FEARLESS. 1993. 119´. Color.
Dirección: Peter Weir; Guión: Rafael Yglesias, basado en su novela; Director de fotografía: Allen Daviau; Montaje: William Anderson, Armen Minasian y Lee Smith; Música: Maurice Jarre; Diseño de producción: John Stoddart; Dirección artística: Christopher Burian-Mohr; Producción: Mark Rosenberg y Paula Weinstein, para Spring Creek Productions-Warner Bros. (EE.UU.).
Intérpretes: Jeff Bridges (Max Klein); Isabella Rossellini (Laura Klein); Rosie Pérez (Carla Rodrigo); John Turturro (Dr. Perlman); Tom Hulce (Brillstein); Benicio Del Toro (Manny Rodrigo); Deirdre O´Connell (Nan Gordon); John De Lancie (Jeff Gordon); Spencer Vrooman, Daniel Cerny, Eve Roberts, Robin Pearson Rose, Debra Monk, Cynthia Mace, Sally Murphy.
Sinopsis: Un arquitecto experimenta una gran transformación después de sobrevivir a un accidente aéreo.
El bombazo mundial que supuso El club de los poetas muertos posibilitó que su director, el australiano, Peter Weir, le diera una vuelta de tuerca a su periplo hollywoodiense, pues le permitió abordar proyectos más personales que los dirigidos en los años inmediatamente posteriores a su aterrizaje en los Estados Unidos. La primera de esas películas, Matrimonio de conveniencia, no generó adhesiones entusiastas entre crítica y público a pesar de su calidad, pero esto no arredró a Weir, que volvió a ignorar las fórmulas comerciales al uso en su siguiente obra, Sin miedo a la vida, adaptación de una novela de Rafael Yglesias sobre los supervivientes de una tragedia aérea. El film, de nuevo, fue mal aceptado por la taquilla y no obtuvo consenso crítico, más allá de algún galardón menor y una infructuosa nominación a los Óscar. Esto se explica en parte debido a la excelente cosecha cinematográfica del año 1993 pero, a juicio de quien esto escribe, el mundo se equivocó de una manera clara, porque Fearless es una obra maestra.
Entraña sus riesgos permitir que un escritor sin apenas experiencia en el cine se encargue de la adaptación de su propia novela, porque esto suele dar lugar a films demasiado literarios y poco atentos a las peculiaridades del medio audiovisual. Sin embargo, el trabajo de Rafael Yglesias es espléndido, pues proporciona a Weir un sólido armazón sobre el que desplegar su pericia visual, que queda patente desde el mismo prólogo. En él vemos, casi siempre en cámara lenta y con ese aire pesadillesco que proporciona la humareda, a un hombre que camina, seguido por otras personas que, como él, se mueven con la lentitud propia de la desorientación, a través de unos maizales con un niño en brazos. Un maravilloso travelling cenital, ejemplo de uso de la grúa, nos muestra parte del fuselaje del avión que acaba de estrellarse en esos campos. Los operativos de emergencias llegados a la zona buscan supervivientes entre los restos de la aeronave. El hombre, todavía en shock, intenta localizar a la madre del bebé, que ha sobrevivido al accidente. Una vez hallada, le entrega a la criatura y desaparece del lugar.
El enfoque de las catástrofes aéreas en versión Hollywood ha consistido casi siempre en mostrar los intentos, finalmente exitosos, por evitarlas. Ahí están Aeropuerto y los diferentes filmes estrenados al rebufo de su éxito para demostrarlo. El agotamiento de la fórmula llegó a través de una genial parodia, Aterriza como puedas. Weir e Yglesias sitúan su historia en el ángulo contrario: la tragedia ya ha sucedido, y lo que importa es explicar sus consecuencias entre quienes han sobrevivido a ella. Los accidentes de avión son uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad, porque nos enfrentan a nuestra vulnerabilidad y a la única certeza absoluta de la vida, que es la muerte. Es en ese incómodo terreno en el que se va a mover toda la película, que se centra en las dos personas que escapan a los esquemas del terapeuta encargado por la compañía aérea de asistir a los supervivientes: Max Klein, el hombre que socorría al bebé en el prólogo, ha perdido a su socio y amigo en el accidente, pero el hecho de no haber fallecido en él le ha producido un extraño pero profundo sentimiento de liberación, que le lleva a superar sus miedos hasta el punto de creerse invulnerable. Por contra, Carla, una joven que perdió en el accidente a su hijo de dos años, es incapaz de superar su desgracia, consumida por la pena y la culpa. El terapeuta les pone en contacto, y Max consigue hacer revivir a Carla. Por contra, él mismo se encuentra cada vez más lejos de su existencia anterior, e incluso de su propia familia.
En Fearless hay, además de un extenso abanico de cualidades cinematográficas, mucha verdad: por ejemplo, que la empatía es una mera ilusión y que sólo quienes han sufrido un hecho traumático son capaces de comprenderse entre sí. El núcleo más próximo a los damnificados reacciona de maneras distintas, y trata de superar la tragedia a través de la búsqueda de objetivos: el de obtener de la desgracia un beneficio económico, como hacen el marido de Carla y, de una forma más recatada, la viuda del socio de Max, o el de regresar a la vida anterior como si nada hubiese pasado, que es lo que pretenden hacer la esposa y el hijo de Max. A todos ellos les une algo: la incomprensión de los sentimientos de sus seres queridos, porque pocas cosas tienen un poder transformador tan grande como el hecho de esquivar una muerte casi segura.
Peter Weir es un gran director de cine, y en esta película se halla en el cénit de su arte. El prólogo, como se ha dicho, es antológico por la claridad expositiva de unas imágenes poderosas, a las que complementa un virtuosismo sereno, que no distrae de la historia. Las escenas de los saltos al pasado de Max, en los que recuerda episodios del accidente, están entre lo mejor que haya filmado Weir, y la última de ellas debería enseñarse en todas las escuelas de cine. Fearless aborda el circo mediático en que la prensa carroñera convierte toda desgracia, y también las argucias de abogados sin escrúpulos que remueven cielo y tierra para monetizar las catástrofes, pero su interés se centra en los supervivientes. Para ellos, en especial para Carla, Max es una figura angelical, un guía y un redentor. Él asume ese papel, pero sin embargo nadie está en condiciones de corresponderle. Otra verdad incómoda: ni terapeutas, ni gentes que no han pasado por la experiencia pueden salvarnos, sino que la salvación depende de nuestra voluntad. Lo de Max no es estrés postraumático, sino casi un proceso de autodeificación. Después del accidente, llega al hotel casi como un autómata, y no telefonea a su familia, sino que acude a ver a alguien que fue importante en su vida años atrás y con quien ya no mantiene relación. Es en su viaje en coche cuando experimenta esa sensación de libertad, de ser invulnerable a la muerte, que no le abandonará hasta el final. Porque Fearless es, sobre todo, una obra sobre la catarsis.
En Weir, las palabras son importantes, pero lo son más las imágenes: no hay mejor manera de captar la liberación de un personaje que retratar en primer plano su beatífica sonrisa, con la cabeza fuera de la ventanilla del coche, mientras escucha a todo volumen una canción de los Gipsy Kings. La libertad es eso. Y hay verdadera emoción en la secuencia de Max y Carla en el centro comercial, y desde luego en la escena en la que se explica por qué él sobrevivió al accidente mientras que su amigo, que se sentaba a su lado, falleció en el acto. Forma y fondo se unen aquí para crear una atmósfera mística, en la que mucho tiene que ver la música de Krzystof Penderecki. En este apartado, destacar la intensidad que la partitura original de Maurice Jarre adquiere en el tercio final del metraje. Allen Daviau, conocido por sus trabajos con Spielberg, se luce en un film lleno de luminosidad, que en el clímax se manifiesta de un modo que resulta familiar a quienes hemos hablado con personas que han vivido experiencias cercanas a la muerte.
Esta película se estrenó en una época en la que pocos creían que Jeff Bridges estaba en la lista de los mejores actores estadounidenses, y eso que, en fechas recientes, había dado sobradas pruebas de su gran talento en películas como Tucker, Los fabulosos Baker Boys o El rey pescador. Esa miopía crítica de entonces, que sin duda guardaba relación con el temperamento de un individuo que siempre prefirió seguir su instinto a buscar el estrellato, quizá impidió ver la riqueza de una interpretación llena de matices, en la que la comunión entre actor y personaje es tan natural como absoluta. Max Klein se halla entre las mejores creaciones de Bridges, y esto se nota desde el principio del film, y se verifica en su final. Isabella Rossellini no sólo heredó la belleza de su madre, sino también buena parte de su talento, aunque aquí su trabajo se vea algo oscurecido en comparación al de sus compañeros de reparto. Weir la mima, y ella responde con encanto y energía. La revelación fue, desde luego, una Rosie Pérez que jamás ha brillado tanto en la pantalla como en la piel de Carla, una mujer hundida por la culpabilidad y la desgracia que encuentra en Max una figura a quien otorgarle la condición de enviado del cielo para redimirla. Impresionante desempeño el suyo. John Turturro, un actor cuya presencia suele garantizar buen cine, cumple bien con un personaje, el de terapeuta, que es muy importante también por el modo en que desaparece de la narración. Por su parte, Tom Hulce, intérprete de carrera cinematográfica como mínimo extraña, además de guadianesca, no desentona en el papel de un abogado oportunista, calificativo que cuadra bien para definir al personaje de Benicio Del Toro, que da vida con solvencia al marido de Carla. El trabajo de Deirdre O´Connell es igualmente de mérito.
Fearless es, como dije una obra maestra. Su visionado, una experiencia nada cómoda, pero gratificante y llena de sensibilidad. Peter Weir ha hecho otras películas excelentes, pero en ninguna ha superado el nivel que exhibe en esta.