LA BAIE DES ANGES. 1963. 85´. B/N.
Dirección: Jacques Demy; Guión: Jacques Demy; Dirección de fotografía: Jean Rabier; Montaje: Anne-Marie Cotret; Música: Michel Legrand; Diseño de producción: Bernard Evein; Vestuario: Jacqueline Moreau; Producción: Paul-Edmond Decharme, para Sud Pacifique Films (Francia).
Intérpretes: Jeanne Moreau (Lackie Demaistre); Claude Mann (Jean Fournier); Paul Guers (Caron); Henri Nassiet (Padre de Jean); Conchita Parodi (Recepcionista); André Certes, Nicole Chollet, Georges Alban, Jacques Moreau.
Sinopsis: Jean, un joven que trabaja en un banco, ve cómo su compañero Caron, ludópata, le contagia su afición por el juego. En un casino conoce a Jackie, otra jugadora compulsiva, y se enamora de ella.
Buceando en todo movimiento cinematográfico pueden hallarse joyas ocultas, eclipsadas por otros títulos con mayor brillo o tirón popular. Es lo que sucede con La bahía de los ángeles, segundo largometraje de Jacques Demy. Este film, rodado entre las más prestigiosas Lola y Los paraguas de Cherburgo, tuvo menor aceptación que las obras citadas y cayó en un cierto olvido hasta que su restauración, promovida durante la pasada década por la Cinemateca Francesa, la ha llevado a conquistar nuevas audiencias, algo que sin duda merece la que en mi opinión es una de las mejores películas jamás filmadas sobre la ludopatía.
Demy, que rodó en blanco y negro por última vez en su carrera, inicia su película con un largo travelling a través del Paseo de los Ingleses de Niza, que comienza centrado en la protagonista femenina y se acompaña de la maravillosa música de Michel Legrand, jazzística y a la vez profundamente francesa. Estos tres elementos, el talento y buen gusto tras la cámara de Jacques Demy, la imponente presencia de Jeanne Moreau y el talento del compositor son los tres ejes sobre los que se sustenta una película cuyo centro narrativo está, sin embargo, en Jean Fournier, un parisino, joven empleado de banca, que siempre ha hecho lo que debía pero que espera algo más de la vida que una existencia rutinaria y dificultades para llegar a fin de mes. La ocasión para dejar de ser esa versión aburrida de sí mismo se la brinda Caron, un compañero de trabajo adicto al juego. Es importante citar la reacción de Jean cuando, después de un recorrido en el automóvil que ha comprado Caron con los beneficios de una excepcional noche en el casino, recibe una proposición para acudir al lugar de apuestas. Con rostro sereno, Jean responde que no se ha metido en el juego por el mismo motivo por el que no ha probado las drogas: el hecho de no estar seguro de tener la capacidad para no acabar enganchado. Jean se conoce a sí mismo, pero es joven y tiene deseos de aventura, así que acude al casino junto a Caron. En su primera visita, ve cómo expulsan de la sala a una mujer elegante que parece fuera de sí. Probada la experiencia, que cuenta con el abierto rechazo del padre de Jean, un pequeño comerciante, el muchacho muerde el anzuelo, acude en solitario a las casas de juego e incluso renuncia a unas vacaciones familiares para visitar los casinos de la costa mediterránea. En Niza, Jean se reencuentra con la mujer a la que echaron de la primera sala de apuestas que visitó. Esa mujer se llama Jackie, está divorciada de un hombre rico y es una ludópata de manual, que cree que Jean le trae suerte. Él, que ve en ella todo ese peligro que anhela, se enamora, y juntos emprenden una errática travesía por los casinos de la Costa Azul.
Demy, que parece tener buen conocimiento de esa obra capital en la materia que es El jugador de Dostoievski, recrea con sus dos personajes principales los dos estados de la adicción: el del neófito que prueba el veneno y es cautivado por él, y el del ya curtido consumidor compulsivo, cuya existencia gira alrededor de una pasión que le proporciona un placer incomparable con ningún otro y, a la vez, le denigra moral y socialmente. Una vez focalizada la cuestión, Demy, un cineasta dotado de una singular elegancia en su modo de filmar, se recrea, a través de unos explícitos primeros planos, en mostrar cómo en Jean y Jackie, y en consecuencia en la relación entre ambos, todo se mueve según, y sólo según, haya sido su suerte en el casino. Por ello, se trata de dos personajes en los que sólo vemos luminosidad o patetismo, sin término medio. La felicidad del jugador, más que en el dinero obtenido (sintomática es la frase de Jackie al respecto: «Si me importara el dinero, no lo tiraría como lo hago»), reside en la forma de obtenerlo, en ese momento mágico en el que la ruleta, de entre las muchas opciones posibles, da como ganador al número que uno ha jugado. Por el contrario, cuando la fortuna es esquiva el desconsuelo es más profundo, por el estigma social que conlleva y, sobre todo, porque priva al ludópata del supremo placer de seguir jugando. Todo eso está en la película y se explica con palabras, exentas en general de moralina, y también con numerosos gestos: quédense con la escena en la que una desesperada Jackie trata, sin éxito, de seducir a un crupier poco agraciado para intentar evitar la inminente ruina. Jean conserva un ápice de lucidez y poco a poco se genera en su interior un sentimiento de amor sincero hacia Jackie que ella, poseída por completo por la ruleta, está lejos de corresponder. En consecuencia, nos hallamos ante un relato desesperanzado, aunque no esencialmente trágico porque Demy, que sublima la realidad de lo que filma de un modo que me recuerda a la magnífica Pickpocket, de Robert Bresson, nos reserva un resquicio de luz al que el espectador puede, o no, aferrarse, lo cual diferencia a esta película de, por ejemplo, El nudo corredizo, de Has, otro retrato implacable de las adicciones.
Por si no ha quedado claro con lo ya dicho, La bahía de los ángeles es un film de dos personajes, que se enriquece por la labor de los actores que los interpretan. Jean Moreau, una de las grandes damas del cine francés, compone un personaje de una pieza dándole ese aroma decadente que necesita, pero también resplandeciendo con los vestidos de Pierre Cardin, sobre todo cuando la diosa Fortuna ha sido generosa con ella. El lujo, el alcohol, esos lujosos vestidos e incluso el sexo, son para Jackie pasatiempos menores, y eso lo vemos también gracias al formidable trabajo de Moreau. Le da la réplica un debutante, Claude Mann, que también se luce. Prueba de ello es su capacidad para reflejar la transformación de su personaje, hierático y con ademanes hastiados al principio, y mucho más intenso, e incluso con puntuales pérdidas del autocontrol, cuando Jackie y la ruleta se convierten en dueños de sus actos. Apenas Paul Guers y Henri Nassiet tienen a su cargo personajes de cierta entidad, que resuelven con acierto. Eso sí, las intervenciones de Conchita Parodi, que da vida a la recepcionista del hotel de Niza, son muy destacables para alguien que no hizo más que esta película.
La bahía de los ángeles es muy buen cine, en la forma y en el fondo. Jacques Demy es, en general, un cineasta de alto nivel, y esta película lo demuestra en la misma medida que otras suyas más conocidas.