GREED. 2019. 102´. Color.
Dirección : Michael Winterbottom; Guión: Michael Winterbottom. Material adicional escrito por Sean Gray; Director de fotografía: Giles Nuttgens; Montaje: Liam Hendrix Heath; Música: Harry Escott; Diseño de producción: Denis Schnegg; Dirección artística: Matt Fraser; Producción: Damian Jones y Melissa Parmenter, para Film4-Revolution Films-Sony Pictures (Reino Unido).
Intérpretes: Steve Coogan (Sir Richard McCreadie); David Mitchell (Nick); Isla Fisher (Samantha); Sarah Solemani (Melanie); Shanina Shaik (Naomi); Tim Key (Sam); Dinita Gohil (Amanda); Asa Butterfield (Finn); Shirley Henderson (Margaret); Sophie Cookson (Lily); Asim Chaudhry (Domador de leones); Pearl Mackie, Jonny Sweet, Stephen Evans, Stephen Fry, Manolis Emmanouel, Miles Jupp, Jamie Blackley, Jack Shepherd, James Blunt.
Sinopsis: En vísperas de la ostentosa celebración de su sexagésimo aniversario en una isla griega, un magnate de la industria textil británica debe afrontar algunos asuntos que pueden mermar su reputación.
Al británico Michael Winterbottom no se le pueden negar ni el eclecticismo ni la capacidad de trabajo. Observando su filmografía en retrospectiva, sus mejores largometrajes de ficción los encontramos entre 1995 y 2006, aunque es justo decir que incluso sus películas menos logradas tienen algo que las separa de lo prescindible. Greed no supone un salto de calidad entre las últimas realizaciones de Winterbottom, pese a contener elementos de notable interés. Así lo han entendido la crítica internacional y los espectadores, y entiendo que esta vez no hay razón para contradecirles. El director inglés tuvo la oportunidad de hacer uno de sus filmes más redondos, pero la malogró.
La película retrata a un magnate de la moda, al parecer inspirado en Sir Philip Green, toda una celebridad en el Reino Unido pero no en estos lares, por fortuna. Este personaje, cuya trayectoria empresarial presenta algunas coincidencias con la de un tal Donald Trump,. representa como pocos el modelo de capitalista salvaje que, en las últimas décadas y gracias en buena parte a los efectos de la globalización, ha dado forma a nuestras sociedades tal y como las conocemos en la actualidad. Winterbottom traza un retrato ficticio de este individuo con el fin de satirizarle, y a través de él, a ajustar cuentas con la parte más chillona de la alta sociedad británica. En el film, el magnate en cuestión tiene el título de Sir, que allá en las islas del Brexit hace décadas que se lo dan a cualquiera, y el nombre de Richard McCreadie. Winterbottom realiza, mediante su figura, un ácido retrato de aquello en lo que se ha convertido en nuestra época el mito del hombre hecho a sí mismo: carente de referencia paterna e hiperprotegido por su madre, McCreadie es un arribista de manual, carne de escuela elitista y beneficiario del aura de rebeldía que otorga la inadaptación a esas fábricas de tiranos, que crea su fortuna a fuerza de estrangular financieramente a sus proveedores y utiliza sus marcas para su autobombo y lucro personal. En resumen, lo que cualquier tonto del culo consideraría un triunfador, y que en la práctica lo es, porque los tontos del culo son hoy amplia mayoría. El punto de partida escogido por Winterbottom es la celebración del sexagésimo cumpleaños del magnate, con una ostentosa fiesta en la isla griega de Mykonos concebida a imitación de los grandes festejos romanos y con la importante cuota de famoseo que cabría esperar. Las malas noticias para McCreadie, al margen de las provocadas por la descabellada logística necesaria para el evento, consisten en que una investigación parlamentaria ha puesto su dedo acusador en los múltiples cadáveres empresariales que el millonario ha ido dejando en su camino, y en la presencia en las idílicas playas griegas de un grupo de refugiados sirios que, obviamente, le quitan mucho glamour al entorno. El otro eje de la narración es Nick, un escritor contratado por McCreadie para escribir su biografía, y que poco a poco va descubriendo, no el lado oscuro del personaje del que debe ofrecer un retrato benévolo, sino que ese lado oscuro es todo lo que hay.
Durante buena parte del metraje, Winterbottom traza una brillante sátira del protagonista y de su entorno, que si algo merece es ser satirizado con saña. En el fondo, McCreadie es un ser acomplejado, vacío, avaro hasta lo ridículo y tristemente pagado de sí mismo, pero quienes le rodean, encefalogramas planos o fieles lacayos, son peores que él. El director plasma su desprecio hacia gentes tan dignas de él de una forma bastante divertida, lo que es de agradecer. La caga, no obstante, en el momento en el que esa sátira se convierte en una película de tesis sobre las maldades del capitalismo, y no deja de arruinar las bondades anteriores, sino más bien lo contrario, con un final que, simplemente, toma al espectador por estúpido. Winterbottom, que seguramente guarda mayores similitudes con el personaje del biógrafo de lo que le gustaría, parece desconocer que, si lo que pretendía era dinamitar el capitalismo salvaje y el mundo del famoseo, lo cual, repito, me parece la mar de bien, ese mensaje llegará de manera más eficaz a través de la sátira a cualquier espectador con un retraso mental dentro de la media. Entre la ridiculización y el púlpito, Winterbottom escoge lo segundo, y yerra de pleno. En cuanto al final, parece deducirse, demagogias al margen, que en Grecia no existe la policía, lo que denota una visión paternalista muy presente en el último tramo de la película y que termina por malograr un discurso que pretende ser justo lo contrario.
Lo que tampoco se le puede negar a Michael Winterbottom es que es un director con recursos. Abusa del efectismo, pero su utilización de técnicas propias del reality a lo MTV (la estúpida hija del protagonista es la estrella de uno que se rueda mientras se prepara el gran festejo), mezclada con una cámara siempre ansiosa por no perderse ningún punto de atención y con esquemas narrativos más propios del documental, género que el director ha demostrado dominar con creces, le dan a Greed un empaque visual notable, con un error significativo: mucho meterse (no sin motivo) con Gladiator, el film cuyos diálogos adora citar el protagonista, pero se acaba cayendo en el mismo error que hace que algunas de las escenas más espectaculares de aquella superproducción ya nacieran ridículas, porque los grandes felinos por ordenador dan mucho el cante en pantalla. Bien la fotografía al mostrar el contraste entre la paradisíaca luz de Mykonos con la tiniebla de los talleres de producción textil del Sudeste asiático, y aprobado muy justo para una música intrascendente, lo cual es mala noticia en un film de un cineasta cuya cultura en este terreno es importante.
Steve Coogan, que con los años se ha convertido en el actor-fetiche de Michael Winterbottom, encabeza un reparto con bastantes más luces que sombras. Coogan acierta al convertir a su personaje en el estereotipo ridículo que realmente es, porque a no pocos multimillonarios actuales podrá chorrearles el dinero por las orejas (e incluso por el resto de sus orificios corporales), pero de estilo andan muy cortitos. Avaro, mezquino, ostentoso, lenguaraz, lleno de ínfulas seudotrascendentes y acostumbrado a tratar al resto de seres humanos como esclavos a su servicio, Sir Richard McCreadie es un perfecto compendio de muchos hombres, y Coogan lo hace ridículamente creíble. David Mitchell, como el apocado biógrafo de McCreadie, luce como nunca antes fuera de la televisión, su medio predilecto, y también Isla Fisher hace un trabajo destacable en la piel de un personaje lúcido por momentos, pero profundamente imbécil en general… aunque menos que la mayoría de quienes rodean al magnate. Punto a favor para Shirley Henderson por su brillante interpretación de la muy peculiar madre del millonario, y punto en contra para una Sophie Cookson desmadrada, que carga en exceso las tintas en la estupidez supina de su personaje sin darle un solo matiz. Más que correcto Asa Butterfield en el socorrido rol de hijo rarito, y mención especial para la intervención de un Stephen Fry siempre dispuesto a la autoparodia.
Michael Winterbottom acierta al señalar que los otros seis pecados capitales pueden estropear el mundo, pero el que terminará por cargárselo es la avaricia. Sin embargo, decide jugar a ser Ken Loach y pierde gran parte de su encanto.