QUICK. 2019. 132´. Color.
Dirección: Mikael Hafström; Guión: Erlend Loe; Director de fotografía : Ragna Jorming; Montaje: Rickard Krantz; Diseño de producción: Ulrika Von Vegesack; Música: Karl Frid y Par Frid; Dirección artística: Frida Hoas; Producción: Helena Danielsson, para Brain Academy, Film i Vast, Nordisk Film (Suecia-Noruega).
Intérpretes: Jonas Karlsson (Hannes Rastam); David Dencik (Thomas Quick); Alba August (Jenny Küttim); Magnus Roosmann (Christer van der Kwast); Suzanne Reuter (Margit Norell); Linda Ulvaeus (Birgitta Stanle); Christopher Wagelin (Seppo Pentinen); Björn Bengtsson (Sven Ake Christianson); Johan Hedenberg, Peter Andersson, Anders Mossling, Aiva Anani, Maria Grazia di Meo.
Sinopsis: Un periodista de la televisión sueca y su ayudante descubren fisuras en el caso de Thomas Quick, el mayor asesino confeso de la historia de Suecia.
Con una carrera que intercala proyectos en su país natal con incursiones en el Hollywood más comercial, el director sueco Mikael Hafström volvió a ponerse, tres lustros después, a los mandos de un largometraje cien por cien escandinavo. En El acusado perfecto, Hafström aborda el mayor escándalo judicial de la historia de Suecia, que explotó en los años 90 y cuyas consecuencias se extendieron hasta bien entrado este siglo, gracias a las investigaciones lideradas por el fallecido periodista Hannes Rastam. La película, que entronca de lleno con ese noir nórdico tan en boga en las últimas décadas, no fue mal recibida, pero tampoco despertó excesivos entusiasmos, de acuerdo a las características del producto, sólido pero más bien carente de brillantez.
Para los profanos en la materia, Thomas Quick fue considerado en su momento como el mayor asesino en serie de Europa, al autoinculparse de más de treinta crímenes violentos que tuvieron lugar en Suecia y Noruega en la dècada de los 90. Condenado por los tribunales por ocho de esos asesinatos, Quick, un hombre con problemas mentales y tendencia a la drogadicción, llegó a ser llamado El Hannibal Lecter sueco, calificativo que se demostró macabramente certero cuando trascendió que, en buena parte, ese abyecto individuo estaba cerca de ser un personaje de ficción como el creado por Thomas Harris. La clave del hallazgo estuvo en Hannes Rastam, un documentalista televisivo que, al comprobar que las condenas dictadas contra Thomas Quick se basaban casi en exclusiva en sus confesiones, sin que hubiesen pruebas sólidas que las respaldaran, decidió revisar la investigación realizada y entrevistarse con el presunto asesino, recluido en una clínica mental. Una amalgama de psiquiatría de segunda e ineptitud policial, unida al afán de Quick por captar una atención que, de paso, le aseguraba el sumjnistro de todos los narcóticos que pudiera soñar, creó un asesino en serie donde no lo había, sin que nadie reparara en que, por ejemplo, las diferentes características de los víctimas y los muy variados métodos empleados para quitarles la vida chocaban de lleno con la tipología ritual que suele caracterizar a los criminales de esa especie. Toda una vergüenza nacional para un país tan aparentemente modélico como Suecia que, como suele ocurrir, acabó tapándose sin que los responsables de esa lamentable cadena de errores pagaran por ellos. La consecuencia: docenas de asesinatos impunes, con el dolor añadido que eso supone para las familias de las víctimas.
Hafström apuesta por la sobriedad, pero acaba cayendo en lo frío, y desaprovechando algunas de las posibilidades dramáticas que le ofrece una historia de esta naturaleza. Su puesta en escena es sólida, pero monótona, y la búsqueda de un estilo semidocumental acaba dando unos resultados desiguales, con momentos de gran fuerza y otros en los que lo rutinario se apodera de la función. Todo es correcto, pero nada es notable, salvo un aspecto que empieza siendo tangencial y termina por ser casi el más relevante de la película, como es el modo, lleno de acierto, en el que se describe lo que es el cáncer, sin paños calientes ni mamandurrias seudotrascendentales: cuando a ese periodista entregado a su profesión se le diagnostica un tumor incurable, lo que vemos en su rostro y en su destino es lo que de verdad hay: el dolor y la nada. Aquí, y en la denuncia de una de esas chapuzas del sistema que jamás deben pasar inadvertidas, se hallan los grandes méritos de un film que peca de falta de garra en la dirección y de un exceso de corrección en sus aspectos técnicos, pulcros pero insípidos. No era necesario cargar, tampoco en la música, las tintas de un drama que ya de por sí posee dicha carga, pero la verdad es que uno echa en falta en El acusado perfecto la pasión que Hannes Rastam ponía en su trabajo.
El capítulo interpretativo me parece uno de los más afortunados de la película: el para mí desconocido hasta ahora Jonas Karlsson es capaz de transmitir profundidad desde el comedimiento y de hacer partícipe al espectador de la fuerza de un personaje en busca de la verdad y, a la vez, de la tragedia de un hombre víctima de una desgracia con mayúsculas. David Dencik, dueño de una sólida carrera internacional, hace un notable ejercicio interpretativo en la piel de un perturbado que es, en primer lugar, una víctima de sí mismo, y que lo es más tarde de un sistema judicial dotado de bastante más soberbia que eficacia. A Alba August, una actriz talentosa, le pesa el escaso desarrollo de su personaje, la fiel colaboradora de Rastam, y en cuanto a los secundarios debo resaltar la eficaz labor de Magnus Roosmann, que da vida a un ser más bien repugnante, de Christopher Wagelin y de Suzanne Reuter, cuyo personaje es un símbolo de los peligros de la paraciencia.
Buena película, a la par que necesaria, pero
no tan redonda como la historia merecía. Quizá nos sorprenda en el futuro, pero
creo que El acusado perfecto acredita
que Mikael Hafström no está llamado a dirigir una obra maestra. Esta vez sí
deberían hacer un remake yanqui, costumbre que en general me aterra, e intentar
que lo dirija David Fincher.
A mi modesto parecer, he de confesar que siento ideas en apariencia contradictorias sobre este film. Por un lado me interesa y mucho el devenir de la historia, a la vez que me irrita el personaje de Quick, que parece mostrar tantas personalidades múltiples, pero nada convincentes.
Teatro? Mascarada? Interrogantes a los que no da respuesta la película de Hallfstroom, porque en realidad no la hay. La película se hace larga y hasta agobiante, por tanta vuelta en círculo. A veces entra totalmente en el universo ambiguo del documental.
Creo que estamos de acuerdo en que el director no aprovecha todo el potencial de la historia. El mayor acierto, en verdad, no está en el propio protagonista, sino en la forma de desenmascarar la versión oficial construida a partir de sus confesiones. Y un metraje algo más ajustado tampoco hubiese estado mal