PAURA NELLA CITTA´DEI MORTI VIVENTI. 1980. 93´. Color.
Dirección: Lucio Fulci; Guión: Lucio Fulci y Dardano Sacchetti; Director de fotografía: Sergio Salvati; Montaje: Vincenzo Tomassi; Música: Fabio Frizzi; Diseño de producción: Massimo Antonello Geleng; Producción: Lucio Fulci, para Sania Film-Medusa Distribuzione-National Cinematografica (Italia).
Intérpretes: Christopher George (Peter Bell); Katherine MacColl (Mary Woodhouse); Carlo De Mejo (Gerry); Janet Agren (Sandra); Antonella Interlenghi (Emily Robbins); Giovanni Lombardo Radice (Bob); Fabrizio Jovine (Padre Thomas); Luca Paisner, Michele Soavi, Venantino Venantini, Enzo D´Ausilio, Adelaide Aste, Luciano Rossi, Robert Sampson, Lucio Fulci.
Sinopsis: El suicidio de un párroco en un cementerio de Nueva Inglaterra provoca el resurgir de una maldición que hará revivir a los muertos. Un reportero y una médium acuden desde Nueva York para conjurar el peligro.
Después de probar suerte en multitud de géneros, Lucio Fulci encontró en el terror el pasaporte para convertirse en un cineasta de culto, estatus exagerado en opinión de muchos, pero difícil de discutir a estas alturas. Dentro del abanico de posibilidades que ofrece el arte pensado para asustar al respetable, Fulci se prodigó en el subgénero zombi, del que Miedo en la ciudad de los muertos vivientes constituye un buen ejemplo de la manera de hacer del director italiano. No es que la película fuera un éxito rotundo en su momento, ni que sea la obra que más reivindican los seguidores de Fulci, pero sí permanece en la memoria de no pocos cinéfagos recalcitrantes, que se oponen a quienes piensan que este realizador ejemplifica la decadencia del horror made in Italy.
Lucio Fulci no oculta sus intenciones, dado que la película comienza con un agudo grito femenino sobre una pantalla en negro, y que lo primero que vemos es el título del film, en el que la palabra “Paura” ocupa prácticamente todo el espacio. En lo que sí empieza el director a dar gato por liebre es que, en la escena inicial, y a raíz del suicidio de un sacerdote de aspecto siniestro, se insinúa una invasión de zombis saliendo de sus tumbas que jamás llega a producirse. De hecho, Miedo en la ciudad de los muertos vivientes es, hasta su tramo final, un film de zombis en el que estas simbólicas criaturas, que ya sabemos que son costosas de maquillar, aparecen tirando a muy poco. La acción se sitúa en la pequeña villa de Dumwich, en Nueva Inglaterra, si bien las primeras escenas relevantes tienen lugar en la ciudad de Nueva York, con lo que Fulci remite a su film anterior sobre la materia. Ahí vemos el (presunto) fallecimiento de una médium durante una sesión de espiritismo en la que queda claro que en Dunwich va a pasar algo gordo, un amago de investigación policial con presencia de un reportero que husmea en el asunto, y… bueno, para ir adelantando, lo correcto sería decir que el guión no tiene por dónde cogerlo, pues se trata de un importante despropósito de piezas que no encajan, diálogos que parecen creados por un zombi, personajes cuya única función en la historia parece ser la de palmarla, y una escena final mala con avaricia. Lo que hacen Fulci y Dardano Sacchetti, quien ya había colaborado con el director en sus dos anteriores obras del género, es fusilar, sin citarlo, a Lovecraft (no se tienen noticias de que el escritor saliera de su sepulcro para devorar el cerebro de los guionistas), y urdir una trama que no es más que una excusa para la habitual sucesión de sustos, a cual más efectista, que es, ni más ni menos, lo que espera el espectador de estos films, pues si le fueran los guiones excelsos vería películas de Mankiewicz. Porque lo cierto es que, si uno se abstiene del propósito de buscarle un sentido a aquello que está viendo, Miedo en la ciudad de los muertos vivientes es resultona, tiene un buen ritmo (lo que ayuda a que el espectador no repare en que el desarrollo narrativo no tiene pies ni cabeza), y puntos, como el de la lluvia de gusanos, que molan. Fulci parece ir en busca del público estadounidense, a juzgar por la abundancia de casquería y la ausencia de sexo, dos cosas que ya sabemos que son muy del gusto de las audiencias yanquis.
No yerran quienes dicen que el estilo visual de Fulci es una versión tosca de los esquemas del giallo clásico, porque las formas del director son tan sutiles como una patada en los huevos con botas de campaña. Quizá por su pasado en el spaghetti-western, Fulci muestra debilidad por los primeros planos, siendo muy numerosos los de los ojos de los personajes, que en el caso de la médium sangran con profusión cuando es menester. Apenas hay planos generales, y sí diversas maneras de demostrar que Fulci confunde el dar miedo con dar asco, lo que no está mal de vez en cuando, pero que al final cansa. La música es, para no desentonar, una versión de Hacendado de lo que serían las partituras más representativas de los films de Bava o Argento, el montaje está pensado para acentuar el susto, y no hay mucho dinero en caja, pero pese a lo pedestre del conjunto, lo que está claro, y se agradece, es que uno no se aburre viéndolo.
En cuanto al reparto, oscila entre lo solvente y lo terrible. En el primer apartado incluyo a Christopher George, un actor correcto que no se había prodigado en el cine del terror y que aquí muestra oficio. A la casi debutante Catriona (aquí Katherine) McColl le faltaban horas de vuelo, y se nota, aunque peor queda un Carlo De Mejo cuya interpretación de un psicólogo no hace más que aumentar mi alergia a los de su gremio. Giovanni Lombardo Radice, que también era un novato en el cine, da vida al tipo rarito del pueblo, un personaje que no tiene relevancia en la historia y que sólo parece puesto ahí para alargar metraje y dar pie a la escena más cruelmente innecesaria de la película. Mediocre interpretación, la suya. A Antonella Interlenghi cuesta creérsela, mientras que los actores que encarnan al dueño del bar y a los dos parroquianos más asiduos del local, se hacen acreedores con su trabajo de sufrir un apocalipsis zombi. La mejor con diferencia, la sueca Janet Agren, porque el niño, para variar, es repelente a manos llenas.
Miedo en la ciudad de los muertos vivientes es una película objetivamente mala, pero entretenida, e incluso disfrutable a ratos. Dicho lo cual, Lucio Fulci tiene obras mejores, y también algunas absolutamente infumables. Aquí, ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario.