en las distintas muestras del pintor que he visto a lo largo de mi vida. Sorolla, cien años de modernidad reúne 77 cuadros de un pintor que supo captar como pocos la belleza del litoral mediterráneo, décadas antes de que este se convirtiera en el objeto de deseo de la depredadora industria turística. La exposición suponía la oportunidad de ver algunas obras que pocas veces han estado al alcance del espectador español, dentro de una panorámica que analiza la obra de Sorolla en su conjunto, incluyendo al retratista (además de su amada Clotilde, se exponen retratos de personalidades de la época como Santiago Ramón y Cajal o Juan Ramón Jiménez), el pintor de la Naturaleza o el que capturó paisajes y estampas típicas españolas, ya fueran del País Vasco, de Castilla o de Andalucía, con maravillosas obras cuyas fuentes de inspiración fueron Sevilla y Granada. Esto y más pueden encontrar los amantes del arte junto al Palacio Real de Madrid.
Por lo demás, extrema puntualidad de los trenes de Iryo que nos posibilitaron el viaje, y la constatación de que el centro de las grandes ciudades españolas es un parque temático para visitantes. Por suerte, aún quedan lugares-refugio que mantienen la tradición, pero Madrid es otra víctima de un turismo masivo y degradante que pocas veces respeta y aprecia los lugares que visita. La cultura como bálsamo, y el buscar espacios cuya prioridad es la población nativa son el antídoto frente al tsunami guiri. Lejos de los establecimientos que ignoran o pervierten lo típico, y de los que hacen que las ciudades sean casi clónicas, la felicidad es posible. Ayer la experimenté durante mi periplo madrileño.