GREEN CARD. 1990. 107´. Color.
Dirección: Peter Weir; Guión: Peter Weir; Director de fotografía: Geoffrey Simpson; Montaje: William Anderson; Música: Hans Zimmer; Diseño de producción: Wendy Stites; Dirección artística: Christopher Nowak; Producción: Peter Weir, para Touchstone Pictures (EE.UU.).
Intérpretes: Gérard Depardieu (Georges Fauré); Andie MacDowell (Brontë); Bebe Newirth (Lauren); Gregg Edelman (Phil); Robert Prosky (Abogado); Jessie Keosian (Sra. Bird); Ethan Phillips (Gorsky); Mary Louise Wilson (Mrs. Sheehan); Lois Smith, Conrad McLaren, Ronald Guttman, Danny Dennis.
Sinopsis: Una investigadora botánica neoyorquina y un compositor francés conciertan un falso matrimonio. Las comprobaciones del servicio de Inmigración les obligarán a convivir para evitar ser descubiertos.
Uno de los géneros que reventaba taquillas a finales de los años 80 era, sin duda, la comedia romántica. Si bien las generalizaciones son casi siempre traicioneras, en esta clase de películas se cumple con bastante exactitud el llamado paradigma de calidad inversa, que se resume en que, con algunas excepciones, los films que tuvieron mayor éxito comercial eran de más bajo nivel que otros que fueron menos celebrados por las grandes audiencias en su momento. Un ejemplo de comedia romántica de calidad a la que no se le dio el mismo bombo que a otras mucho menos soportables es, sin duda, Matrimonio de conveniencia, proyecto personal del cineasta australiano Peter Weir, por entonces en la cresta de la ola gracias a El club de los poetas muertos. El tiempo, eso sí, ha tratado bastante bien a este clásico de la atracción entre polos opuestos, con guiños a la comedia clásica más sofisticada y un soterrado tono de crítica social que no conviene pasar por alto.
Estamos ante la primera obra del periplo estadounidense de Peter Weir en la que el director se hace cargo, y además en exclusiva, de la escritura del libreto. Por si esto fuera poco, el cineasta nacido en Sidney se ocupó también de producir el film, hecho que manifiesta bien a las claras la implicación de Weir en un proyecto en principio alejado de sus constantes temáticas. Sólo en principio, porque el poder del amor frente a las barreras ya constituía el eje central de El año que vivimos peligrosamente, y porque las vicisitudes de los extraños que aparecen de repente en microcosmos muy cerrados y los transforman, al tiempo que ellos mismos también lo hacen, constituyen una presencia recurrente en el cine de Peter Weir. En esta ocasión, ese extraño es Georges, un compositor francés en crisis que, gracias a un amigo estadounidense, concierta un matrimonio ficticio para así obtener el permiso de residencia en aquel país. La otra contrayente es Brontë, una neoyorquina de clase acomodada que busca con el enlace el acceso a una vivienda que posee un jardín interior que ella ansía convertir en su paraíso particular en mitad del ruido y el hormigón. Hecha la trampa, Georges y Brontë, que mantiene una relación sentimental con un ecologista militante, siguen cada uno su camino, pero todo se junta para unirles. Tenemos, pues, un gran amor que surge como consecuencia de un sinfín de intromisiones: la principal de ellas es, sin duda, la de los funcionarios de Inmigración, cuyo celo en la búsqueda de ilegales obliga a la pareja a vivir bajo el mismo techo, al menos el tiempo necesario para hacer convincente su paripé, pero también el de unos vecinos muy entrometidos, que en pro de la buena convivencia vecinal sospechan de un marido siempre ausente y, por fin, del círculo de amistades de la mujer, que simpatiza con ese francés extravagante y dotado de carisma. Frente a ellos, y por supuesto frente a su falsa esposa, Georges es doblemente extraño, pues a las diferencias culturales entre ellos se suman las de clase, dado que el francés es un hombre de baja extracción social y formación autodidacta. En un principio, lo que quiere la mujer es sacarse de encima a ese forastero, con quien apenas tiene nada en común, que ha venido a poner patas arriba su muy organizada existencia (posible en parte gracias al falso casamiento, todo sea dicho), pero esta vez (la magia del cine, sin ningún parecido con la realidad) el roce hace el cariño.
Weir sólo asume una parte de la inverosimilitud intrínseca en toda comedia romántica, pues se esfuerza en huir de las ñoñerías propias del género y en dar cabida a una relación adulta, con las dosis justas de magia y sin rehuir la problemática social que subyace tras el romance. Es cierto que el enamoramiento de Brontë resulta, con todo, algo forzado, pero son muy contados los momentos en los que el almíbar se adueña del conjunto. Un ejemplo de ello es la visión que se ofrece de la ciudad de Nueva York, muy alejada de la típica de, por ejemplo, Woody Allen: la ciudad es gris y ruidosa, llena de gente malhumorada que siempre tiene prisa y opta por inmiscuirse en las vidas de los demás a falta de mayores alicientes en las propias. El trabajo de los ecologistas en barrios marginales permite ver asimismo un rostro de la Gran Manzana que pocas veces suele asomar en las comedias románticas, que en su mayoría se limitan a mostrar una ciudad de postal, precisamente esa en la que viven Brontë y su círculo social, que al Lower East Side van sólo de visita (otros, ni eso, dejémoslo claro). La paz, y con ella los lugares en los que más brilla el elegante estilo visual de Weir, así como la iluminación de un viejo conocido suyo como Geoffrey Simpson, está en ese jardín interior que la protagonista convierte en un enclave idílico, y por extensión en esos parques que oxigenan una metrópoli poseída por el humo y el cielo gris. Otra concesión a los tendidos que Peter Weir no hace es la de ilustrar su romance con el empalagoso bombazo pop de rigor, lo cual habla de su credibilidad como artista, aunque sin duda perjudicó a su cuenta corriente
Otro factor que, a mi juicio, tampoco favoreció el éxito comercial de la película fue la elección de su protagonista masculino. Gérard Depardieu, actor de calidad e instinto, venía de triunfar como héroe romántico en Cyrano de Bergerac, pero con Matrimonio de conveniencia tuvo la oportunidad de comprobar que jamás Hollywood le vería como un galán al uso (diría que porque no sólo los hombres somos superficiales), a pesar de que su química con la estrella femenina del reparto, una Andie MacDowell presta a vivir los mejores años de su carrera, sea incuestionable. No creo que MacDowell sea una gran actriz, pero su serena belleza y su cautivadora gestualidad son el complemento perfecto para las viscerales maneras interpretativas de Depardieu. La presencia del resto del reparto queda en un acusado segundo plano, aunque esta circunstancia no sea obstáculo para que Bebe Newbirth, por entonces conocida gracias a la teleserie Cheers, destaque como amiga bon vivant de la protagonista. La interpretación de Gregg Edelman, que da vida al novio ecologista de Brontë, es más bien discreta, cosa que no sucede con la de la cuasidebutante anciana Jessie Keosian, muy bien en el rol de vecina metomentodo.
Matrimonio de conveniencia es una elegante comedia romántica, una pequeña joya dentro de un género en el que abunda la bisutería.