IL DIVO. 2008. 110´. Color.
Dirección: Paolo Sorrentino; Guión: Paolo Sorrentino; Dirección de fotografía: Luca Bigazzi; Montaje: Cristiano Travaglioli; Música: Teho Teardo; Diseño de producción: Lino Fiorito; Producción: Andrea Occhipinti, Francesca Cima y Nicola Giuliano, para Indigo Film-Lucky Red-Parco Film-Babe Film-Studio Canal-Arte France Cinéma (Italia-Francia).
Intérpretes: Toni Servillo (Giulio Andreotti); Anna Bonaiuto (Livia Danese); Flavio Bucci (Franco Evangelisti); Carlo Buccirosso (Paolo Cirino Pomicino); Paolo Graziosi (Aldo Moro); Piera Degli Sposti (Signora Enea); Massimo Popolizio (Vittorio Sbardella); Gianfelice Imparato (Vincenzo Scotti); Alberto Cracco (Don Mario); Giulio Bosetti (Eugenio Scalfari); Giovanni Vetorazzo, Aldo Ralli, Giorgio Colangeli, Fanny Ardant, Gaetano Balistreri, Fernando Altieri, Pietro Biondi, Achille Brugnini, Domenico Gennaro, Enzo Rai.
Sinopsis: Últimos años de la vida en la primera línea política de Giulio Andreotti, el hombre que más tiempo se mantuvo en las altas esferas de poder en la Italia del siglo XX.
Paolo Sorrentino ya había ofrecido diversas muestras de su singular talento como cineasta, pero fue con Il Divo, y a consecuencia de la estruendosa ovación con la que fue recibida la película en su pase en el festival de Cannes, cuando el nombre del director napolitano quedó grabado en el disco duro de los cinéfilos. Este film, que relata la última etapa de Giulio Andreotti en el timón de la política italiana, ha sido superado en cuanto a popularidad por algunas de las obras posteriores de Sorrentino, pero continúa siendo una de las más perfectas muestras de su forma de hacer cine.
Hablar de Giulio Andreotti es hacerlo de un personaje celebérrimo y, a la vez, valga la paradoja, de un gran enigma. En la película se cita la frase que le dedicó en su día Indro Montanelli: «Es el mayor criminal, o bien el mayor perseguido, de la historia de Italia». De lo que no hay duda es de que Andreotti es un ejemplo de supervivencia política: diputado en las primeras Cortes formadas después de la Segunda Guerra Mundial, su carrera bien pudo terminar a finales de los años 50, cuando se vio involucrado en el Caso Giuffré, una estafa piramidal de altos vuelos con la Iglesia de por medio. Lejos de ello, y pese a que su nombre apareciera en casi toda la legión de escándalos que salpicaron la política italiana desde la posguerra, Andreotti jamás se apeó de las altas esferas del poder, llegando a ser tres veces primer ministro. La última de sus etapas como jefe de Gobierno, que se extendió desde 1989 hasta 1992, es la que ocupa el núcleo central de Il Divo, uno de los múltiples sobrenombres del político romano. A quienes sepan de qué iba el cotarro transalpino en la época basta con decirles la palabra mágica: Tangentópolis. A diferencia de lo que se estilaba en el cine político italiano clásico, y también del tono empleado en obras recientes como las magníficas Suburra o El traidor, similar al utilizado en esa maravilla hispánica llamada El reino, Sorrentino huye del relato realista y próximo al documental y, con un fondo igualmente ácido, narra el estrambote y coda de la larga estancia en el poder de Andreotti con los aires, por otra parte muy italianos, de la ópera bufa. Sorrentino, que no se priva de demostrar que es un fino estilista, elige lo caleidoscópico frente a lo lineal en la estructura narrativa, prefiere la ironía al hacha y adorna el film con una serie de imágenes y momentos surrealistas que certifican que el napolitano es el cineasta transalpino contemporáneo en el que la influencia del maestro Federico Fellini es más acusada. El director, sin ocultar en ningún momento el trasfondo siniestro de su protagonista (más difícil de esconder que un chorro de sangre en un traje de novia, todo hay que decirlo), parece sentir hacia él la misma admiración que puede sentirse hacia una rata por su capacidad de supervivencia en las alcantarillas, porque está claro que, dentro de la inmensa cloaca que fue la política italiana en la segunda mitad del siglo XX, Giulio Andreotti fue, durante décadas, la rata mayor. Y eso, tiene su mérito. Quien durante mucho tiempo fuera el líder de la Democracia Cristiana utilizó con profusión dos maneras excelentes de prosperar en la política y en la vida: hacer creer a sus adversarios que él, en realidad, era poca cosa, y acumular todo tipo de información comprometedora relativa a quienes pudieran obstaculizar la consecución de sus objetivos. El resto daría para una serie de muchísimos capítulos, pero Sorrentino se centra en unos pocos años y, de ellos, en unos pocos hechos, que ofrecen una inmejorable visión de conjunto del protagonista y su hábitat natural, que no era otro que los lugares desde los que se manejan de verdad los hilos. Esquivos gatos o cardenales iracundos ponen el punto de distancia en una historia en realidad negrísima, porque es la de un país hundido en la mierda y sin arreglo posible. Hay quien objeta que, para disfrutar de verdad de la película, es preciso tener amplias nociones de la reciente historia política italiana. Discrepo en parte, pero me permito dar un consejo: películas y series estadounidenses de cariz político las hay de muy variados tonos y calidades, pero nos pillan lejos a quienes vivimos otras realidades a un océano de distancia; en cambio, lo que nos llega desde Italia no sólo es a veces tan bueno o mejor, sino que resulta mucho más útil para entender mejor la política española (y no votar esas enormes mierdas que se votan, o al menos hacerlo con malvada alegría) porque, en lo bueno y en lo malo, unos y otros nos parecemos mucho.
Para Sorrentino, la estética es muy importante. Ya en ese primer paseo nocturno de Andreotti, rodeado de sus escoltas, comprobamos que el trabajo de planificación de cada secuencia es impresionante. Planos cortos, y afilados de puro precisos, se dan la mano con magistrales planos-secuencia, como alguno que vemos en la fiesta que conmemora el nombramiento de Andreotti como primer ministro y que, en cierto modo, anuncia lo que veremos en La gran belleza. El modo de filmar esa aristocrática cena al aire libre, o las apariciones del fantasma de Aldo Moro, cuya muerte se presenta como una de las pocas fechorías presuntamente cometidas (por omisión consciente, en este caso) por Andreotti que llegaron a removerle la conciencia, revelan a un cineasta de muchos quilates, que se apoya en el fenomenal trabajo en la iluminación de Luca Bigazzi y que utiliza de manera digna de aplauso la música, incluso esa música electrónica en apariencia tan lejana a la naturaleza del relato. Hay escenas, y cito aquella en la que el potentado tránsfuga describe en el Parlamento el intento frustrado de Andreotti por convertirse en presidente de la República (único cargo importante que se le resistió), que son joyas en sí mismas, en las que se hace evidente que Sorrentino se permite ciertas virguerías, quizá innecesarias (un zoom concreto me viene a la cabeza), por la mejor razón de todas: porque es capaz de hacerlas.
Con Il Divo, Toni Servillo, quien ya había colaborado con Sorrentino en su film anterior, puso la primera piedra para convertirse en uno de los rostros más emblemáticos del cine italiano de este siglo. Beneficiado por un gran trabajo de maquillaje, Servillo hace una caracterización soberbia de un hombre que ejemplificó a la perfección ese dicho popular que afirma que las apariencias engañan. Los verdaderos monstruos suelen parecer inofensivos, y el actor protagonista hace que ese rasgo fundamental de su personaje se vea todavía con mayor nitidez. Anna Bonaiuto se luce en la piel de Livia, una esposa bastante más lúcida que sumisa, y Flavio Bucci hace otro tanto dando vida a un personaje que simboliza al poderoso frívolo de todas partes, pero que al mismo tiempo es más italiano que la mozzarella. Digna de ser resaltada es también la labor de Paolo Graziosi como Aldo Moro, mientras que la aparición de Fanny Ardant, mucho más breve que las de los intérpretes mencionados con anterioridad, no sólo da lustre a la película, sino que sirve para mostrar el lado seductor de un personaje que, a primera vista, no lo parece en absoluto.
En definitiva, una gran película en forma y fondo, que, como le gusta decir a este bloguero cinéfilo, educa y entretiene. La primera piedra angular sobre la que se construye el prestigio de uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo, Paolo Sorrentino.