RICHARD JEWELL. 2019. 130´. Color.
Dirección: Clint Eastwood; Guión: Billy Ray, basado en el artículo American nightmare: The ballad of Richard Jewell, de Marie Brenner, y en el libro The Suspect, de Kent Alexander y Kevin Salwen; Dirección de fotografía: Yves Bélanger; Montaje: Joel Cox; Música: Arturo Sandoval; Diseño de producción: Kevin Ishioka; Dirección artística: Priscilla Elliott (Supervisión); Producción: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Clint Eastwood, Tim Moore, Jennifer Davisson, Kevin Misher y Jessica Meier, para The Malpaso Company-Appian Way-Misher Films-75 Year Plan Productions-Warner Bros. (EE.UU).
Intérpretes: Paul Walter Hauser (Richard Jewell); Sam Rockwell (Watson Bryant); Kathy Bates (Bobi Jewell); Olivia Wilde (Kathy Scruggs); Jon Hamm (Tom Shaw); Nina Arianda (Nadya); David Shae (Ron Martz); Ian Gómez (Dan Bennet); Mike Pniewski (Brandon Walker); Charles Green, Alan Heckner, Brian Brightman, Mike Wilson, Billy Slaughter, John Atwood, Garon Grigsby, Wayne Duvall.
Sinopsis: Mientras en la ciudad de Atlanta dan comienzo los Juegos Olímpicos, un agente de seguridad descubre, durante un multitudinario concierto, un paquete sospechoso y da el aviso para que la zona sea evacuada.
Dispuesto a liderar la clasificación de los cineastas a los que el paso del tiempo ha afectado menos, Clint Eastwood volvió a la carga con Richard Jewell, película basada en hechos reales con la que el director californiano reincide en su tendencia a analizar episodios recientes de la historia estadounidense desde una óptica conservadora y abiertamente crítica con el discurso político-social más en boga en su país durante las últimas décadas. Dotado de una lucidez envidiable, Eastwood facturó un producto al que se le pueden poner muchas más pegas políticas que cinematográficas, mal que les pese a quienes sólo escuchan lo que les place. En lo que a cuestiones artísticas se refiere, que Richard Jewell no fuese ni siquiera nominada al Óscar a la mejor película sólo puede calificarse como vergonzoso.
Atrás quedan los tiempos en los que Clint Eastwood defendía que su obra era ajena a la pretensión de ofrecer mensajes, que hasta bien entrado este siglo el director limitaba a algunos de sus trabajos más incomprendidos, como Bronco Billy. Hace ya tiempo que Eastwood parece empeñado en explicar, y explicarse, cómo, cuándo y por qué su país se fue a la mierda. Richard Jewell es, hasta el momento, su exploración más aguda en este sentido. Podría decirse, con razón, que el viejo Clint obvia la poderosa influencia que la derecha, en especial la religiosa, ha tenido y tiene en la decadencia política y moral de los Estados Unidos de América, aunque seguramente él contestaría que, para eso, ya están todos los demás. Lo cierto es que Eastwood utiliza el caso real de un vigilante de seguridad, que pasó de ser considerado un héroe por haber localizado un explosivo en un espectáculo público organizado durante la celebración de los Juegos Olímpicos en Atlanta, a padecer un espectacular linchamiento mediático cuando trascendió que el FBI le consideraba sospechoso de la colocación del artefacto, para lanzar una feroz diatriba contra uno de los grandes males de nuestro tiempo: los juicios paralelos, utilizados por muchos de la misma forma en la que, en tiempos, funcionaban las acusaciones ante el Tribunal del Santo Oficio. Hay que decir, no obstante, que no estamos ante un documental, pues el guión escrito por Billy Ray, que se basa en un artículo periodístico y en un libro que intentaron explicar lo ocurrido en este asunto, se permite ciertas licencias, por ejemplo la de aglutinar toda la inoperancia mostrada por el FBI en el caso de Richard Jewell en un solo personaje, el del agente Tom Shaw, que no existió en realidad. Una inoperancia, por cierto, que saltó a escena de manera mucho más trágica unos años después, cuando se produjeron los atentados contra las Torres Gemelas. Aunque, eso sí, en esa investigación los federales se abstuvieron de acusar a los bomberos que rescataron a las víctimas de haber pilotado los aviones.
Veo en Richard Jewell similitudes con la obra de un cineasta en principio poco relacionado con Eastwood, el mismísimo Alfred Hitchcock. Estas semejanzas abarcan dos cuestiones clave: la secuencia que narra lo que sucede desde que Jewell localiza la mochila sospechosa hasta que esta explota, y el propio eje narrativo de la película. Respecto a la primera, Eastwood prefiere la tesis a la tensión (que, por otra parte, nadie es capaz de manejar como el director inglés), y emplea su tiempo en que el espectador compruebe que la conducta de Jewell durante el trágico episodio fue, como poco, digna de elogio. A partir de ahí, Clint Eastwood articula su narración de acuerdo a la teoría del falso culpable, tan cara al genio londinense. Jewell, un sureño gordo que vive con su madre, posee un arsenal en su domicilio y está obsesionado con formar parte de las fuerzas de seguridad, se convierte en el blanco perfecto de la investigación gubernativa por dos motivos: porque su perfil se asemeja al de algunos responsables de atentados recientes en suelo estadounidense, y porque los agentes federales no tienen ni la más remota idea de quién o quiénes habían colocado la bomba. Cosas de los tiempos, la polémica causada por la película no se dirigió contra la desastrosa actuación del FBI en el asunto, ni se centró en el inmoral circo mediático organizado una vez las sospechas contra Jewell pasaron a ser de dominio público, sino por el hecho de que en el film se afirme que la periodista que divulgó esas sospechas, Kathy Scruggs, obtuvo la primicia a cambio de sexo. Se diga lo que se diga, hay una realidad (que, por cierto, la película tampoco explica), y es que la reportera no debió de quedar muy orgullosa por su papel en este caso, porque se suicidó pocos años después de que Richard Jewell fuese exonerado de toda sospecha. De todo esto, a Eastwood le queda una fábula moral contra la soberbia gubernativa (que el impagable abogado de Jewell resume con una frase a la altura: «Estos tipos no son el gobierno de los Estados Unidos, sino tres capullos que trabajan para el gobierno de los Estados Unidos»), contra el periodismo como instrumento de lapidación, contra quienes se aburren en espera de su gran momento y, cuando creen tenerlo entre las manos, lo exprimen a costa de quien sea y de lo que sea y, de rebote, contra la bobaliconería de quienes creen a pies juntillas todo lo que aparece en los medios, incluso en aquellos que viven ajenos a ese ejercicio tan anticuado que consiste en contrastar la información.
Se comparta o no la tesis, lo cierto es que Eastwood disecciona el asunto con precisión de reloj suizo, demostrando de nuevo que es un fuera de serie filmando en la oscuridad, ya sea en exteriores o en plató, y exhibiendo una energía impropia de un nonagenario. Los personajes principales están muy bien dibujados, hay diálogos fantásticos y mucha verdad incómoda, pero nada de esto tendría el mismo impacto sin ese estilo clásico del que quizá Clint Eastwood sea uno de los últimos exponentes. El fiel Joel Cox sirve, una vez más, de gran ayuda, luciendo fundamentalmente su trabajo en la escena de la explosión, y la música de Arturo Sandoval aporta el necesario punto melancólico porque, no hay que olvidarlo, Richard Jewell posee el tono elegíaco propio de las obras mayores de un director que domina su oficio como pocos.
La película contiene, además, algunas interpretaciones memorables. La de Paul Walter Hauser, hasta entonces un competente secundario televisivo, es magnífica por su capacida mimética, por su sobriedad y por saber mostrar el interior de un personaje de firmes valores, pero pocas luces. Maravilloso, otra vez, Sam Rockwell como abogado de Jewell, en un papel que le permite mostrar su extenso repertorio y le hace merecedor de los elogios más efusivos. Conmovedora Kathy Bates, actriz desaprovechada por Hollywood durante décadas en beneficio de otras intérpretes con mejor prensa y mucho menos talento, en el papel de la madre del protagonista, una mujer del todo superada por unos acontecimientos que a duras penas alcanza a comprender. Jon Hamm aporta presencia a un personaje que, en manos de un actor menos capaz que él, no sería más que la caricatura que propone el guión, mientras que Olivia Wilde saca partido de ese magnetismo que ya conocíamos los devotos de la serie House. En roles mucho menos relevantes, buen trabajo de Nina Arianda y David Shae.
Richard Jewell es un magnífico ejemplo del poder del cine, así como una de las mejores películas que ha dado el cine norteamericano en los últimos años. Clint Eastwood podrá ser un anciano de derechas, pero es también un cineasta de un nivel que ya quisieran para sí muchos otros, por no decir casi todos.