VICE. 2018. 132´. Color.
Dirección: Adam McKay; Guión: Adam McKay; Dirección de fotografía: Greig Fraser; Montaje: Hank Corwin; Música: Nicholas Britell; Diseño de producción: Patrice Vermette; Dirección artística: Brad Ricker (Supervisión); Producción: Brad Pitt, Dede Gardner, Adam McKay, Will Ferrell, Jeremy Kleiner y Kevin Messick, para Annapurna Pictures-Plan B-Gary Sánchez Productions (EE.UU.)
Intérpretes: Christian Bale (Dick Cheney); Amy Adams (Lynne Cheney); Steve Carell (Donald Rumsfeld); Sam Rockwell (George W. Bush); Alison Pill (Mary Cheney); Eddie Marsan (Paul Wolfowitz); Justin Kirk (Scooter Libby); LisaGay Hamilton (Condoleeza Rice); Jesse Plemons (Kurt); Don McManus (David Addington); Lily Rabe (Liz Cheney); Shea Whigham (Wayne Vincent); Tyler Perry (Colin Powell); Bill Camp, Stephen Adly, Guirgis, Matthew Jacobs, Fay Masterson, Brandon Sklenar, Alfred Molina, Naomi Watts.
Sinopsis: Biografía política de Dick Cheney, que en pocos años pasó de ser un bebedor fracasado a convertirse en uno de los valores en alza del Partido Republicano, y que décadas más tarde llegó a la vicepresidencia de los Estados Unidos de la mano de George W. Bush.
Si bien la carrera de Adam McKay nunca ha dejado de moverse dentro de los márgenes de la comedia, es cierto que, ya entrada la presente década, el cineasta nacido en Filadelfia llevó su trayectoria hacia terrenos más serios, en un esfuerzo que se vio ampliamente recompensado con el éxito de su anterior largometraje, La gran apuesta. En su siguiente proyecto, McKay se rodeó de rostros conocidos para llevar a cabo un satírico retrato del ex-vicepresidente Dick Cheney en El vicio del poder, film que no llegó a igualar los parabienes recibidos por su obra precedente, pero que contribuyó de manera significativa a asentar el prestigio de Adam McKay en el universo hollywoodiense.
Hay algunas preguntas que, sin duda, revelan el descuido analítico de quien las formula. Una de ellas es, en especial cuando el objeto en cuestión es algún desastre político contemporáneo, la siguiente: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Son muchas las películas recientes que intentan responder a esta pregunta, en relación al penoso presente de la política norteamericana. Mientras los últimos films de Clint Eastwood, singularmente Richard Jewell, tratan de explicar cómo y cuándo se jodieron los Estados Unidos desde una perspectiva conservadora, El vicio del poder se centra en mostrar la importante aportación de la derecha política a la catástrofe. Lo hace centrando su foco en Dick Cheney, un oscuro burócrata que llegó a la vicepresidencia de la mano de George W. Bush y aprovechó su estancia en los más relevantes círculos del poder para, entre otras cosas, sentar las bases del deterioro de la democracia que desembocó en la elección presidencial de Donald Trump, y en el menoscabo de los mecanismos de control establecidos frente al poder del que se benefició ese personaje para sembrar el caos que hoy vivimos. McKay opta por el camino de la sátira, y la verdad es que le queda un film lleno de ingenio, del que sin embargo puede decirse que, siendo profundo y divertido, no es todo lo profundo y todo lo divertido que podría. Me gusta ese rótulo inicial que, con cierto pitorreo, habla de la dificultad de realizar una película basada en hechos reales protagonizada por Dick Cheney. Después, lo poco que nos ofrece el film sobre las primeras décadas de vida del biografiado nos lo muestra como un mediocre borrachuzo que salió del hoyo y empezó a prosperar gracias a la perseverancia de su esposa, Lynne, una mujer inteligente y ambiciosa. Falto de convicciones políticas, Cheney llegó a Washington para trabajar como becario y se unió al Partido Republicano durante la presidencia de Richard Nixon gracias al carisma de una de las figuras emergentes de la formación, Donald Rumsfeld. En este punto, paréntesis sobre los atentados a las Torres Gemelas mediante, es donde empieza de verdad la película, que analiza la trastienda del poder con chispa, notables dosis de cinismo y un poso de amargura que me hace pensar que, en contra de lo que pueda parecer, y de lo que se suele practicar, a los adversarios políticos, en especial cuando pertenecen a partidos sistémicos, hay que desearles lo mejor, porque más pronto o más tarde llegarán a gobernar y, en según qué despachos, un inútil puede hacer mucho más daño que un hijo de puta. McKay utiliza a Cheney como arquetipo del mediocre que alcanza la cima del poder sin que a nadie se lo parezca, y del daño que pueden llegar a hacer esa clase de individuos. Primero bajo la protección de Rumsfeld, después beneficiado por su nula implicación en el escándalo del Watergate, y más tarde navegando con éxito en la Cámara de Representantes durante la etapa Reagan, Cheney logró el máximo protagonismo gracias a la familia Bush, siendo relevante en la primera guerra de Irak, y actor principal en la segunda, que utilizó los atentados del 11-S como excusa para invadir el país. Siempre callado, y casi siempre maniobrando en la oscuridad, Cheney, bajo la aguda mirada de McKay, termina convirtiéndose en un retrato de la involución de la política norteamericana, pasando de aplicado y gris burócrata a cínico y despiadado marionetista. Ahí es donde encuentro el mayor acierto analítico de un film que funciona mejor en la sátira que en el discurso, como puede apreciarse en su tercio final.
En lo formal, McKay utiliza un montaje muy fragmentado, imagino que con la idea de ayudar a que el producto resulte ameno para el público, que remite a los films políticos más recordados de Oliver Stone, uno de los referentes de una película que, sin embargo, huye del rigor mostrado por el director de Nixon en sus mejores obras. La cámara se mueve entre ágil y nerviosa, con algunas opciones visuales discutibles. Por ejemplo, incluir un plano cenital de una reunión gubernativa sólo se justifica en el hecho de que… mola. Uno admira a Brian De Palma por cosas como esa, pero el maestro neoyorquino también es capaz de bordar planos-secuencia acojonantes que a McKay parecen quedarle todavía algo lejos. En la sobriedad, y buena muestra de ello son las dos reuniones entre George W. Bush y Cheney para que éste acepte la candidatura a la vicepresidencia, la película gana enteros, La música posee escaso protagonismo, mientras que, trabajo de edición al margen, las mayores loas que merece la película en su parte técnica deben concedérsele al maquillaje, magnífico en todos sus aspectos.
Hay actores que parecen capaces de cualquier cosa, y Christian Bale es uno de ellos. Su interpretación de un hombre siempre circunspecto, coleccionista de infartos, en el que no percibimos ni un asomo de sentido del humor, y apenas un rasgo de bondad (que acaba traicionando una vez fuera de la primera línea política) es excelente, pues Bale sabe revertir su intensidad natural hacia adentro, tal y como requiere su personaje. A su lado, brilla una Amy Adams en la que la excelencia es también un rasgo usual. La actriz da vida a una mujer enérgica y despiadada sin la que el mundo jamás hubiese conocido a Dick Cheney, haciendo que su personaje provoque esa mezcla de admiración y repulsión que lo hace tan interesante. Steve Carell, otro viejo conocido de McKay, hace una de las mejores interpretaciones que le recuerdo en la piel del carismático y lenguaraz Rumsfeld, mientras que Sam Rockwell lo borda una vez más en el papel del segundo presidente de la familia Bush. Los secundarios rayan a un nivel algo inferior, pero cumplen con eficacia en un film que cuenta, además, con los cameos de Alfred Molina, protagonista del momento más cínico (y uno de los mejores) de la función, y de Naomi Watts.
El vicio del poder es bastante más que un alegato en pro del Partido Demócrata, aspecto que no niega, y que resuelve en un epílogo que tiene forma de sonrisa amarga; a mi juicio, constituye uno de los análisis políticos más lúcidos que ha producido el cine estadounidense en los últimos años. Eso, su buena factura técnica y las maravillosas interpretaciones de sus principales protagonistas la convierten en una película muy, pero que muy recomendable, porque, como a un servidor tanto le gusta decir, educa y entretiene.