BEYOND A REASONABLE DOUBT. 1956. 79´. B/N.
Dirección: Fritz Lang; Guión: Douglas Morrow; Dirección de fotografía: William Snyder; Montaje: Gene Fowler, Jr.; Música: Herschel Burke Gilbert; Dirección artística: Carroll Clark; Decorados: Darrell Silvera; Producción: Bert Friedlob, para Bert Friedlob Productions-RKO Radio Pictures (EE.UU.)
Intérpretes: Dana Andrews (Tom Garrett); Joan Fontaine (Susan Spencer); Sidney Blackmer (Austin Spencer); Arthur Franz (Bob Hale); Philip Bourneuf (Fiscal Thompson); Edward Binns (Teniente Kennedy); Shepperd Strudwick (Jonathan Wilson); Barbara Nichols (Dolly Moore); Robin Raymond, William Lester, Dan Seymour, Rusty Lane, Joyce Taylor.
Sinopsis: Un veterano periodista, contrario a la pena de muerte, convence a su futuro yerno, un escritor que ha tenido éxito con su primera novela, para que finja ser el culpable de un asesinato para demostrar que un inocente puede ser condenado a la pena capital.
La película con la que finalizó el extenso periplo norteamericano de Fritz Lang fue Más allá de la duda, drama que aborda uno de los temas recurrentes en la filmografía del director alemán, como son los asiduos desencuentros que suelen darse entre la ley y la justicia. En el film, que supuso la segunda colaboración de Lang con el productor Bert Friedlob, repite casi el mismo equipo que trabajó en la anterior, Mientras Nueva York duerme. Rodada con escasos medios con el insuficiente respaldo de una compañía, la RKO, ya al borde de la quiebra, esta obra pasó bastante desapercibida y no figura entre las más recordadas de un director cuyo nombre merece estar en letras grandes en la historia del cine.
Aunque ya desde el mismo inicio no pasan desapercibidos los espartanos medios de producción, la primera escena de la película, en la que vemos la ejecución de un hombre en la silla eléctrica, es en verdad impactante. Entre los testigos del hecho, uno de ellos aparta la vista, horrorizado: es Austin Spencer, editor de un diario de ideología liberal que se opone con todas sus fuerzas a la pena de muerte. Otro es Tom Garrett, su futuro yerno, que hizo carrera en el periodismo y disfruta del éxito de su primera novela, mientras va dándole vueltas a la segunda, que debe consagrarle en el panorama literario. Spencer polemiza con frecuencia con el fiscal del distrito, Roy Thompson, firme defensor de la aplicación de la pena capital frente a los delitos más graves. Hablando con Tom, el editor insiste en que no es difícil que un inocente pueda ser condenado a muerte, a poco que exista un crimen sin sospechosos claros y diversas pruebas circunstanciales que impliquen al acusado. Cuando llega al diario la noticia de uno de esos crímenes, el estrangulamiento de un bailarina de striptease cuyo cadáver se halló en un descampado, Austin le propone a Tom que, para probar su teoría y acabar con el debate sobre la pena de muerte a fuerza de evidencias, se haga pasar por el culpable del asesinato. Ambos colocarán pruebas que incriminen a Tom, dejarán constancia de la falsedad de las mismas, y destaparán el asunto cuando el prometedor literato reciba la sentencia a la pena capital. Ni siquiera Susan, la hija del editor que está a punto de casarse con Garrett, conocerá el secreto.
A partir de esta magnífica premisa, Lang aprovecha el guión de Douglas Morrow, sin duda el mejor trabajo de alguien que dedicó casi toda su carrera a la pequeña pantalla, para dibujar otra de sus amargas reflexiones acerca de las taras de los sistemas con los que se han dotado las sociedades más o menos civilizadas para impartir justicia. El desarrollo de la trama, y también buena parte de la efectividad narrativa de la película, se apoyan en dos giros argumentales: el primero de ellos es brillante y admite pocas reservas, mientras que el segundo y definitivo es mucho más cuestionable y, aunque responde a la pregunta que todo espectador se hace desde el principio (¿cómo puede un inocente, por muy arraigadas que sean sus convicciones, meterse en un atolladero de semejante calibre?), lo hace, a mi entender, dejando algún importante cabo suelto que resta efectividad al desenlace. Lang filma todo ello de una forma depurada, casi minimalista, quizá forzada por los medios de que dispuso. Se echan en falta, más allá de la escena inicial, rasgos expresionistas en la puesta en escena, aunque quien tuvo, retuvo. Eso sí, el resultado en pantalla del accidente que marca el gran punto de inflexión de la película no está a la altura de un cineasta del calibre de Fritz Lang, a quien, y digo esto sabiendo que rodó varias obras maestras allí, creo que Hollywood empequeñeció. William Snyder, que colaboró aquí por única vez con el director de Metrópolis, hace un trabajo pulido, muy en su línea, pero falto de personalidad. Sin llegar tampoco a la excelencia, sí me convence la partitura de Herschel Burke Gilbert, en especial a la hora de subrayar los momentos más dramáticos de una película que, más que ofrecer respuestas sobre su espinoso tema central, lo que hace es plantear muchas preguntas, algunas de ellas incómodas. Creo que la idea de fondo es que el cúmulo de intereses, prejuicios y mezquindades de cada individuo, elevado a un ámbito social, hace casi imposible que pueda prevalecer la justicia, que no sé si es ciega por sí misma o por la maraña de pequeños o grandes nubarrones que enturbian su visión. La naturaleza escurridiza de quienes quebrantan la ley, la extrema rigidez del sistema que debe hacerles frente, y las enormes posibilidades de que la posición económica y social de un acusado sea la circunstancia más decisiva para explicar su condena o su absolución, nos llevan a mirar este trascendente asunto con un escepticismo que, en la película, Lang reserva para el final, pero que a cambio vuelca a discreción. Después de haber analizado el tema en diversas películas, algunas de ellas magistrales, a lo largo de las décadas, Fritz Lang parece haber llegado a la conclusión, que comparto, de que hay más culpables en la calle que inocentes en la cárcel, pero que en la práctica se dan ambas cosas, incluso en las sociedades más avanzadas, y el mundo sigue andando… En este sentido, la película pasa de ser un Hitchcock muy interesante, aunque con medios de serie B, a un ejercicio de desencanto.
Encabeza el reparto un Dana Andrews cuyos años de gran estrella habían quedado atrás. Actor de expresividad limitada, su labor es convincente en cuanto a presencia en pantalla, pero se queda corta en lo que se refiere a mostrar los recovecos emocionales de un personaje que parece de una sola pieza, pero está muy lejos de serlo. Esa ineludible tortura interior es algo que Andrews apenas deja traslucir, lo que juega en contra de la película. Joan Fontaine, también alejada de su época de máximo esplendor, brinda una interpretación bastante buena de una mujer enamorada, pero no exenta de energía y capaz de discurrir por sí misma. Gracias a ella, los vaivenes emocionales de su personaje sí consiguen comunicarse al espectador. Sidney Blackmer, notable secundario, da vida con eficacia a un hombre fuerte en sus convicciones, mientras que Philip Bourneuf, actor eminentemente televisivo, cumple bien como rígido fiscal de distrito. Notable Shepperd Strudwick en el papel del abogado de Tom Garrett, que también ignora lo que éste y Austin Spencer tienen entre manos, y más que correcta Barbara Nichols como stripper de voz estridente y más curvas que luces.
Incluso aceptando que en su final hay puntos significativos que chirrían, y que se nota la escasez de su presupuesto, Más allá de la duda es una muy buena película, que tiene además la loable virtud de la concisión, prueba de que, incluso en circunstancias no demasiado favorables, un talento como el de Fritz Lang acaba por imponerse.