I CONFESS. 1953. 91´. B/N.
Dirección: Alfred Hitchcock; Guión: George Tabori y William Archibald, basado en la obra de teatro de Paul Anthelme; Dirección de fotografía: Robert Burks; Montaje: Rudi Fehr; Música: Dimitri Tiomkin; Dirección artística: Edward S. Haworth; Producción: Sidney Bernstein y Alfred Hitchcock, para Warner Bros. (EE.UU.)
Intérpretes: Montgomery Clift (Padre Michael Logan); Anne Baxter (Ruth Grandfort); Karl Malden (Inspector Larrue); Brian Aherne (Willy Robertson); O. E. Hasse (Otto Keller); Roger Dann (Pierre Grandfort); Dolly Haas (Alma Keller); Charles Andre, Henry Corden, Ovila Légaré, Judson Pratt, Gilles Pelletier.
Sinopsis: Un sacerdote escucha en confesión que un empleado de su parroquia ha asesinado a un abogado. Cuando se descubre el crimen, las sospechas de la policía recaen en el párroco.
Luego del incuestionable triunfo que le supuso Extraños en un tren, Alfred Hitchcock se embarcó en un proyecto personal que le sirvió para retrotraerse a las enseñanzas, y también a los traumas, que se derivan de la educación católica recibida en su infancia. Yo confieso, adaptación de una pieza teatral de Paul Anthelme cuyos ejes son el secreto de confesión sacerdotal y la culpa, es un drama en el que el director londinense incide en una de las temáticas clave de su obra, la del hombre injustamente acusado de un grave delito. El film, rodado en Quebec, territorio en el que se ubica la obra en la que se basa, resultó quizá demasiado católico para el gusto del público estadounidense de la época y tuvo una repercusión más bien discreta, pero a mi juicio se incluye en el amplio listado de obras imprescindibles de Hitchcock.
Al margen de los temas que se señalan en el párrafo introductorio, creo que hay otros aspectos temáticos muy relevantes en Yo confieso, siendo el mayor de los cuales el del peso del pasado. A Michael Logan, el joven párroco convertido en sospechoso de un crimen por la imposibilidad de delatar al asesino a causa de las obligaciones que le impone el secreto de confesión, fue su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial la que le empujó al sacerdocio, dejando atrás su vida anterior y, con ella, a Ruth, el amor de su vida. Esta mujer, hoy casada con un adinerado individuo que la ama y la respeta, sigue enamorada de un hombre que ya no es el mismo que partió hacia el frente, que a su regreso abrazó la fe y que, por tanto, ya no puede corresponderla. Es esa relación pasada la que mueve al chantaje al abogado Villette, la persona cuya muerte es el desencadenante de la acción. Por fin, Otto Keller, el refugiado alemán que sólo ha recibido generosidad por parte de Logan y del resto de miembros de la parroquia, ejemplifica la teoría de que unos hombres que acababan de perpetrar los mayores crímenes que había conocido la Humanidad no son dignos de ninguna confianza. Aquí interviene el pasado del propio director, furioso antinazi que fue uno de los primeros en mostrar al mundo lo que fueron los campos de exterminio.
Otro aspecto en el que incide el film es en la naturaleza de la culpa: Logan la siente en grado sumo, ya sea ante la policía, por no poder ayudarla a esclarecer el crimen, o ante Ruth, porque la relación entre ellos daña su reputación. A ella le pesa no corresponder a su esposo, a pesar de que nunca le ha ocultado sus verdaderos sentimientos, mientras que Alma, la esposa de Keller, sufre porque su lealtad hacia él la lleva a cometer una gran injusticia. En cambio, en el malvado se halla ausente el sentimiento de culpabilidad, algo en lo que Hitchcock no yerra en absoluto. Como suele suceder en las películas del maestro londinense, la policía no brilla por su perspicacia, mientras que la sociedad en general es presentada como un colectivo formado por individuos sin criterio propio que distribuye sus halagos y su crueldad al son que le marcan. En el dilema de un hombre que debe escoger entre salvar el pellejo, y con ello traicionar su fe, o asumir las consecuencias de un crimen que no ha cometido y que puede llevarle a ser ejecutado, se encuentra el epicentro narrativo y moral de una película tan tensa como sombría que, según cuentan, en las intenciones del director lo era todavía más, porque su pretensión era que el criminal saliera impune y el sacerdote, condenado. En el romance entre el cura y Ruth, expuesto mediante un flashback demasiado extenso, hay también no poca amargura.
El genio visual de Hitchcock se manifiesta de distintas formas: por ejemplo, con planos contrapicados que muestran las influencias de Dreyer, un cineasta al que el londinense admiraba, y que acentúan la vertiente mística del protagonista, un hombre íntegro que acepta el sacrificio que implica no traicionar sus principìos. Hay también primeros planos que son un juicio en sí mismo al asesino, que asiste impasible a la inmolación del hombre que le ha acogido con generosidad, y hay, sobre todo, una secuencia magistral que ilustra la salida del sacerdote del juzgado, con un veredicto de inocencia que no impide que el dedo acusador de la plebe le señale de manera inmisericorde. Los planos de la torre de la iglesia señalan el poder de la fe, pero también el peso que ella pone sobre los hombros de quienes la profesan con sinceridad. Algunas secuencias, como la que recrea el asesinato o la del esclarecimiento del crimen, poseen influencias del expresionismo, algo propio en Hitchcock, que no en vano aprendió mucho de cine en la Alemania de Weimar. Robert Burks, en la que fue su segunda colaboración con Sir Alfred, realiza un magnífico trabajo de iluminación, contribuyendo en gran manera a exponer en imágenes la atmósfera de tensión que desprende la película. La música, de Dimitri Tiomkin, es intensa y de enorme fuerza dramática, dando lugar a una de las mejores partituras en un film de Hitchcock que no llevan la firma de Bernard Herrmann. Para que el espectador se ponga en situación, el prólogo del film se acompaña del Dies Irae, música de tremendo poderío que, de nuevo, remite a Dreyer.
Dicen que el rodaje de Yo confieso sirvió para que Alfred Hitchcock adquiriera una acusada fobia hacia los actores del Método, provocada por las interminables discusiones que mantuvo acerca de las motivaciones del personaje del sacerdote con el actor que lo interpretaba, Montgomery Clift. Por fortuna, estas diferencias no llegaron a la pantalla, en la que el trabajo de Clift es magnífico. Pocos actores como él supieron dar vida a personajes atormentados, y por eso su elección para interpretar al padre Logan no pudo ser más certera. La escogida para interpretar a Ruth fue la actriz escandinava Anita Björk, pero fue despedida del rodaje por unas razones morales a las que Hitchcock se opuso, sin éxito. Su sustituta fue Anne Baxter, y la primera orden que ella recibió del director fue que se tiñera el cabello para parecer más rubia. El trabajo de Baxter es bueno, pero sin alcanzar el nivel de Clift, ni el de otro actor del Método, Karl Malden, que bordó su interpretación de un policía eficaz, pero demasiado pragmático. Brian Aherne, actor de presencia imponente, exhibe buen nivel, al igual que Dolly Haas, actriz alemana cuya carrera en Hollywood fue bastante breve. Decía Hitchcock que, cuanto mejor es el malo, mejor es la película, y lo cierto es que O. E. Hasse, un actor que desarrolló buena parte de su carrera durante la época nazi, hace un trabajo notable, aunque algo lastrado por el hecho de que la escena final, en la que su personaje adquiere un mayor protagonismo, no se halla entre los mejores desenlaces de la filmografía de Hitchcock.
Yo confieso es una película menos recordada que otras obras más populares de Hitchcock, pero en ella encontramos mucho de lo mejor de su cine, tanto en el aspecto visual como en su riqueza narrativa. Imprescindible.